Llantos e impotencia en el aula donde enseñaba Fuentealba
Sus alumnos, aún conmocionados, lo recuerdan como solidario y muy sensible
NEUQUEN (De un enviado especial).- Ismael, alumno de primer año del Centro Provincial de Enseñanza Media N° 69 de esta ciudad, no puede dejar de llorar. "El año pasado había dejado de estudiar y él me insistió para que volviera. Era un amigo más", dice sobre Carlos Fuentealba, a quien tuvo de profesor el año pasado. Enseguida se quiebra, se tapa la cara y se recluye en un rincón del aula.
Su rostro, ensombrecido por la visera de una gorra, es la imagen de la tristeza: tiene las comisuras de los labios hacia abajo, las mejillas caídas y los ojos rojos de tanto llorar. Es uno de los ex alumnos de Fuentealba, el maestro asesinado el miércoles, que habló con LA NACION en una de las aulas donde el profesor daba clase.
La escena que interrumpe el relato de Ismael, de 15 años, es sólo una de las que se intercalan durante la media hora que duró la charla en el colegio, rodeado de basurales y casas con techos de chapa e improvisadas paredes hechas con bolsas de residuos negras.
Todos quieren hablar sobre él, todos buscan contar su experiencia. "Una vez me fue a buscar a mi casa para que viniera al colegio. Siempre insistía para que no dejáramos de estudiar", cuenta Jonatan, de 16 años.
Lágrimas
Todavía resoplando para ahogar el llanto, Ismael vuelve a intervenir: "Si alguien necesitaba unas zapatillas, él siempre se las conseguía", afirma.
Después camina en zig-zag entre los pupitres hacia el fondo del aula y pega con su puño contra la pared. "Acá, acá nos sacamos la última foto con él", dice y vuelve a llorar. Carlos, uno de los más grandotes de los chicos, lo abraza poniéndole las manos en la nuca.
El chico cuenta que sigue en primero porque el año pasado no se presentó a rendir las materias que debía. La deserción y el retraso escolar son casi un denominador común entre los chicos, pobladores de una zona humilde, de calles de tierra y piedras, en el oeste de esta ciudad.
Algo parecido relata Susana, de 18 años, alumna de cuarto año y madre de un hijo de tres meses. "El me insistió para que yo siguiera estudiando. Me dijo que tenía que pelear por mí y por mi hijo", cuenta.
Con una sonrisa apretada, recuerda que Fuentealba le traía todos los días un chocolate o una golosina para motivarla a que siguiera los estudios. "Cuando llegábamos recorríamos todas las aulas para saludarlo", acota Liliana, de 17.
Susana vive con su papá, su mamá y sus seis hermanos. Se lamenta porque el profesor no conoció a su hijita, Sofía.
Denominador común
María, una chica de 16 años con cara redonda y gestos amables, tiene ocho hermanos y nunca conoció a su papá. El año pasado, dejó de estudiar y se puso a trabajar para ganar su propia plata. "Yo tenía una mala actitud. Quería poder ir donde sea, joder, no depender de nadie", cuenta. "Pero Carlos (por Fuentealba) me insistió para que volviera a estudiar. Me explicó que no podía transformarme en grande de un día para el otro."
Los chicos habían pasado la mañana pintando carteles que pegaron en las paredes. "Sobisch asesino", decía el que pusieron en la puerta del colegio, un edificio chato con techos de chapa verde, igual a los que hay por la zona.
Al Vía Crucis pascual del que participaron después prefirieron llevar dos carteles que decían "Carlos Fuentealba presente" y "Carlos vive en nuestros corazones".
Ismael agarró uno de los palos de la bandera que encabezó la procesión. Susana empujó el cochecito de su bebé. María se entretuvo hablando con Liliana. En cada una de las catorce estaciones hicieron lo mismo: pidieron justicia.
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