"El fin del mundo era un lugar azotado por el viento pero tranquilo, con cormoranes negros y estrellas de mar rojas en las oscuras rocas bañadas por las olas al pie de una pendiente de arena y con el mar detrás, que se extendía hasta muy lejos y desde ahí hasta más lejos todavía", describe magistralmente Rebecca Solnit (California, 1961). Con una mirada que abarca las zonas más agrestes de la región que la vio crecer, muchos años después observa cómo algunas de las especies que estuvieron al borde de la extinción han regresado. No está ante un milagro, sino ante ciertas acciones que realizó la ciudadanía para proteger un hogar cuya pérdida sería irreparable.
Como buena norteamericana, es práctica y liberal, en la mejor de sus interpretaciones: encuentra que estuvo en la voluntad de dos urbanistas –uno era su padre– elaborar y defender un plan medioambiental para la región de Sonoma, allá por los agitados 70. Y, cuando descubre eso, lo une con la memoria de ese mismo padre que alguna vez reaccionó desmedidamente contra ella porque había desperdiciado una leche chocolatada. En esa casa en la que sucedieron cosas terribles, dice, también se jugaba la permanencia y supervivencia de un hogar más grande. Así es como los ensayos de Solnit confluyen y asaltan los pensamientos y los afectos: con una puerta abierta, que abre a otra y a otra. La memoria personal, plagada de anécdotas jugosas, no tiene como fin ocupar el rol protagónico de destinos colectivos, busca más bien ejemplificar una experiencia humana que necesariamente se desdibuja en un paisaje mayor, armoniosamente caótico, en el que sería propicio perderse.
Publicada originalmente en inglés en 2005, Una guía sobre el arte de perderse –ahora disponible en sus versiones en papel y digital por Fiordo Editorial– borra esa distancia de 15 años con una vigencia destacable: la de las semanas de aislamiento social y preventivo que hicieron clamar hasta al más carnívoro de los carnívoros por una revisión del plan humano en relación con la naturaleza, y en las que hasta el más huraño de los huraños necesitó fervorosamente oír el ruido del viento sobre la copa de los árboles.
En este sentido, la prosa de Rebecca Solnit –autora también del ensayo feminista Los hombres me explican cosas– no solamente pulsa para el lado de los vulnerables (pueblos originarios a punto de desaparecer junto con sus lenguas, animales, lagos y plantas extintos, nostalgia por viejos blues y baladas country que daban cuenta de una experiencia ahora edulcorada...), también desparrama bosques y desiertos sublimes en los que ella desea fundirse –y nosotros, por añadidura y abstinencia–. "La emoción que despierta el paisaje es muy intensa: una alegría cercana al dolor cuando la profundidad del azul del horizonte es máxima o cuando las nubes hacen esas cosas tan espectaculares que duran tan poco y que son mucho más fáciles de recordar que de escribir".
Si los recientes tiempos globales han señalado la pérdida en múltiples ámbitos de una manera grotesca, Una guía sobre el arte de perderse se presta para sopesar sin caer en reducciones distópicas ni falsos optimismos lo contingente de nuestra existencia, con el azul como color paradigmático de la capacidad de tomar distancia y ver en rededor. Estos ensayos son sus mapas.
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