Let's go pasear
PUERTO ARGENTINO.- A bordo del Beagle, Darwin tocó estas islas el 1° de marzo de 1833. Cuenta en su diario: "Llegamos a la mañana temprano a Port Louis, en el punto más al este de las Falkland. Nos sorprendió la noticia de que Inglaterra había tomado posesión de las islas e izado la bandera. Durante un tiempo, estas islas estuvieron deshabitadas, hasta que el gobierno de Buenos Aires las reclamó y mandó algunos colonos, que regresaron al Río de la Plata. Los habitantes ahora son un inglés, que reside aquí desde hace algunos años y está a cargo de la bandera, 20 españoles y tres mujeres, dos de ellas negras. Hay gran cantidad de animales en las islas: alrededor de 5000 vacunos, muchos caballos y cerdos, aves salvajes, conejos y gran pesca. Crecen algunas plantas europeas. Abundan el agua y los buenos puertos. Es sorprendente que las islas no hayan sido colonizadas antes, como puerto de abastecimiento para los barcos que dan vuelta el Cabo de Hornos. Hoy sólo las frecuentan los balleneros. Recibimos esta información de un barco francés?".
Muchas de las citas del diario de Darwin van directo a la imaginación de quien haya leído novelas de viajes o relatos de viajeros. Sobre la Argentina de la primera mitad del siglo XIX, los ingleses son especialmente coloridos y precisos: eran comerciantes o naturalistas, quizás ambas cosas a la vez, y esas profesiones exigen la mirada fina y una escritura sin desbordes. Con la cita de Darwin, no quiero probar ninguna razón histórica. Sólo me vino a la cabeza mientras almorzaba con el columnista del Penguin News, John Fowler. Luego, la biblioteca circulante llamada Google me permitió encontrarla.
Antes de este viaje a las islas, yo había leído las columnas de Fowler y le había escrito para asegurarme de que lo encontraría aquí. Hice bien en asegurarme, porque el hombre es, a su manera, un viajero: llegó a las islas como profesor del colegio secundario en los años 70, las abandonó dos veces creyendo que lo hacía para siempre y volvió las dos veces. Fowler no es, por lo tanto, uno de esos interlocutores que, antes de empezar a hablar, ponen tres, cuatro o cinco generaciones sobre la mesa (sobre todo si van a conversar con una argentina, aunque yo me encargo de tranquilizarlos diciéndoles que, por el lado materno, soy apenas segunda generación).
Fowler me observa, desde una distancia, sonriente. Da la impresión de que ésa es su mirada sobre el mundo, la del clásico personaje literario inglés, alguien que sostiene un delicado equilibrio entre su escepticismo y sus principios. O más bien, alguien que sostiene sus principios y creencias con un estilo escéptico que, casi siempre, los mejora. Este estilo es difícil de cultivar y en él se reconoce una marca de clase social, no necesariamente de clase de origen, sino del paso por buenos y viejos colegios. Me temo que hoy ya ha entrado en decadencia. Pero Fowler es un hombre de más de 60 años. Es decir que, sin levantar el tono, expresa una completa convicción de que las islas tienen el derecho a decidir su destino.
Cree que los destinos no se sostienen únicamente en el pasado. Muchos dirían que los destinos que sacan su impulso sólo del pasado son trágicos. Y, sin embargo, el pasado le fascina a Fowler. Su tesis, no expresada como tesis porque no hay nada más alejado de esa formalidad que un espíritu inglés, es que las islas y la Patagonia forman parte de una misma región.
De uno y otro lado del Atlántico, la economía desde mediados del siglo XIX fue la de la cría; de uno y otro lado las ovejas reemplazaron a los vacunos que Darwin contó en miles. De uno y otro lado, se usa el apero criollo. Hace dos días, mientras yo señalaba el apero de los jinetes que encabezaban la movilización por el referéndum, una adolescente recordó las palabras en castellano que le habían enseñado en la escuela: bozal y cabestro, bastos y cojinillo. Siguen usándose hasta hoy en el Camp (palabra también de origen español con la que se designa acá a las zonas de explotación rural).
Fowler me cuenta que cuando unos colonos escoceses llegaron al interior de las islas a criar ovejas, actividad que conocían a la perfección, se entusiasmaron al ver paisanos a caballo, porque ya no iban a caminar más detrás de los rebaños. "Pero no tenían el vocabulario para designar las monturas." Adoptaron las palabras en español, escuchadas por cuantos viajan por el Camp. Allí también se encuentra el "che" rioplatense y una lista bien larga, encabezada por la que me suena más simpática: " Let's go pasear".
Fowler le da un giro particular al asunto. Sin hacer afirmaciones taxativas, a partir de estos "préstamos" sostiene su idea de una región cultural, natural y agraria. En el cuasi desierto habitado por aventureros que encontró Darwin, hoy están las explotaciones hipertécnicas, donde las ovejas son reunidas, cuidadas y separadas en sus potreros por jinetes en motocicletas. Lo mismo que en la Patagonia. Y muchos apellidos británicos coinciden de un lado y otro del Atlántico Sur.
Darwin llegó a unas islas llenas de vacas salvajes, conejos y buena pesca. La descripción parece más la isla de Robinson que lo que estoy viendo ahora. En el medio, si sigo el relato amable de Fowler, están las décadas en que la mayoría vivió en el Camp, en casas cuya disposición jerárquica también recuerda las de la Patagonia argentina.
Las historias de Fowler son tan vivaces que no sospecho que exagere cuando me cuenta que, antes de regresar acá por segunda vez, se pasó varios años atendiendo un pequeño hotel en un paraje de Escocia: "Cuando llegaba algún pasajero desde estas islas, no le cobraba si era capaz de contarme bien todos los chismes de allá lejos".
En el Penguin News, por donde pasé a buscar a Fowler, lo primero que se ve al entrar es un pingüino tridimensional, de un metro de altura, cubierto de leyendas y recortes, con un diario debajo del brazo. Le digo que podrían enviarlo, en señal de amistad, a la presidenta argentina. Lo hicieron los chicos de la escuela secundaria.
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