Lecciones kirchneristas sobre la ceguera del poder
Algunos abogados evalúan si el uso indebido de los espacios del despacho presidencial constituye un caso de abuso de autoridad o de incumplimiento de los deberes de funcionario público
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Del Día de las Niñeces del gobierno albertista al Día del Niño y de ahí, a la lucha contra la “ideología de género” del gobierno mileísta. El domingo, la presidencia de Javier Milei dio otro sablazo en la batalla cultural en la que cree firmemente: repuso el sentido neutro de “niño” y de “ellos” para celebrar su día, tanto de los niños como de las niñas. Fue en el aviso con el que celebró el Día del Niño, en la cuenta de X de la Casa Rosada. Para hacer política, el Gobierno recurrió a la gramática del castellano. Con eso, dejó claro que su vocación es llevar la batalla ideológica hasta los rincones de la morfología de la palabra. O hasta los rincones del despacho presidencial: ahora se trata de reponer el carácter institucional del sillón de Rivadavia para rescatarlo de los desaguisados del expresidente Fernández. La dimensión heróica de cualquier gesta patriótica para confrontarla con la saga kirchnerista.
El objetivo es dar vuelta el sentido de la guerra cultural del kirchnerismo con sus propias herramientas. Si el “les pibis” del joven Lucas Grimson, el hijo del antropólogo Alejandro Grimson, exasesor presidencial de Alberto Fernández, se convirtió en el arquetipo de los fetiches kirchneristas en tiempos albertistas, el mileismo en el poder le responde ahora con “niños”, a secas. Un regreso a la lengua sin marca identitaria.
La apuesta del Gobierno pudo reponer el “niño” para referirse a niños y niñas, sin distinción de género, una reivindicación que demandaba una porción de argentinos que va más allá del cuadrante libertario: el clásico neutro del castellano, que se abstiene de diferenciar géneros, para nominar el plural. Vivir el lenguaje sin el riesgo de las imputaciones de discriminación o de patriarcado o machismo y libre de la condena de la cancelación. El poder del feminismo kirchnerista se ejerció en ese campo.
Pero el Gobierno avanzó con “ideología de género” y los peligros de “atentar contra la integridad del niño”, una denuncia de tono libertaria, alentada por alguno de sus ideólogos más cabales, como Agustín Laje. Una retórica que en América Latina se consolidó primero en el Brasil de Bolsonaro. La extensión de esa batalla cultural mileísta, hasta asumir los matices del lenguaje del bolsonarismo, es relevante.
Hace ocho meses, cuando empezó su gobierno, Milei tenía una opción: restringir su guerra por el sentido común a la esfera económica. Perseguir la utopía de racionalidad macro hasta los confines de la ortodoxia. O ir por todo, como lo hizo el kirchnerismo. Esa parece ser la hoja de ruta. Derribar unos tótems para erigir otros.
Esa es una decisión crítica. Un camino, el del ordenamiento de la matriz productiva y económica, dejaba al Gobierno más cerca de la transversalidad. Si hay un tercio de argentinos en estado de disponibilidad ante el voto, con la vida económica encaminada, podía llegar a ver con buenos ojos al Gobierno. El otro camino, el de la exasperación de la batalla cultural y el abroquelamiento en su cámara de eco, parece presentar más riesgos. En principio, genera más anticuerpos y resistencia entre los argentinos más independientes. Son los votantes de Mauricio Macri y Patricia Bullrich, o del radicalismo más liberal. Milei necesita ese apoyo, de ahí el problema.
¿Cómo se arma el rompecabezas del poder? Resultados económicos, capacidad política y relato con voluntad hegemónica. La supervivencia del kirchnerismo por más de veinte años dejó claro la contundencia de esa receta. Su caída, también. Si logró llegar a 2019 y volver al poder y transitar los cuatro años, aunque a duras penas, de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, fue sólo a fuerza de un entramado partidario que le teme a una cosa por sobre todas: quedar fuera del poder. El miedo al vacío de su poder mantuvo activo el tejido perokirchnerista, al menos en modo supervivencia. Esos pilares jugaron estratégicamente para ir compensando debilidades crecientes.
El kirchnerismo sobrevivió porque estaba asentado sobre esas tres patas, la política, la económica y la simbólica. Presencia en el Congreso, aunque con capacidades reducidas; territorialidad, aunque debilitada, es decir, gobernadores propios; liderazgo enclenque, el de Cristina Kircher, pero liderazgo al fin; un relato económico que generaba inflación pero repartía planes y financiaba el consumo en cuotas. Y, por último, el humo embriagante de un relato cultural capaz de seguir dándole letra a su base de votantes más leal. Se tuvieron que debilitar cada una de esos pilares para que el kirchnerismo quedara fuera del poder.
El caso Fernández-Yañez
El último capítulo de ese descenso es el affaire Fernández-Yáñez. Muestra los efectos colaterales, todos negativos, de vivir en el encierro de la cámara de eco ideológica: el caso es todavía más lapidario por el contraste con una pretensión moralista de la narrativa kirchnerista. Aún después de una derrota histórica, de la llegada al poder de su némesis Milei y de un escándalo de proporciones como es el del expresidente Fernández, el relato hegemónico sigue operando. Encuentra coartadas para minimizar puntos críticos de su esquema simbólico. Hay dos ejemplos de eso, entre tantos.
Por un lado, la escena del despacho presidencial en la Casa Rosada, protagonizada por el entonces presidente Fernández y la periodista Tamara Pettinato. Está claro que si hay delito grave, sucedió en la Quinta de Olivos, y tiene que ver con la violencia del presidente. Además de la corrupción que se investiga. Pero en las escenas protagonizadas por el expresidente también suceden cosas atendibles. También en el despacho presidencial. Un uso indebido de los espacios institucionales que algunos expertos abogados empiezan a analizar si se trata o no de abuso de autoridad o incumplimiento de los deberes de funcionario público.
En el caso de la comunicadora que lo acompaña, un argumento insiste con que no hay delito en su proceder. Pero el rol que cumple Pettinato pone sobre la mesa una cuestión política central: el rol de la “clase creativa”, los profesionales vinculados con los medios de comunicación y los intelectuales, en la consolidación del poder. No hay que imaginar ni favores sexuales ni contractuales para cuestionar la naturalización de ese tipo de vínculo estrecho entre un político y un comunicador. Cualquiera de esos detalles agravaría la escena. La interpretación más comprensiva que le quita toda responsabilidad a la comunicadora reintroduce la doble vara sobre la que se sostiene la batalla cultural que fundó el kirchnerismo.
Todo gobierno necesita de una Operación Ternura que ablande sus costados más cuestionables y lo legitime: es decir, que lo haga más humano y lo vuelva simpático. La pregunta sobre el grado de distancia entre la esfera mediática y el poder es una pregunta clave. El jugueteo entre una comunicadora con fuerte presencia mediática y el entonces Presidente termina resultando funcional al poder a la hora de ser relatado públicamente.
Por otro lado, el contraste entre las condenas al “Alberto golpeador”, según las denuncias de Yáñez, y la complicidad con el “Espinoza, el abusador”, según la denuncia de Melody Rakauskas, muestra la vitalidad de un relato kirchnerista y esa doble vara que lo caracteriza, que se muestra incapaz de condenar y aislar al protagonista de un caso en marcha.
Las derivas de la caída de un legado político en crisis son insospechadas. A pesar de los tres pilares en los que se sostuvo, el kirchnerismo no está pudiendo contener esa bola de nieve. Mejor no haberla iniciado.
Milei está a tiempo de no insistir con una guerra simbólica que, hasta el momento, ha demostrado que lleva al aislamiento político en el mejor de los casos. Y a su caída estrepitosa, en el peor.
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