Las vueltas del kirchnerismo para justificar dictadores
¿Por qué el Presidente no demuestra la misma distancia personal que exhibió con Jair Bolsonaro frente a figuras como Maduro o Díaz-Canel?
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El debate en torno a la participación del venezolano Nicolás Maduro y el cubano Miguel Díaz-Canel en la cumbre de la Celac conduce a comparaciones. De la Argentina de los Fernández al Chile de Gabriel Boric y el Uruguay de Luis Lacalle Pou, diferencias entre enfáticas y sutiles, pero claves, a la hora de posicionarse frente al régimen venezolano y cubano. Mientras que desde Chile o Uruguay llegan condenas abiertas, votos decididamente en contra en organismos internacionales o diálogos con fuerte interpelación, desde la Argentina la postura es o ambigua o de apoyo institucional e, incluso, personal por parte de dirigentes del oficialismo. Por ejemplo, el presidente Alberto Fernández. Los cuestionamientos del gobierno argentino a Venezuela a veces llegan tarde en el tiempo y mal en su forma: como contramarcha luego de un apoyo inicial, cuando la presión internacional ante denuncias de violación de derechos humanos no deja otro camino.
En ese sentido, se instalan tres preguntas sobre el proceso kirchnerista en marcha. Las tres interpelan al oficialismo. La tercera, también a la oposición de Juntos por el Cambio.
La primera, ¿por qué el Presidente no demuestra la misma distancia personal que exhibió con Jair Bolsonaro frente a figuras como Maduro o Díaz-Canel? Venezuela y Cuba registran denuncias de violación de derechos humanos comprobadas contra sus países y, sin embargo, el gobierno de los Fernández muestra mayores simpatías que con Bolsonaro: ¿qué hay en el fondo?
Mientras Bolsonaro fue presidente, Fernández se mostró decidido a la hora de exhibir su rechazo personal a ese dirigente votado democráticamente por los brasileños. Frente a Maduro o Díaz-Canel, en cambio, Fernández no duda en exhibirse más cercano en el plano personal. En el institucional, esa afinidad personal se traduce en una postura diplomática de la Argentina que suele tener dificultades para condenar con claridad y sin ambigüedad a esos dos regímenes.
La respuesta posible tiene varias dimensiones. Por un lado, la tradición de izquierda en la que se inscribe el kirchnerismo justifica el apoyo a todo régimen que esté en fricción con Estados Unidos. Para la izquierda latinoamericana, la justificación de las dictaduras de izquierda siempre triangula con la Casa Blanca. Por otro lado, las afinidades entre los populismos de izquierda relativizan la falla antidemocrática sobre la que se asientan Venezuela o Cuba. De ahí se derivan dos posiciones del kirchnerismo. Con el argumento de la no injerencia en asuntos de otros países, el gobierno de los Fernández defiende el diálogo entre los venezolanos como salida para el régimen de Maduro. Sin embargo, Fernández no consideró su visita a Lula en la cárcel y el cuestionamiento a la división de poderes en Brasil que hizo en 2019, cuando era candidato.
La otra posición le quita peso a la condena a Venezuela a partir de una concepción de democracia restringida a lo electoral, y lo electoral reducido, a su vez, a la realización de elecciones aunque sean maniatadas. La portavoz presidencial, Gabriela Cerruti, consideró que Maduro es “un presidente elegido democráticamente”.
La segunda pregunta se deriva de ese primer interrogante: ¿en qué cree el kirchnerismo? Es una pregunta sobre su concepción de la política y de la democracia. Hay una concepción achicada de la democracia. El espejo del reconocimiento de Maduro como líder elegido democráticamente, que pierde de vista las condiciones en que se producen esas elecciones, resuena en justificaciones de procesos electorales provinciales argentinos que eternizan a gobernadores peronistas. El elogio al formoseño Gildo Insfrán suele ir por esos carriles: desde el Presidente hasta Eduardo de Pedro, se insiste sobre la misma idea cuando llegan las críticas: “El compañero Gildo gana elecciones”, sin atender a la cancha inclinada en su provincia.
La omisión, por un lado, o, por el otro, la contradicción son la forma que moldea las posturas kirchneristas en su concepción de la democracia. El gobierno kirchnerista es capaz de instalar la idea de una violación contra la democracia y la división de poderes por parte de la oposición, aun cuando tiene el Estado en su órbita, y de arremeter contra la Corte Suprema y buscar apoyo en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Pero el kirchnerismo no cree que sea suficiente la situación de Venezuela o Cuba, responsables de violaciones de derechos humanos probadas, para acompañar su condena contundente o su investigación en organismos de la gobernanza global. Por decisión de Fernández, la Argentina se retiró del proceso contra Venezuela en la Corte Penal Internacional.
La tercera pregunta se refiere a las opciones que le quedan a una democracia a la hora del vínculo con regímenes que, precisamente, contradicen la institucionalidad democrática, su foco en la libertad, la participación ciudadana, el respeto a las minorías y la división de poderes. Es decir: ¿cómo plantarse diplomáticamente ante Venezuela o Cuba? Esta es una pregunta sobre el diálogo entre democracias y autocracias en un mundo complicado.
Si no hay ruptura de relaciones diplomáticas, se trata no solo de una cuestión de los argumentos que permiten sostener ese vínculo. También es una cuestión de tonos. En el caso del kirchnerismo, el problema precisamente ese: un tono demasiado comprensivo y amigable con Maduro y Díaz-Canel en sus argumentaciones sobre la crisis política y humanitaria que se vive en esas naciones. ¿Cómo presidir la Celac y, al mismo tiempo, consolidar ideales democráticos? ¿El rechazo total a los autócratas es la única manera de dejarlo claro? No necesariamente.
En septiembre de 2021, en otra reunión de la Celac, el uruguayo Lacalle Pou confrontó fuertemente con Venezuela y Cuba y subrayó la dimensión del tono: “Cuando uno ve que en determinados países no hay una democracia plena, cuando no se respeta la separación de poderes, cuando desde el poder se usa el aparato represor para acallar las protestas, cuando se encarcelan opositores, cuando no se respetan los derechos humanos, nosotros en esta voz tranquila pero firme debemos decir con preocupación que vemos gravemente lo que ocurre en Cuba, en Nicaragua y en Venezuela”, dijo Lacalle Pou en aquella cumbre. Desde la izquierda chilena, Boric viene cuestionando abiertamente a Venezuela por la diáspora y la violación de derechos humanos. Tanto Uruguay como Chile siguen acompañando la investigación del fiscal de la Corte Penal Internacional que, en julio del año pasado, volvió a plantear la necesidad de reabrir la investigación de crímenes de lesa humanidad del régimen venezolano. Para el fiscal Karim Khan, “los esfuerzos y reformas legales [llevadas adelante por Venezuela] siguen siendo de alcance insuficiente o aún no han tenido un impacto concreto”.
En octubre de 2020, la Argentina de Fernández acompañó con su voto una resolución que condenaba la violación de derechos humanos en Venezuela. Pero se abstuvo frente a una resolución presentada por Irán, Siria, Turquía y el mismo régimen chavista que planteaba que había “progresos” en Venezuela. En cambio, Uruguay y Chile votaron a favor la primera resolución y votaron contra la de las autocracias.
La pregunta sobre la relación con las autocracias no es solo para el kirchnerismo: también interpela a Juntos por el Cambio. Desde Pro, la posición alentada sobre todo por Patricia Bullrich, que anunció que alertaría a la DEA y pidió que se concretara la detención de Maduro, extremó la condena a ese gobierno. Pero Qatar y la relación de Mauricio Macri con el emir de esa nación le bajan el precio a la ética global que se construye desde Pro.
¿Por qué la vara baja tanto en otros casos? Qatar, una autocracia cuestionada por violación de derechos humanos y centro de investigaciones de corrupción internacional, con inversiones en Vaca Muerta, es un talón de Aquiles para Mauricio Macri, especialmente.
Para Juntos por el Cambio es un dilema central: la insistencia retórica de la defensa a ultranza de la república como eje de su identidad política se contradice con un vínculo personal de las características que mantiene Macri con el emir qatarí. Justificar o naturalizar esa cercanía con Qatar mientras se cuestiona al extremo a Venezuela o Cuba deriva en una contradicción. E instala en el mapa político un modus operandi que refuerza sesgos: los riesgos de un “elige tu propia autocracia”.
El vínculo con países como Arabia Saudita o China es tema de debate en las democracias desarrolladas del mundo. Estados Unidos, Canadá y Europa enfrentan hace años esa encerrona en sus relaciones comerciales y diplomáticas, que dejan de lado el tema delicadísimo de la persecución de los uigures por parte del gobierno chino. El asesinato del periodista Jamal Khashoggi, columnista del Washington Post, dentro del consulado de Arabia Saudita en Estambul salta cada vez que las democracias desarrolladas avanzan con ese vínculo. Ya la Rusia de Putin preguerra con Ucrania despertaba suspicacias a la hora de acuerdos comerciales. Estados Unidos, que rompió relaciones con Venezuela, comenzó un diálogo con Maduro para la compra de petróleo cuando Rusia quedó fuera de las opciones, ya en la guerra con Ucrania. El interés por los recursos globales, petróleo, gas, litio, alimentos, entre otros, relativizan el horizonte ético de la política internacional.
El dilema, un problema sin solución y puros costos, es la forma de esos vínculos. Por eso son centrales los tonos y las distancias estratégicas, antes que la cercanía, que permitan sostener el pragmatismo necesario que necesitan los países sin caer en justificaciones inquietantes. El riesgo es que los posicionamientos diplomáticos se reduzcan a la lógica de los sesgos domésticos.
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