Las vacunas y los privilegios del poder
La buena noticia es que, según la prestigiosa revista científica The Lancet, la vacuna rusa Sputnik V es eficiente. La mala novedad es que esa información, la primera realmente seria sobre la eficacia del inmunizador, se conoce más de un mes después de que se la empezara a inocular en el país. La vacuna promovida por el autoritario jerarca ruso Vladimir Putin no tiene hasta ahora autorización del organismo autónomo de control de medicamentos de Europa (EMA) ni su homólogo norteamericano (FDA). Como Putin desprecia a los principales entes que autorizan los medicamentos en Occidente, la seriedad de la vacuna (para inmunizar y también para no provocar efectos contraproducentes) quedó en manos de las publicaciones científicas, imprescindibles para el seguimiento de los progresos de la ciencia.
Nadie descartó nunca que la vacuna rusa fuera finalmente buena. Rusia tiene largos precedentes históricos de hallazgos científicos. Algunos sirvieron para preservar la salud de las personas; otros, para terminar con la vida sin dejar rastros. El cuestionamiento que le hicieron muchos científicos argentinos es que de esa vacuna no se sabía nada, salvo la palabra del gobierno de Moscú. Palabra devaluada, además, porque se trata de un régimen que cultiva el secreto como método y la oscuridad como sistema. Ayer mismo, Putin confirmó que seguirá preso el principal líder de su oposición, Alexei Navalny, luego de que sufriera un intento de envenenamiento presuntamente perpetrado por un sicario del gobierno ruso. La primera condición para inocular una vacuna es la confianza con que cuenta entre los científicos y también en la gente común. Esa confianza no estaba. ¿Estará? Es probable que sí después de la publicación de The Lancet. Pero no se puede desconocer la audacia del gobierno local cuando comenzó una campaña de vacunación con un inmunizador del que se ignoraba todo. Tiró la moneda al aire. A cara o cruz. La apuesta de un ludópata.
Es cierto que no podía hacer mucho más. Los errores del equipo sanitario lo llevaron a quedar preso de una sola vacuna: la que Putin vende personalmente. Nunca se supo con claridad por qué se estancaron las negociaciones con el laboratorio Pfizer, que produce la vacuna que se está aplicando en casi todo Occidente. Solo Estados Unidos se inmuniza masivamente con la vacuna Moderna, cuyas investigaciones fueron financiadas también, con cerca de 2000 millones de dólares, por el Estado norteamericano. Las "condiciones inaceptables" con las que el ministro Ginés González García justificó la negativa del gobierno argentino a firmar un contrato con Pfizer resultaron ser las mismas condiciones que el laboratorio puso en todos los países en los que está vacunando. ¿Por qué Chile, México, Colombia o Perú, para hablar solo de países latinoamericanos, aceptaron condiciones que para la Argentina son inaceptables? Pfizer había hecho aquí una de las primeras pruebas con miles de voluntarios. Alberto Fernández se reunió en su momento con las autoridades locales de Pfizer para anunciar un acuerdo en el que el laboratorio le daría prioridad a la Argentina en el abastecimiento de vacunas. La Argentina no era, en las condiciones de entonces, indiferente para Pfizer. La negociación se truncó. Pfizer no dijo nunca nada, salvo una carta muy genérica de respuesta a un grupo de diputados opositores. En esa carta, sí precisó que no le pidió condiciones especiales a la administración de Alberto Fernández. El Gobierno insiste con que la negociación continúa. Es un exceso de optimismo. Todo indica que el laboratorio mandó el borrador del acuerdo al archivo de las cosas inservibles.
Para peor, el también prestigioso laboratorio británico-sueco AstraZeneca tuvo problemas en la etapa de investigación de la vacuna y la autorización se demoró. Ese laboratorio produce el contenido de la vacuna, una parte desde ya, en los laboratorios argentinos del empresario Hugo Sigman. Superados los obstáculos, ahora la producción argentina de la vacuna está en México para su separación y envase. Desde ahí, AstraZeneca la distribuirá en América latina, según un acuerdo firmado con la Fundación Carlos Slim, que lleva el nombre del multimillonario mexicano sobre el que también se abatió el virus Covid-19. Las que quedan son vacunas occidentales en desarrollo y las vacunas chinas, de las que se sabe tan poco como en su momento se sabía de la rusa.
En rigor, el mundo está sufriendo una escasez notable de vacunas. Solo los países que la producen, como los Estados Unidos o Gran Bretaña, tienen alguna ventaja sobre el resto. Basta ver lo que sucede en Europa, donde la mayoría de los países reclama a los laboratorios porque no cumplen con sus promesas. Llegaron a desconfiar que algún laboratorio de procedencia británica estuviera privilegiando a los británicos en perjuicio de los acuerdos firmados con Europa. Hubo hasta documentos con serias advertencias de la Comisión Europea a los laboratorios. La Argentina no es una excepción, salvo su dependencia exclusiva, hasta ahora, de la vacuna rusa.
En ese paisaje complejo y complicado, a sectores del oficialismo local se les ocurrió hacer publicidad política. Una de ellas fue la de acusar al jefe del gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, de no haberse vacunado con la Sputnik V; es decir, de no haber dado el ejemplo. El mal ejemplo, sería la forma correcta de decirlo. Rodríguez Larreta, de 55 años y sin ninguna enfermedad previa, no está en el rango de las personas que deben inmunizarse ahora. Peor: Rodríguez Larreta tuvo ya coronavirus y, por lo tanto, estará autoinmunizado durante los próximos seis meses. ¿Por qué se desperdiciaría en él una vacuna que puede ser usada en personal sanitario? ¿Por qué se vacunaría a un jerarca político cuando todavía no se terminó de vacunar a médicos y enfermeros que están en el frente de batalla de la pandemia? ¿Por qué, si todavía faltan las fuerzas de seguridad, los maestros y las personas mayores o enfermas que están muchos más expuestas que los miembros de la nomenclatura? ¿Es ese el concepto del poder que tiene el kirchnerismo? ¿El poder tiene privilegios exclusivos y excluyentes? Que se haya vacunado el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof (de 49 años y sin ninguna enfermedad previa que se conozca), no es un ejemplo. Es un mal ejemplo.
Hace poco, en España, el jefe de las Fuerzas Armadas, general Miguel Ángel Villarroya, debió pedir el retiro cuando se supo que se había vacunado antes de que concluyera la campaña de inmunización del personal sanitario militar y de las tropas en misiones internacionales. Varios políticos y funcionarios municipales fueron interpelados también en España por haberse vacunado antes de que concluyera la vacunación de personas esenciales o enfermas. Un alcalde debió renunciar. Es exactamente el revés de lo que sucede en la Argentina. Allí, la política cuestiona los privilegios de la dirigencia para recibir la vacuna; aquí se insiste con que los dirigentes deben ser los únicos privilegiados.
Una disputa también política se abrió en Buenos Aires cuando los intendentes denunciaron que La Cámpora aspira a adueñarse de la campaña de vacunación en la provincia. Los intendentes opositores lo dicen en público; los peronistas lo susurran en voz muy baja. Lo cierto es que los camporistas despreciaron los centros sanitarios de los municipios (que tienen el 70 por ciento del personal sanitario de la provincia) y decidieron vacunar en las escuelas. Las escuelas no tienen la estructura sanitaria ni la higiene necesaria para una campaña de vacunación. Deberán contratar a personal ajeno al Estado cuando el Estado cuenta con personal capacitado para hacerlo. ¿Quién le enseñó a hacer política a La Cámpora? ¿Quién, si nunca aprendieron que con esas formas serán una organización tan influyente y numerosa como impopular? La vacunación contra la peor peste en 100 años de historia de la humanidad es una cosa demasiado seria. Mucho más seria que una apuesta ciega o una pobre ventaja política.
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