Las falacias de Joseph Stiglitz
La tergiversación que hace del caso argentino no contribuye a enriquecer la discusión y mucho menos a que la versión local del problema se encamine a una solución
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En un artículo reciente Joseph Stiglitz realiza una defensa de la política económica del gobierno argentino. Bajo un título que no admite ambigüedades, “El milagro del Covid en la Argentina”, destaca el notable crecimiento de la economía durante el año pasado, que atribuye a los aciertos de una gestión que impulsó “un crecimiento significativo de las exportaciones”, “tasas de impuestos más altas y más progresivas sobre la riqueza y las ganancias corporativas”, “reformas de las políticas de crédito” e “inversiones en infraestructura pública e investigación y desarrollo”.
Stiglitz insiste en una narrativa que explicaría las dificultades argentinas por los desaciertos de gobiernos de derecha, que terminan en grandes fracasos que deben ser enmendados por gobiernos “de centroizquierda” que prometen “invertir gran parte de su energía en limpiar el entuerto, en lugar de perseguir su propia agenda. La desilusión resultante -explica Stiglitz- luego preparaba el escenario para la elección de otro gobierno de derecha”.
Es difícil cuestionar que los intentos de modernización capitalista de la Argentina no solo han fracasado, sino que han contribuido al empeoramiento de la estructura social del país, produciendo más pobreza y más desigualdad. Pero que a esos fracasos de la derecha les hayan sucedido gobiernos de “centroizquierda” que solo pudieron dedicarse a limpiar la mugre es una conclusión empíricamente insostenible, intelectualmente pobre y políticamente miserable.
Stiglitz está menos preocupado por dar un punto de vista sobre la Argentina que por utilizar una versión simplificada y sesgada de la situación del país, como argumento en una discusión que no es irrelevante: qué consensos van a construirse para orientar las políticas económicas de los gobiernos, de los bancos centrales y de los organismos internacionales en los próximos años.
En efecto, a partir de la crisis de 2008 y, más marcadamente, a partir de las respuestas públicas a la situación económica y social derivada de la pandemia, el edificio conceptual construido en la era Reagan/Thatcher comenzó a derrumbarse. Así, se inició una intensa disputa por el sentido común que permitió que, por primera vez en décadas, miradas no ortodoxas se abrieran paso, legitimando intervenciones estatales impensables hasta hace no mucho en términos de gasto público, deuda, emisión y, más tibiamente, regulación.
No obstante, la grosera simplificación -y tergiversación- que hace Stiglitz del caso argentino no contribuye a enriquecer esa discusión y, mucho menos, a que la versión local del problema se encamine a una posible solución. Por una parte, porque el péndulo argentino, los ciclos de stop-and-go o, más dramáticamente, de go-and-crash que marcan la dinámica de la economía de nuestro país, no se explica por la alternancia de gobiernos de derecha y de “centroizquierda”, sino que obedece a razones estructurales que ningún gobierno ha podido resolver.
Pero, sobre todo, la falacia de Stiglitz desconoce que los gobiernos kirchneristas no son ni han sido gobiernos de centroizquierda, a menos que uno acepte -y no hay ningún motivo para hacerlo- que todos los gobiernos que no son estrictamente promercado son de centroizquierda. Es posible que esa falacia carezca de interés en la agenda de Stiglitz, pero no puede de ningún modo serlo en la discusión pública argentina.
Retórica oficial
La retórica oficial ha construido su imagen progresista sobre tres argumentos principales: la ampliación de derechos; una fuerte presencia del Estado en la vida social y económica; la mayor participación del salario en el producto. Es innegable que desde el regreso de la democracia la sociedad argentina conquistó derechos muy importantes. Que hayan sido “otorgados” por los gobiernos es más dudoso; no son los gobiernos los que “otorgan” derechos: es la sociedad la que los obtiene.
Tanto el matrimonio igualitario como el derecho a la interrupción del embarazo fueron resultado de la lucha de sectores importantes de la población, y tanto el apoyo como el rechazo a ambos fueron transversales a los partidos políticos: como es bien sabido, el peronismo tiene una fuerte impronta católica que no adhiere fácilmente a reivindicaciones de este tipo, y los liberales argentinos han dado pruebas de una comprensión bastante limitada de las ideas principales del liberalismo cuando no hacen referencia a la preservación del autointerés. Unos y otros son desde el punto de vista de la cultura y las formas de sociabilidad fundamentalmente conservadores.
Pero es tanto en la idea que tiene del papel del Estado como de lo que denomina justicia social donde la coalición gobernante desmiente activamente toda pertenencia a la tradición de eso que Stiglitz denomina “centroizquierda”.
El estímulo del consumo a través del mejoramiento del salario ha sido de hecho, durante los gobiernos kirchneristas, uno de los recursos fundamentales para la transferencia de riqueza por parte de los trabajadores a los proveedores de bienes que el Gobierno designa como ganadores.
La pésima provisión de servicios de transporte público incentivó en los “años dorados” del kirchnerismo la compra de motos fabricadas mayormente por un solo productor al que se le entregó un mercado cerrado. Lo mismo ocurre con los electrodomésticos producidos en Tierra del Fuego por un oligopolio de rentistas, que proveen también de computadoras y teléfonos celulares con tecnología atrasada y precios absurdamente elevados, o con el mercado de textiles, entre otros muchos.
En una economía altamente inflacionaria y carente de instrumentos de capitalización para los trabajadores, el mayor ingreso incrementa la brecha de riqueza: millones de personas esforzándose en ganar más para transferir los excedentes a empresarios poderosos que, protegidos por eso que llaman “Estado presente”, extraen plusvalías sin asumir riesgos.
El valor del patrimonio
Una de las medidas de una política progresista no está dada por el mayor salario sino por el patrimonio -para lo cual el salario es solo un instrumento-, porque es el patrimonio lo que da a las personas y a las familias seguridad en el presente pero también en el futuro, aumentando así los márgenes de autonomía. Estudios realizados por R. Wilkinson y K. Pickett muestran que dos niños del mismo barrio, hijos de familias de semejantes niveles educativos y de ingresos, tienen resultados escolares radicalmente diferentes si una de las familias es inquilina y la otra dueña de la vivienda: la propiedad de la casa provee niveles de estabilidad emocional que permiten a los niños capturar mejor el futuro a través del proceso educativo.
Es por ello que John Rawls, en su afán por encontrar un modelo que permitiera maximizar a la vez la igualdad y la libertad, propiciaba la creación de una “democracia de propietarios”. Sin embargo, en los primeros gobiernos kirchneristas la relación entre inquilinos y propietarios de viviendas fue la peor desde que se llevan estadísticas en nuestro país.
Del mismo modo, el énfasis en el papel del Estado aleja al kirchnerismo de las mejores tradiciones de una izquierda democrática para la cual la política debe estimular el desarrollo de la sociedad, de lo público y lo común, al servicio de lo cual deben ponerse tanto el Estado como el mercado.
La política argentina está exhausta. Hasta hace algún tiempo era capaz de producir retóricas de la ilusión, discursos que fueran portadores de cierta esperanza, de alguna expectativa de que el futuro sería mejor que el presente. Esas retóricas se han agotado: lo más que los políticos pueden pronunciar son explicaciones según las cuales los adversarios harían las cosas aun peor. Intervenciones como la de Stiglitz, que hablan del “milagro argentino” a una sociedad empobrecida y angustiada, solo contribuyen a profundizar el deterioro.
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