Las derrotas festivas de un presidente en huelga
El sinsentido de la protesta en la obra pública alentada por Fernández y Katopodis retrata una forma de entender el rol del Estado; el impuesto a las Ganancias y la doctrina del disimulo
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Alberto Fernández encontró una conceptualización romántica de su gestión presidencial: se declaró en huelga.
Aprovechó una escala de su gira mundial de despedida para convocar, organizar y hacerse filmar en una asamblea de obreros en Merlo en la que denunció a Javier Milei y Patricia Bullrich por el ajuste fiscal que prometen en campaña.
La ocurrencia de un gobierno que se hace un paro para reclamar contra la oposición fue de su ministro de Obras Públicas, Gabriel Katopodis, pero el Presidente corrió a poner el cuerpo por ella, como suele hacer con los decretos que anuncia Sergio Massa y que le mandan a él para que firme.
El sinsentido de una protesta alentada desde el poder refleja con nitidez la filosofía con que entiende el papel del Estado un sector dominante del oficialismo actual. En defensa de las obras públicas, el encargado de gestionar el presupuesto nacional les pide a los empleados que dejen de trabajar. Institucionaliza el derroche a cambio de un clip de campaña para TikTok.
La doctrina del disimulo avanza. Fernández la aplica con el mismo rigor que cuando celebra con tono épico algunas de sus derrotas más clamorosas. Lo hizo después de las elecciones de medio término (cuando se acuñó el eslogan “ganamos perdiendo”) y volvió a la carga en las últimas horas para celebrar la drástica reducción del impuesto a las ganancias que dispuso el ministro de Economía.
Publicó este miércoles en sus redes sociales un cuadro en el que exhibe que su mandato va a terminar con menos de 90.000 personas que pagan ese tributo, contra 2,1 millones que lo hacían cuando se fue Mauricio Macri.
“Más de 2 millones de personas dejaron de pagar el Impuesto a las Ganancias durante nuestro Gobierno. Es una política de Estado. Macri prometió eliminarlo, pero aumentó casi 80% la cantidad de trabajadores que debieron pagarlo. No todo es lo mismo”, escribió.
Curiosa bandera para un político que se declara progresista y asiste a cumbres globales como heraldo de la equidad social. En un país con inflación de tres dígitos y 40% de pobres se jacta de haber aprobado un virtual bono salarial para empleados formales que ganan muy por encima de la media y se acercan a la cima de la pirámide de ingresos. Un pagadiós fiscal que -sin financiamiento ni mayores ingresos a la vista- se financiará con más inflación.
Embriagado por la gesta, ni siquiera repara el Presidente en la inconveniencia de alegrarse por un dato que desnudan las cifras de Ganancias. Solo el 0,9% de los trabajadores en blanco está por encima del nuevo piso del impuesto, fijado en 1.770.000 pesos mensuales en bruto, claman en el Gobierno, con orgullo. Lo que equivale a afirmar que el 99% gana menos de 2000 dólares en mano, una cifra cercana a lo que era el sueldo promedio de la economía argentina en algunos tramos de gobiernos recientes, como el de Menem, el de Cristina Kirchner o incluso el de Macri.
El impuesto a la renta existe en prácticamente todas las economías modernas. Cada uno aporta en función de sus ingresos, con el fin de dotar al Estado de recursos necesarios para los servicios que presta. La discusión en el mundo pasa por ampliar o reducir la base de los que pagan y por cómo se distribuye la carga entre los que superan el umbral contributivo.
La Argentina quebrada sigue innovando. Durante más de 20 años hizo del impuesto a las ganancias un Frankenstein. Parche sobre parche, se fue agigantando el universo de empleados gravados, se introdujeron distorsiones, injusticias y excepciones difíciles de explicar. A mes y medio de las elecciones, el Gobierno en vez de arreglarlo aplica una dosis de dinamita demagógica.
El lunes el empresario y sindicalista Hugo Moyano llevó a su peronismo combativo a aplaudir en la Plaza de Mayo el jubileo impositivo para sueldos gerenciales. Les faltaba gritar: “Viva la libertad, carajo”.
Para ser justos, el revoleo de fondos públicos no encuentra barreras sociales: bonos, créditos a tasa subsidiada, mejoras para los autónomos, ayudas a jubilados, rebajas del IVA. Massa, candidato con funciones de ministro, construye el mito de una colina que defender. Ante el avance de los que proponen cambiar todo, ofrenda a la sociedad “algo que perder”.
Fernández no repara en esos matices y descubre en este presente destellos de una era dorada. “Les pido que sigamos en esta misma senda. Que no los confundan”, les dijo a los obreros a los que obligó a parar en defensa de la obra pública, en Merlo.
Es perseverante: a principios de año fracasó en convencer a sus propios partidarios, que lo obligaron a retirarse anticipadamente de la carrera por la reelección.
¿Será esta la ayuda que puede darle a Massa en su carrera hacia el ballottage? Difícil saberlo: al candidato el miércoles se le pintaba de negro por la publicación del índice de precios de agosto, que cerró en 12,4%. Todo un récord que acaso impulse al Presidente a organizar la próxima huelga a sí mismo.
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