Lamentable diatriba de un Presidente que fue
Alberto Fernández dio un ramplón discurso de campaña que intentó lo imposible: mostrarse como un hombre moderado y, al mismo tiempo, como un fiel discípulo de Cristina Kirchner
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Por momentos, se extrañó los discursos de Cristina Kirchner. No por sus contenidos, todo obsoletos, sino por su capacidad oratoria y por el manejo de la actuación en el escenario político. Si no hubiera sido por los minutos en que Alberto Fernández se convirtió en un hombre violento y desaforado para referirse a la Corte Suprema y a la Justicia en general, su último discurso ante la Asamblea Legislativa habría dormido a los legisladores y a los argentinos que se animaron a verlo por televisión. Un ramplón discurso de campaña que intentó lo imposible: mostrarse como un hombre moderado, según dijo, y también como un fiel discípulo de Cristina Kirchner, que es inmoderada, se la mire por donde se la mire.
La rabiosa embestida contra la Corte Suprema de Justicia por sus recientes fallos (la coparticipación de la Capital Federal y la inconstitucionalidad del Consejo de la Magistratura) delante de los propios jueces de ese tribunal –a quienes no se privó de señalar con su perenne dedo-, exhibieron a un presidente que perdió la dignidad de un jefe del Estado, a un mandatario tan enmarañados en sus extravíos que solo profundizó su descrédito social. Nunca un presidente había llegado a tanto cuando se refirió a la cima del Poder Judicial en el acto institucional más importante del año, como es la apertura de la sesiones ordinarias del Congreso.
El único momento en que el Presidente acude al Parlamento para rendir cuentas del estado de la Nación. Néstor y Cristina Kirchner maltrataron a los jueces desde ese sitial, pero nunca con el grado de furia que lo hizo el viejo profesor de la Facultad de Derecho. La fe de los conversos requiere siempre de patéticas sobreactuaciones. Las puertas de la facultad se le cerraron ayer para un eventual regreso.
Gestos inútiles todos. Cristina Kirchner no lo quería ahí para que se peleara con los jueces (para eso ya está ella), sino para que le resuelva sus graves problemas judiciales mediante su amistad con jueces federales y con los magistrados de la Corte Suprema. Amistades que tuvo y que ya no tiene. En la Corte Suprema era amigo o conocido de tres de los cuatro jueces supremos (la excepción es Carlos Rosenkrantz, a quien, sin embargo, elogió por su formación jurídica cuando era candidato presidencial). Varios magistrados del fuero federal penal -que son los que resuelven los casos de corrupción política- también figuraban en su agenda personal. No le queda ninguno. El colmo de su diatriba llegó cuando dijo que hizo “todo lo republicanamente posible” para reformar la Justicia y no pudo lograr nada. ¿Qué significa hacer todo los republicanamente posible? ¿Ante quién se estaba justificando? ¿Acaso Cristina Kirchner le pidió que rompiera definitivamente la estantería de la república para cambiar a los jueces que la juzgan?
La reacción de la Justicia
La Corte Suprema debatió el martes si aceptaba o no aceptaba la tardía invitación (ya una descortesía por sí sola) del Gobierno para asistir al discurso de Alberto Fernández. Al final, resolvió que irían el presidente y el vicepresidente, Horacio Rosatti y Rosenkrantz, en representación del cuerpo. ¿Fue un error, sobre todo después de que el propio Presidente anunciara el juicio político a la Corte en su mensaje de año nuevo? Hay varias respuestas a esa pregunta. La Corte se negó, en primer lugar, a representar la imagen de que fuera ella la que rompiera con el Poder Ejecutivo. Además, quería mostrarse en ese lugar en defensa de los jueces de las instancias inferiores, tan vapuleados como ellos por Alberto Fernández. Si hubieran abandonado la sesión en medio de la agresión habrían sido motivo de una eventual recusación en casos en los que esté involucrado el Gobierno.
La Asamblea Legislativa no solo reúne al Presidente y sus seguidores; también están los opositores de distintos signos políticos. ¿Por qué la Corte les daría la espalda a estos también? Debe consignarse al mismo tiempo que los jueces supremos nunca imaginaron, según trascendió en medios judiciales, el nivel de la ofensa presidencial ni la catarata de insultos que se abatiría sobre dos hombres que estaban solos y que no tenían ni siquiera el derecho a réplica. Fue un acto de brutal humillación no a dos jueces, sino al Poder Judicial en su conjunto. Eso es lo que pone fin de hecho a la gestión de Alberto Fernández, aunque le queden todavía diez meses de mandato presidencial.
Por recitar el decálogo de fobias cristinista, recitó también la diatriba contra los medios periodísticos, a los que acusó de cómplices de los jueces y de innominados intereses empresarios para inculpar a Cristina Kirchner. Habló de lawfare sin hablar del lawfare. Mintió sin rubor. Dijo, por ejemplo, que bajo su mandato nunca se había perseguido a periodistas. Debe recordársele que su gobierno denunció penalmente a dos periodistas, con probables condenas de cárcel, por revelar que existe una “mesa militar” en los servicios de inteligencia del Estado, según una denuncia de la oposición. La denuncia penal recayó sobre el periodista Daniel Santoro y sobre quien esto escribe. Nunca desmintió, ni él ni su gobierno, que esa mesa existe. Más aún: los dos últimos pedidos de informes de la oposición sobre esa cuestión no fueron respondidos nunca. Esa una aceptación implícita de la denuncia opositora. Tres leyes (la de seguridad interior, la defensa nacional y la de inteligencia) prohíben que los militares hagan inteligencia interna. Esas leyes podrán ser buenas o malas, pero son las que están vigentes.
Otra mentira
También dijo que su gobierno nunca se metió en las conversaciones privadas de los argentinos. Volvió a mentir. ¿Cómo se supo que existió una supuesta conversación telefónica entre el ministro de Justicia y Seguridad de la Capital en uso de licencia, Marcelo D’Alessandro, y el más cercano colaborador del juez Rosatti, Silvio Robles? Por una filtración de pinchaduras telefónicas que se difundió en medios periodísticos cercanos al Gobierno. Esa es la prueba que explica quién es el responsable de las pinchaduras y de la filtración. Esa conversación fue desechada por el juez Sebastián Ramos, quien se negó a investigar una causa basándose en un hecho ilegal, como es la intervención de teléfonos privados. La misma posición que Ramos había tenido previamente el fiscal Carlos Stornelli, razón por la que este fue convocado por la comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados, dominada por una estrechísima mayoría kirchnerista. Stornelli se negará a participar de ese show inconducente (la ley lo protege), pero resalta sobre todo el uso y abuso de información sobre la vida privada de los argentinos. Hizo mención también al viaje a Lago Escondido de jueces y ejecutivos de empresas de telecomunicaciones. Lo que no dijo es que de esa excursión patagónica también participó quien era su jefe de asesores, Julián Leunda. De todos modos, la noticia de ese viaje se difundió también por medios kirchneristas y con una foto del grupo en el aeropuerto de Bariloche, captada por las cámaras de seguridad de la estación aérea. ¿Quién tiene el control de esas cámaras? La Policía Aeroportuaria, que es un organismo que depende directamente del Gobierno. Haya sido la Policía Aeroportuaria o la fiscalía de Bariloche la que hizo trascender esa foto, según asegura la propia PSA, lo cierto es que fue un organismo directamente dependiente del Gobierno el que tuvo antes que nadie la foto de un viaje que el Presidente llevó ayer al principal recinto del Poder Legislativo en la ceremonia institucional más importante del año. ¿Dónde está, entonces, el Gobierno que no se mete en las conversaciones telefónicas ni en la vida privada de los ciudadanos, como aseguró Alberto Fernández? No está, simplemente.
No vale la pena detenerse en los largos párrafos que le dedicó a la economía porque describió un país que ningún argentino percibe. No pronunció una sola vez la palabra inflación, y tal negación relativiza y deforma todos los datos económicos y estadísticos que expuso. Solo cabe mencionar, como un dato preocupante, que para Alberto Fernández el capital privado es un demonio que debe ahuyentarse o, en todo caso, un “negocio de amigos”. Es el rótulo que el kirchnerismo le puso al gobierno de Mauricio Macri, solo porque durante el gobierno de este hubo una importante inversión en energía y Alberto Fernández no tuvo ninguna inversión privada significativa a lo largo de su mandato. O también porque comenzó la campaña electoral y Alberto Fernández ve en Macri a un serio opositor. Peor que todo eso: se quejó del nuevo “impulso privatizador” que existe en la política y a renglón seguido hizo una apología de las empresas estatales. Aerolíneas Argentinas fue el caso en el que más se detuvo, aunque nada dijo del cuasi monopolio en el negocio aerocomercial que sufren los argentinos. Derrapó en el mismo caso porque dio cifras distintas del déficit de la aerolínea de bandera que tiene el propio Ministerio de Economía, supuestamente bajo su control.
Su confusión intelectual y política es de una dimensión indescriptible. Citó dos veces al papa Francisco, como si fuera un referente suyo, y luego elogió la decisión de su gobierno de imponer el aborto en el país. El Pontífice es un militante contra el aborto desde mucho antes de convertirse en el jefe universal de la Iglesia católica. Por algo, el Papa nunca más lo volvió a recibir a Alberto Fernández en el Vaticano, a pesar de la profesión de fe que hace permanente el Presidente en el más importante líder religioso del mundo. Otra paradoja apareció cuando Alberto Fernández se mostró, después de todo lo que había dicho entre falsedades e insultos, dispuesto a un diálogo político y al debate de ideas. ¿Diálogo con quién y cuándo? No es posible un diálogo serio en tiempos electorales, como los actuales, y mucho menos con un Gobierno que profesa ideas rupturistas del sistema democrático. El abogado Bernardo Saravia Frías acaba de escribir a propósito: “Plantear un diálogo ahora es un modo de aceptar de antemano un sistema de compromisos, de democracia corporativa. También una regresión atávica a tiempos preconstitucionales”.
En síntesis, ¿puede haber diálogo con un Presidente que aseguró que a su vicepresidenta y mentora la quieren inhabilitar política y electoralmente? A Cristina Kirchner la condenó un tribunal oral a seis años de prisión por hechos de corrupción durante su gobierno; la inhabilitación para ejercer cargos públicos es inherente a esa condena, no un antojo de los jueces. No está inhabilitada ni proscripta para participar, como candidata a lo que quiera, en las elecciones de este año porque esa sentencia no está firme. La condición definitiva de esa condena contra la expresidenta requiere de, al menos, dos o tres años más, luego de que dictaminen la Cámara de Casación Penal, el más alto tribunal penal del país, y la propia Corte Suprema. Tantos errores, semejante agresión, el tamaño de un pésimo espectáculo institucional hacen de Alberto Fernández un presidente que ya fue.
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