La victoria fraguada de Alberto Fernández
El Presidente solicitó la complicidad de la ciudadanía para un inventario de ficciones
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Julio María Sanguinetti suele recordar que en 1996, cuando Felipe González perdió las elecciones, lo llamó y le dijo que la suya había sido “una derrota con sabor a victoria”. Sanguinetti cuenta que González no aceptó el alivio y le contestó que “la democracia consiste en una ética de la derrota”. Es una bellísima idea, que supone que la mayor virtud del demócrata no está en poder ganar sino en saber perder. Es decir, en saber inclinarse ante la mayoría cuando esa mayoría prefirió a otro.
La dificultad psicológica y moral que puede presentar esa aceptación es una señal del nivel de fobia al pluralismo que puede afectar a un dirigente. Alberto Fernández no consiguió superar ese límite. Con esa confianza que deposita en su retórica para cambiar cosas con palabras, justificó que el domingo celebró una victoria, inventando una nueva definición del fenómeno: “Triunfo no es vencer sino nunca darse por vencido”. Fue un ajuste, a regañadientes, a esa manifestación de intolerancia que había ofrecido el domingo por la noche. Con dos o tres actos más tal vez logre musitar una felicitación a los ganadores.
No debería sorprender lo de Fernández. Pertenece a una agrupación cuya líder se negó a entregar el bastón de mando a su sucesor, que había ganado en elecciones impecables. Era Mauricio Macri. Desde el balcón de la Casa Rosada, un día antes de irse, ella desarrolló la teoría de que los que habían votado por el nuevo presidente eran víctimas de los medios de comunicación, que habían implantado una patraña en sus cerebros a pedido de las grandes corporaciones, de los acreedores externos y de una Justicia espuria. La creencia en que los reveses electorales son culpa de la prensa está muy arraigada en el oficialismo. En 2009, después de perder ante Francisco De Narváez, los Kirchner impulsaron la ley de Medios, iniciando una pelea de seis años. ¿Se retomará esa estrategia? Carlos Zannini mira con interés una causa judicial, que se tramita en el juzgado Civil y Comercial de Juan Rafael Stinco, en la que se reclama la anulación de la fusión de Cablevisión con Multicanal, del Grupo Clarín.
La negación del éxito ajeno puede tener distintos grados y modalidades. Cuando en diciembre de 2007 Hugo Chávez tuvo un revés en un plebiscito, se dirigió a los opositores, enfurecido, en estos términos: “La de ustedes es una victoria de mierda; y la nuestra, llámenla derrota. Pero es de coraje”. Dos días después de perder en las primarias de 2019, Macri debió excusarse por haber dicho: “Si el kirchnerismo gana, es solo una muestra de lo que puede pasar. Es tremendo lo que puede pasar”. El martes 14 de agosto, rectificó: “Quiero pedirles disculpas por lo que dije el lunes; sepan que los entendí y que respeto profundamente a los argentinos que votaron por otras opciones”.
De un demócrata se espera lo que dijo el embajador Ricardo Alfonsín el lunes: “Felicitaciones a todos los ciudadanos y fuerzas políticas que participaron ayer en las elecciones y especialmente a Juntos por haber triunfado en ellas”. No lo que dijo el embajador Ricardo Alfonsín el martes: “Este domingo han obtenido apoyos mayoritarios las fuerzas neoliberales de la oposición. Para los que soñamos con sociedades + justas, + equitativas, + igualitarias, obviamente, esa no es una buena noticia. No son estas las ideas que más contribuyen a ello. Lo prueba la historia”.
Más allá de su patetismo, estas incoherencias ponen de manifiesto una propensión de la política que es materia de debate desde Sócrates: la creencia en que se puede modificar la realidad solo con palabras. Esa ilusión, propia del pensamiento mágico, en Alberto Fernández aparece exagerada. Su discurso de este miércoles representó un esfuerzo gigantesco para crear una realidad virtual. Dicho de otro modo: el Presidente solicitó la complicidad de la ciudadanía para un inventario de ficciones. Lo primero que hay que consentirle es que ganó el Frente de Todos y no Juntos por el Cambio. Pero hay otros postulados que requieren también de la benevolencia del que escucha.
Uno de ellos es que ahora comienza una segunda parte de su administración, la verdadera. El concepto tiene un aire de familia con esa deliciosa resolución de la señora de Kirchner referida a lo que su pupilo lleva de mandato: “Este partido no se jugó”. Para aceptar este regreso del marcador a cero hay que compartir una premisa: el Gobierno no fue víctima de sus desaciertos, sino de la pandemia. Ese diagnóstico requiere una dosis altísima de amnesia. Hay que olvidar no solo los escándalos en el campo sanitario: desde el vacunatorio vip hasta las fiestas en Olivos, pasando por la pésima gestión de la inmunización. Tampoco deben recordarse los impuestazos iniciales; las promesas incumplidas del presupuesto-programa de Martín Guzmán; el fracaso de la reestructuración de la deuda privada; la suspensión de las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional por la negativa a reducir el subsidio al consumo de energía; la intervención y desintervención de Vicentin; la adhesión a los insultos del Grupo de Puebla a gobiernos vecinos… Ninguna de estas acciones, cuyo olvido necesita el Presidente, tiene relación con una fatalidad sanitaria. La enumeración podría continuar. Pero, para sintetizar, lo más práctico es remitir a la última carta de la vicepresidenta, que contiene un retrato muy realista de la administración.
La segunda colaboración que reclama el Presidente para acompañarlo en su celebración es no dudar de que la economía esté encaminada. No hay que preguntarse si el crecimiento, en realidad, no es un rebote en el nivel de actividad. Confiar en que esa recuperación no está impulsada por la marea de pesos que se arroja al mercado, acelerando la inflación y obligando al Banco Central a un endeudamiento cada día más riesgoso. Hay que cooperar, además, pensando en que la brecha cambiaria no deriva de este desaguisado monetario sino que expresa expectativas equivocadas sobre el futuro material. Alberto Fernández pide más: que las dificultades se atribuyan al perverso endeudamiento de la gestión Macri. Aquí hace falta también que falle la memoria: en cuatro años, Macri contrajo un pasivo de 70.000 millones de dólares; en cambio Fernández, en 22 meses, contrajo uno de 35.000 millones de dólares. Es decir, se está endeudando a un ritmo superior al del gobierno anterior. Siempre y cuando no se considere la deuda del Banco Central. Ahí el endeudamiento de Macri sería de 65.000 millones en cuatro años, y el de Fernández de 80.000 millones, en 22 meses. De nuevo la confianza en la capacidad de transformar realidades con palabras es llamativa. El Presidente culpa a Macri por una política que, en su caso, es mucho más empecinada.
La mayor connivencia que reclamó Alberto Fernández es que se asuma que él y Cristina Kirchner son la misma cosa. Ahí él está en un problema, porque la que debería ayudar con una adhesión es Cristina Kirchner. La última manifestación clara de la vicepresidenta fue aquella carta, en la que contó que mantuvo con el Presidente 19 reuniones de las que salió, en todas, engañada. En la que sugirió que él, a diferencia de ella, dice una cosa en privado y hace otra en público. Y que la política económica consistió en un ajuste que explica la derrota en las primarias. Estas palabras son las más difíciles de modificar con palabras.
No solo la señora de Kirchner debería adherir a lo que dijo el Presidente. Él mismo, y su entorno, tendrían que reconciliarse con ella. Porque el acto que se realizó en la Plaza de Mayo cobijó una dimensión, subliminal, no explícita, de desafío a Cristina Kirchner y su grupo. Esa manifestación fue imaginada hace mucho tiempo. Solo le faltaba un contexto favorable. Primero se pensó en convocarla para después de las primarias. Fernández creía que el oficialismo se impondría en todas partes, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, donde esperaba superar a Juntos por más de 7 puntos. Sobre esa hipótesis tomó para sí, en exclusiva, la postulación de la candidata. Cristina Kirchner le dijo con total sinceridad a Victoria Tolosa Paz que ella no era su favorita. La derrota de las PASO obligó a reprogramar.
La segunda oportunidad para realizar lo que ocurrió este miércoles fue la embestida de un grupo de funcionarios subordinados a la vicepresidenta y a Máximo Kirchner, que ofrecieron sus renuncias para obligar al Presidente a reaccionar ante la catástrofe. Fue el miércoles 15 de septiembre. Ese día los gobernadores Ricardo Quintela (La Rioja), Sergio Uñac (San Juan), Gustavo Melella (Tierra del Fuego) y Alberto Rodríguez Saá (San Luis) llamaron a Fernández para respaldarlo. También llamó Manzur, todavía al frente de Tucumán. La CGT se pronunció a favor del mandatario. Y los movimientos sociales, con el Evita a la cabeza, convocaron a una movilización frente a la Casa Rosada para defenderlo. Era un 17 de octubre a favor de Fernández. O contra la vicepresidenta. Se disolvió porque un grupo de allegados al Presidente, entre los que se destacó Vilma Ibarra, plantearon que esa ruptura significaría un aislamiento sin solución para el Gobierno y, tal vez, su caída.
La plaza se pudo llenar. La plataforma política sobre la que se constituyó fue la misma. Movimientos sociales y sindicalismo tradicional, es decir, dos fuerzas que no confían en la orientación que Cristina Kirchner le imprime al oficialismo. Antes de realizar su ceremonia, Alberto Fernández recibió a gobernadores y al jefe de los intendentes de la provincia de Buenos Aires, Martín Insaurralde, quien fue recibido en la Casa Rosada como si fuera el verdadero gobernador. El sentido del movimiento quedó cifrado en un detalle: Máximo Kirchner y La Cámpora no convocaron a la movilización. Fueron invitados. Algo mejoró en la historia: a la otra juventud maravillosa se la echó del mismo lugar. En el “corralito” vip hubo dirigentes sociales, gremialistas y algún ministro ligado a Fernández. Del kirchnerismo, nadie. Debía notarse que la “fiesta” era del Presidente.
La adulteración discursiva de una victoria fue el simulacro imprescindible para esconder mal las matemáticas: entre 2019 y el domingo el Frente de Todos perdió el 40% de los votos. Mentir un triunfo es una tosca licencia poética para permitir una movilización que muestre a Alberto Fernández con alguna fortaleza frente al gran desafío que tiene por delante. Ese desafío es conseguir que Cristina Kirchner lo acompañe en los ajustes que supone un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.
El Presidente y su ministro de Economía creen tener la solidaridad de la vicepresidenta. También la tuvieron en octubre del año pasado, hasta que quedó claro que un entendimiento exigía un aumento de tarifas superior al 30%. Ahora la exigencia es más dura porque la economía está más descalabrada. Es inevitable que el Fondo establezca condicionalidades (https://www.imf.org/es/About/Factsheets/Sheets/2016/08/02/21/28/IMF-Conditionality). La más previsible es que exija un programa económico que reduzca el déficit del 5% actual a alrededor de 3%. Esto supone licuar jubilaciones, tal vez a través de una devaluación; reducir subsidios energéticos mediante una suba de tarifas; y recortar los planes de obras públicas. Son decisiones antipáticas que, en un primer momento, dispararán más la inflación. Además, tendrán derivaciones monetarias y cambiarias que deberá enfrentar Miguel Pesce. Agravadas porque, dado el aumento del precio internacional de los hidrocarburos, habrá que utilizar más reservas para producir energía con combustibles importados. ¿La señora de Kirchner sabe que está dando su apoyo para algo que, con mínimas variantes, implica decisiones como estas? Fernández es, en rigor, un telefonista entre Washington DC y la presidencia del Senado. Sería de desear que no modifique, en este caso, el significado de las cosas.
Es la única pregunta política que se hacen los técnicos del Fondo: ¿la vicepresidenta aprueba? El acuerdo con la oposición es una cortina de humo para disimular la dificultad de este consenso interno. El Presidente sueña con conseguir la adhesión de un sector importante de Juntos por el Cambio para demostrar a los Kirchner, madre e hijo, que no serán denostados por la oposición si toleran el programa de recortes.
La técnica para alcanzar ese pacto es disparatada. Se convoca a una oposición a la que no se le reconoce la victoria. Y se excluye de manera expresa a Mauricio Macri. Solo alguien a quien no le interesa el acuerdo apuesta a esa manera de alcanzarlo.
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