La señal de debilidad que esconde el apriete a la Corte Suprema
Alberto Fernández fracasó en todas las reformas que se planteó en materia judicial y ahora da apoyo a la marcha kirchnerista contra los jueces para mostrar unida a una coalición que atraviesa tormentas internas
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Como parte del precio que pagó por ser elegido candidato a presidente Alberto Fernández asumió la condición de convertirse en un cruzado contra los jueces que investigaron a Cristina Kirchner y a los funcionarios de sus gobiernos. Fue una contorsión a cielo abierto que lo expuso a contradicciones grotescas con la línea argumental que organizó su discurso público durante los años en que actuó como arrepentido del kirchnerismo.
A lo largo de dos años de gestión traumática y tensiones manifiestas con su mentora, el Presidente encontró en el campo de batalla judicial un punto de encuentro de la familia disfuncional del Frente de Todos. Como un matrimonio separado que se junta para los cumpleaños del hijo. La marcha organizada por el ala extrema del kirchnerismo empezó como una expresión marginal que terminó resignificada por el sello institucional que le puso la Casa Rosada; una decisión personal de Fernández en horas críticas para la coalición peronista a raíz del preacuerdo anunciado sobre la deuda externa que pondrá al país bajo la tutela del Fondo Monetario Internacional (FMI).
Fernández acompañó el apriete callejero que convocan el condenado Luis D’Elía, el sindicalista con problemas legales Pablo Moyano y el juez militante Juan Ramos Padilla, mientras Cristina Kirchner lo castiga con el silencio por el pacto con el Fondo y Máximo Kirchner da un portazo brutal al renunciar a la presidencia del bloque oficialista de la Cámara de Diputados.
Lo que se exhibe como una muestra de poder esconde una monumental expresión de debilidad política: este oficialismo en estado deliberativo ya fracasó de manera sistemática a la hora de imponer sus proyectos de reformas judiciales, incluso antes de la pérdida de bancas que sufrió en las elecciones de noviembre. Ni los cambios en Comodoro Py ni la designación de un nuevo procurador general prosperaron. El gobierno que bendice la consigna de “echar a todos los jueces de la Corte” no llegó siquiera a ofrecer una opción para la vacante que dejó en noviembre la renunciante Elena Highton.
Incapaz de cambiar por las vías constitucionales aquello que en su visión “no funciona”, el Gobierno se pliega a la estrategia kirchnerista de arrastrar el debate sobre justicia al barro de las disputas políticas. La Corte es el blanco elegido en función del cúmulo de decisiones que debe resolver en causas de corrupción y conflictos económicos. Al convertirla en el enemigo, pretende degradar la respetabilidad de sus actos.
A Cristina Kirchner le preocupa sobremanera que el presidente de la Corte, Horacio Rosatti, encabece el Consejo de la Magistratura, el órgano clave en la selección y el control del Poder Judicial. Es una consecuencia del fallo con el que el tribunal declaró inconstitucional la reforma que ella impulsó en 2006, salvo que se alcance un acuerdo político para sancionar en los próximos meses una nueva ley. La oposición -que también se unifica en estas guerras- se juramentó no ceder a las presiones del Frente de Todos para avalar en sesiones extraordinarias el proyecto del Poder Ejecutivo.
Los jueces de la Corte aparecen recurrentemente en las diatribas de Cristina. Resignada a que no los controla, pide a los suyos que los esmerilen cada vez que puedan. El ministro de Justicia, Martín Soria, creyó ganar puntos cuando visitó a los cuatro jueces y les leyó un manifiesto en el que los acusaba de lentitud e inoperancia. Su segundo, el cristinista Juan Martín Mena, fue quien dio el primer aval explícito a la marcha. Y la jefa de los servicios de inteligencia, Cristina Caamaño, se le sumó días atrás en busca de contentar al sector mayoritario de la coalición que la acusa de no ser lo suficientemente proactiva en la autopsia de la gestión macrista del espionaje estatal. Moyano ofreció apoyo logístico para llenar la Plaza Lavalle por sugerencia de un emisario de la vicepresidenta, aun cuando le costó enfrentarse a sus socios en la cúpula de la CGT.
Cristina robusteció la marcha con sus declaraciones en Honduras, cuando dijo que “ya no hacen falta golpes militares, ahora hay que conseguir jueces educados en comisiones y foros”. Ella combina la cantinela del lawfare con pacientes operaciones que le permitieron encadenar éxitos legales para ella y los suyos, como el inusual sobreseimiento sin juicio en la causa de los hoteles o el fallo absolutorio para Cristóbal López en el caso Oil. La marcha del 1-F también tiene un papel en ese juego de maniobras subterráneas. El horizonte está lejos de despejarse y la pérdida de poder es una “soga al cuello”, para citar la metáfora presidencial sobre el FMI.
La indignación kirchnerista en esta materia es en defensa propia. No puso el mismo énfasis para exigir un mejor acceso a la Justicia de los sectores más desprotegidos de la sociedad ni para exponer la inacción de los tribunales (y por supuesto la política) ante el escalofriante avance de los narcos en Rosario.
Antes y después
Atrapado en el juego de equilibrios imposibles, Alberto Fernández alentó la marcha como quien ansía una pausa para fumar. Argumentó que la Corte tiene “un grave problema de funcionamiento” que “impone revisar sus mecanismos de trabajo, el número de integrantes y división de tareas”. Llegó a decir que el tribunal entró en un proceso de “degradación moral” desde que Macri nombró en comisión a Rosatti y a Carlos Rosenkrantz.
Nadie fue más enfático que él mismo en la refutación de esa idea. En abril de 2016 dijo que Rosatti y Rosenkrantz eran “jueces probos” cuya “integridad moral y técnica nadie puede cuestionar”.
Decía también en aquellos tiempos iniciales del gobierno de Cambiemos -él era operador político de Sergio Massa- que la Corte tenía que mantenerse en cinco miembros, que las propuestas de ampliación del número de jueces y la división en salas era “una fantasía en parte impulsada por una idea teórica de (Eugenio) Zaffaroni”. En una entrevista con la Televisión Pública afirmó: “No es así la lógica constitucional. La Corte debe tener cinco miembros, debe funcionar con cinco miembros y deben ser miembros tan probos como los que están y tan probos como los que está proponiendo Macri. Está mal pedir más miembros. La Corte es una institución del país”.
Tres años antes había sido uno de los voceros más filosos de la oposición al proyecto de reforma judicial que Cristina Kirchner intentó imponer en su segundo mandato. “La democratización de la Justicia es una mentira. No tenemos que elegir jueces por su ideología. Yo creo que es un espanto, no debemos permitir que ocurra, no sé a quién se le ocurrió semejante disparate”, dijo el político que entonces nadie soñaba presidente, en relación con la idea de la época sobre la necesidad de que los miembros del Poder Judicial tuvieran algún respaldo electivo.
En ese momento clamaba por el respeto de la independencia de los poderes y advertía sobre el riesgo que implicaba el constante asedio político sobre los jueces. Solía apelar a una frase que hoy bien podría robarle la oposición. “El tema de la Justicia tiene que unirnos a todos”.
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