La semana en que Axel Kicillof fue presidente
Se entiende que Alberto Fernández se ofusque ante las imputaciones de haberse convertido en el ejecutor de políticas, medidas y decisiones que impulsan Cristina Kirchner y Kicillof: su autoridad está en juego
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La frase y el gesto tienen destino de antología (además de meme). Dicen mucho más que lo que se quiso expresar y ofrecen inquietantes connotaciones. “A mí, la rebelión no”, soltó ofuscado y dedo índice en ristre Alberto Fernández después de las casi dos horas de improductiva reunión con Horacio Rodríguez Larreta.
Lo que pretendió ser una manifestación de autoridad fue una expresión de impotencia, que anoche la Justicia porteña magnificó a extremos inquietantes al hacer lugar a un planteo de padres “rebelados” y ordenar a la ciudad de Buenos Aires que asegure el dictado presencial de clases. “De profesor en jefe pasó a celador en jefe”, observó una aguda analista en un mensaje que rápidamente se hizo viral.
El admonitorio “a mí, no” resultó el corolario natural (o previsible) de la semana en la que Axel Kicillof fue presidente. Es una hipérbole, vale aclararlo, que Fernández se autoinfligió y transformó en un retrato verosímil en ese mismo instante.
Un breve flashback permite visualizar con claridad esa transmutación entre jefe del Estado y gobernador provincial, tanto como lo expone una escena posterior.
Empecemos por el final. La ausencia de datos concretos y la artillería de argumentos conceptuales que Fernández exhibió en la incómoda reunión con Larreta, para defender la más controvertida de sus decisiones (cerrar las escuelas), tuvieron horas más tarde un oportuno (y sugestivo) refuerzo estadístico.
La dramática aceleración de los contagios de Covid-19 que el Presidente esgrimió para avanzar con las restricciones antes de que se venciera el plazo de las que estaban vigentes fue confirmada por el parte cotidiano de la pandemia del Ministerio de Salud, rápidamente amplificada por el equipo de comunicación del oficialismo. En solo veinticuatro horas los contagios habían saltado de 24.999 a 29.472, que de inmediato se transformaron en el trágico y emblemático número de 30.000. Un aumento del 20% de un día para otro.
El empinado crecimiento en solo 24 horas servía para justificar la decisión del Presidente y sostener el relato de que lo hizo alarmado por la explosiva evolución de la pandemia, y no porque había sucumbido a la presión asfixiante, en público y en privado, que venía ejerciendo Kicillof para que se ampliaran las restricciones. La demanda incluía, expresamente, la suspensión de las clases presenciales, que hasta los titulares de Salud y de Educación de Fernández consideraron innecesaria e injustificada hasta horas antes del anuncio del nuevo decreto con las prohibiciones. El sindicalista Roberto Baradel se había convertido así en el ministro de Educación de facto de la nueva semana presidencial.
Lo que nadie aclaró y sirve para reforzar suspicacias es que los testeos habían saltado de 70.299 el jueves a 120.904 el viernes. Un aumento de 70% de análisis, que matiza mucho el alza del 20% de los contagios en el mismo período. Estos números indican que el porcentaje de contagiados sobre el total testeado fue de 35,56% el jueves y que bajó a 24,37% el viernes. Más que una explosión de contagios es una explosión de testeos. Son cifras oficiales que pueden verificarse en la página de la cartera sanitaria.
El uso discrecional (o la manipulación comunicacional) de las cifras repuso imágenes de otra época. De aquellas en las que el ahora gobernador y entonces ministro de Economía se negaba a dar cifras de pobreza “para no estigmatizar” a los pobres. Ahora la difusión arbitraria de los números parece hacerse para justificar a los que ejercen el poder político. Cambios de época.
Yendo unas horas y días para atrás, este episodio de connotaciones kicillofistas se ata sin necesidad de contorsiones narrativas con la especialidad del gobernador: la economía, en la que empiezan a agudizarse manifestaciones de retroceso del albertismo nonato.
El día anterior, el Indec había dado la pésima noticia de que la inflación de marzo llegó al 4,8%. En manos del riguroso Marco Lavagna, el instituto de medición se limitó a reflejar la palpable realidad del incremento generalizado de precios, a diferencia de otras épocas. En beneficio de Fernández hay que decir que Lavagna asegura no haber recibido ninguna llamada para maquillar el resultado del relevamiento. Pero una funcionaria nacional que expresa el pensamiento vivo de Kicillof volvió a desempolvar las mismas recetas que se aplicaban cuando este tenía el control de la gestión económica (que no es lo mismo que el control de la economía).
La secretaria de Comercio Interior, Paula Español, sacó otra vez de su austera caja de herramientas el martillo y la pinza para achatar precios y ahogar exportaciones. Nada muy sofisticado que ya no se haya usado. Y fracasado varias veces. Las aclaraciones posteriores de la Casa Rosada no modificaron temores de productores, fabricantes y comerciantes. La analogía con la pandemia es inevitable. Lo que unos anticipan otros lo terminan cumpliendo. Es tendencia.
Para seguir completando el cuadro de su relevancia, el preferido de la vicepresidenta Cristina Fernández había blanqueado en los días previos lo que siempre se supo, pero nunca se había reconocido públicamente: que fue él el factótum de la llegada al país de la vacuna Sputnik, una de las pocas tablas a las que se aferra el oficialismo en medio de la segunda ola de la pandemia. La admisión (autopropaganda) de Kicillof se produjo justo cuando el incumplimiento de las promesas presidenciales sobre el plan de vacunación se ponía en evidencia y desesperaba al oficialismo ante la disparada de los contagios. Poco antes, LA NACION había revelado que Uruguay estaba inmunizando con las vacunas de Pfizer que la Argentina había dejado pasar. Algo más que problemas de coordinación y comunicación. También de gestión y de política.
Se entiende que Alberto Fernández se ofusque ante las imputaciones de haberse convertido en el ejecutor de políticas, medidas y decisiones que impulsan Cristina Kirchner y Kicillof. Su autoridad está en juego.
Para remedarlo dice estar convencido (autoconvencido) de que las decisiones que adopta son las apropiadas, jura que nadie se las impone. Para reafirmarlo sobreactúa gestos de autoridad, que logran el efecto contrario; hace propios argumentos que otros venían exponiendo con anterioridad, sin conseguir que se borre el copyright; corporiza crispados ademanes que en el imaginario popular no le pertenecen a él y antepone conceptos (o clichés) a los datos duros, a los que un gobierno de científicos debería aferrarse. Evidencias complicadas.
El diálogo de sordos que mantuvo con Larreta subraya la transformación de aquel presidente consensual, del otrora didáctico profesor de las filminas y empático protector de la vida y la salud de los argentinos, en este celador adusto que, sin previo aviso (ni siquiera a los propios), modifica decisiones y criterios, que no explica las razones de la desautorización a los ministros de áreas específicas ni aclara por qué contradice la opinión de muchos de los mismos expertos con los que hasta hace poco buscaba legitimar sus decisiones. Como si no necesitara hacerlo o hubiera olvidado lo que la sociedad le reconocía hasta octubre pasado. Por el contrario, Fernández se malquistó con casi todos, disparando imputaciones insostenibles hacia muchos de quienes deberían ser sus apoyos: personal de salud, instituciones sanitarias, madres y padres de escolares y personas con capacidades especiales, alumnos, comerciantes, etc. Recitó un manual de prejuicios.
Tres millones de dosis
La apuesta sigue siendo la misma, aunque ya Fernández se haya gastado buena parte de su capital político y simbólico. Todo está jugado a la llegada de millones de vacunas en mayo que le permitan recuperar la credibilidad y la confianza de una población cada vez más desolada, para la cual la esperanza de la inmunización es una de las últimas gotas de su desolado tanque de reserva anímico. El objetivo es retardar todo lo posible las trágicas consecuencias del tsunami del que habla Kicillof. Es lógico, razonable, defendible e indiscutible, entonces, que se adopten nuevas restricciones. El tema es cuáles y cuándo, cómo se comunican y cómo se las hace cumplir.
La ilusión presidencial se alimenta de la nueva promesa del laboratorio AztraZeneca de que esta vez la vacuna de Oxford sí llegará, después de los numerosos retrasos que sufrió por distintas y atendibles causas. Los directivos del laboratorio aseguran que el próximo mes arribarán a la Argentina tres millones de dosis. Maná en medio del desierto. Como la cosecha de la soja para el Banco Central. Pero la historia enseña que no hay que gastar a cuenta, sobre todo cuando escasea el capital y el crédito.
El Presidente conoce el deterioro de su imagen en la opinión pública. También lo que dicen los factores de poder, que cada vez tienen menos pruritos para expresarlo. Es lo mismo que expresan muchos de quienes él llevó al Gobierno. Por estas horas abundan los ministros y funcionarios que ruegan con encontrar un lugar en las listas de candidatos a legisladores o irse a su casa sin más daños reputacionales. No es que ya no quieran seguir a tiro de decreto, sino a merced del destrato y el ridículo. Carla Vizzotti y Nicolás Trotta se sumaron en las últimas horas al retrato de Marcela Losardo en el que ninguno quiere verse reflejado.
Lo que dicen todos ellos es lo que expresan con crudeza los popes de algunos de los grupos empresarios más grandes de la Argentina: “El gobierno de Alberto está terminado”. Para evitar ser acusados de destituyentes, rápidamente aclaran: “No es Alberto lo que está en juego, sino que está acabado lo que él prometió ser y hacer o lo que les hizo creer a muchos de los que lo votaron”.
Las imágenes, gestos y decisiones de los días no mejoraron las percepciones. Por el contrario, para muchos se trató de la semana en la que Kicillof fue presidente. Demasiado temprano. Aunque limitados en cantidad y tiempo, un presidente siempre tiene recursos para revertir el curso de los acontecimientos.
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