La riesgosa tendencia a confrontar
El peronismo fue en la Argentina la primera expresión política que reconoció a los sindicatos como sujetos relevantes del sistema político, mientras que, al abrigo de un contexto económico inicialmente propicio, emprendía un fuerte proceso de redistribución de los ingresos. Todo ello fue valorado por los trabajadores y sus dirigentes y quedó impreso en su memoria histórica, proyectándose de igual modo sobre las generaciones ulteriores. Quedó como resultado un sólido vínculo emotivo y simbólico que perdura hasta nuestros días.
Ese primer rasgo se completa con otro no menos significativo: aquel reconocimiento, además de los valores que la inspiraran, fue una estrategia de poder y de gestión del Estado. En esta última condición, dio lugar -cada vez que el peronismo estuvo en el gobierno- a una secuencia de intercambios y compensaciones mediante recursos que alguna literatura de la ciencia política designa como "organizacionales"; son aquellos que favorecen directamente a los sindicatos y sus dirigencias y no siempre sirven del mismo modo a quienes aquellos representan.
A la vista de las experiencias de las últimas dos décadas, en las que esas compensaciones "organizacionales" fueron constantes pero en cambio varió notablemente el modo en que las políticas públicas se proyectaron sobre el sistema de protección del trabajo (limitándolo en los 90; fortaleciéndolo en los años que corren), me he atrevido a considerar a ese esquema como un orden "reversible": hoy puede acompañar a un proyecto de progreso; ayer y mañana, a uno que pueda o no serlo.
En tanto estrategia de gestión de Estado, ese segundo rasgo que la constituye en su más íntima dimensión, habría de manifestarse en un régimen de sistemática intervención estatal y, como su consecuencia, en un modelo de acción sindical tributario del Estado y demandante de una consistente vinculación con éste, al que necesita "propio" y adicto.
Da lugar, así, a un sindicalismo "estatalista", condición que se manifiesta tanto cuando se aproxima a un gobierno peronista (sacrificando tramos de su autonomía) como cuando confronta con un gobierno al que considera "ajeno", pues esta confrontación tiene por objeto facilitar un nuevo acceso de "su" partido al ejercicio del poder. Va sin decirlo que esas tendencias no dejan de ser riesgosas para la lógica institucional de la alternancia democrática.
Es esa dimensión "estatalista" la que explica el hecho de que, en la Argentina, el presidente peronista en ejercicio suela tener una influencia no menor en la elección de los máximos jefes sindicales. Sólo a modo de ejemplo habrá que recordar que Menem favoreció la sustitución de Saúl Ubaldini por parte de Guerino Andreoni cuando entendió que aquel no le garantizaba seguro acatamiento, y que Néstor Kirchner promovió la sustitución de los "gordos" al frente de la CGT por un triunvirato del que Hugo Moyano sería figura obviamente descollante, considerando seguramente que lo necesitaba para su proyecto de construcción de poder.
Puede entenderse, pues, que en la Argentina, como titulara hace un par de días La Nacion, "el Gobierno piensa [pueda pensar] en un reemplazo para la CGT" o que pueda creerse, casi como hecho propio de la naturaleza de las cosas, que la continuidad de un dirigente depende de que el presidente justicialista en ejercicio le sostenga o le suelte la mano.
En el marco de esas genéricas tendencias, el perfil de las personas y las situaciones de contexto no dejan de tener incidencia. Cristina Kirchner ha acumulado -por circunstancias de su tiempo, méritos propios y defecciones ajenas- un poderío sin precedentes en los procesos democráticos.
Hugo Moyano es un dirigente sindical de perfil y capacidades notables; recuérdese su perseverante y atípica permanencia con "los pies fuera del plato" durante largos años de gestión menemista y su condición de líder de un sindicato endógenamente poderoso, fortalecido por los nutridos y no pocas veces particularizados recursos de poder de los que el propio gobierno le ha dotado. La envergadura de semejantes contendientes -si es que decidieran seguir siéndolo- hacen difícil predecir el desenlace.
El autor es abogado y profesor plenario de la Universidad de San Andrés
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