La responsabilidad del poder y el silencio
La muerte del ex dictador Jorge Rafael Videla nos coloca frente a una cantidad enorme de preguntas difíciles, cuyas respuestas todavía están por escribirse.
Dos cuestiones (me) resultan particularmente inquietantes.
La primera: ¿hemos sabido dar, como sociedad democrática, una respuesta adecuada frente a las atrocidades cometidas por la dictadura?
La segunda: ¿contamos con reservas morales suficientes como para resistir una eventual nueva oleada de violaciones de derechos humanos?
En torno a la primera pregunta, hay una nota significativa que favorece el optimismo: la incansable batalla que dieron familiares de las víctimas, militantes políticos y sociales, y organismos de derechos humanos, en contra de la impunidad.
Esa batalla fue heroica muchas veces, y extraordinariamente meritoria en la totalidad de los casos. A todos los que lucharon decididamente contra la impunidad les debemos un eterno agradecimiento colectivo.
Dicho esto, luego aparecen las dudas, que marcan trazos pesimistas sobre nuestro recuento. Es preocupante saber que, desde el poder político y económico, tantas veces y con tanta fuerza, se haya trabajado por la impunidad.
Es preocupante que tantos hayan tranquilizado sus conciencias prontamente, encapsulando las culpas de las violaciones masivas en unos pocos, cuando las torturas y desapariciones se hicieron posible gracias a aplausos, silencios y complicidades socialmente muy extendidas.
Es preocupante que, en el camino de las necesarias condenas, muchos hayan aceptado resignar garantías elementales en torno a derechos del procesado y niveles exigidos de prueba. Es preocupante, además, que los valiosísimos juicios, por los modos en que fueron diseñados, hayan trabajado en contra de la obtención de información imprescindible, capaz de permitirnos saber quién hizo qué, o dónde quedaron los cuerpos de los que fueron muertos.
Es preocupante que la necesaria batalla contra la impunidad haya contribuido a instalar la idea que asocia la condena pública con la privación de la libertad, y la Justicia plena con la condena a perpetua.
Es preocupante que los juicios hayan sufrido la apropiación política que sufrieron, cuando habían llegado a ser motivo de orgullo y emoción compartida.
Optimismo y dudas
La segunda pregunta sigue un derrotero similar al de la primera.
Por un lado, optimismo: en numerosas oportunidades, nuestra sociedad ha mostrado capacidad para ponerse de pie, para pelear por sus derechos, para clamar por Justicia. Este hecho nos llena de esperanza, nos tranquiliza y nos da consuelo. Pero, luego, las dudas: El poder sigue siendo responsable de graves violaciones de derechos humanos, pero son muchos los que prefieren el silencio.
El poder sigue espiando, infiltrando y persiguiendo a organizaciones y militantes sociales, pero tantos sonríen a sabiendas y acompañan.
El poder roba descaradamente, y reprime casi cotidianamente a grupos de indígenas, ambientalistas, militantes de base, pero para muchos nada de esto es importante: se está dando la lucha contra las viejas violaciones de derechos.
¿Nos dice esto que nuestras reservas morales están intactas y preparadas para activarse frente a casos extremos?
¿O nos dice, en cambio, que el horizonte infernal de la dictadura sirve para justificar un actuar complaciente, frente a los agravios que los derechos humanos sufren en nuestro tiempo?
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