La receta de Portugal que Alberto Fernández celebra, pero no imita
El país en el que inició la gira europea se desmarcó de las recetas del FMI, pero nunca dejó de cumplir las metas acordadas; las diferencias económicas y políticas saltan a la vista
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El gobierno de Alberto Fernández tiene una inclinación natural a las comparaciones sin contexto. Dice que es como Joe Biden porque impulsa medidas económicas expansivas, sin aclarar que para empezar a hablar Estados Unidos emite dólares y no pesos. Justifica el pedido de poderes especiales para gestionar la pandemia en lo que hizo Angela Merkel, pero se salta los consensos que tejió la líder conservadora para incluir en una ley excepciones al férreo federalismo alemán (que apenas usó).
Portugal, donde el Presidente pasó las últimas 24 horas, es otro ejemplo al que le gusta recurrir. El país que se plantó ante el Fondo Monetario Internacional (FMI) y salió de una situación de emergencia económica con recetas propias, para sorpresa del mundo. “Tomo a Portugal como una gran referencia, porque ha vivido cosas como las que no tocó vivir a nosotros”, dijo Fernández en su paso por Lisboa.
Pero cuando el kirchnerismo menea la inspiración del “milagro portugués” elige ignorar un dato central de la estrategia asumida por el primer ministro socialista António Costa: el país abandonó la senda de la austeridad exigida desde el FMI, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea, pero aplicó un plan económico con el que sobrecumplió las metas fiscales pactadas con sus acreedores.
Portugal, por si hace falta recordarlo, no puede emitir moneda mientras esté en el euro y tiene niveles de inflación mínimos (0,5% interanual en marzo pasado)
No buscó, como la Argentina, una postergación de vencimientos. Ni mucho menos cambiar las normas que rigen la arquitectura financiera internacional, como exige Cristina Kirchner para armar un plan de pagos con el FMI a 20 años y como de manera menos específica planteó Fernández en el Palacio de Sao Bento.
Costa asumió con una frágil coalición de izquierda a finales de 2015 en un país que venía de cinco años de un ajuste fenomenal. El gobierno de centroderecha que lo precedió había gestionado un rescate financiero de 78.000 millones de euros (unos 90.000 millones de dólares) que lo salvó de la quiebra.
El líder socialista recibió Portugal con un déficit total del 4,4% (había tocado 11% antes del rescate) y lo llevó a 1,9% en sus primeros 12 meses. En 2019, cuando peleó y obtuvo su reelección, llegó al borde del equilibrio fiscal (0,1%). En el año de la pandemia, el descalabro de las variables lo convenció de planificar un rojo del 7% que al final dejó en 5,7%, entre críticas desde gremios y partidos de izquierda por la falta de ayuda suficiente a los sectores más golpeados por el freno de la economía. Portugal, por si hace falta recordarlo, no puede emitir moneda mientras siga en el euro y tiene niveles de inflación mínimos (0,5% interanual en marzo pasado).
Al éxito de Costa se lo retrató también como una “revolución tranquila”, al comando inicialmente de un ministro de Finanzas, Mário Centeno, que coronó su estrellato con la designación como presidente del Eurogrupo (el órgano informal que agrupa a los ministros de los países de la zona euro). Centeno resolvió congelar el gasto, no imponer nuevas medidas de austeridad y aprovechar para equilibrar las cuentas el repunte de la actividad que ya se había iniciado con el gobierno de centroderecha que aplicó el ajuste acordado con el FMI y las instituciones europeas.
Como medidas simbólicas, revirtió en parte recortes de salarios públicos y jubilaciones (habían sufrido un tajo de hasta 25%), subió el salario mínimo un 15% y paralizó proyectos de privatizaciones en marcha. Pero el “trabajo sucio” que achicó el peso del Estado y cambió las leyes laborales se tomó como “un hecho de la realidad” desde donde empezar una nueva etapa.
El premier que impulsó el ajuste desde 2011, Pedro Passos Coelho, perdió el gobierno pese a haber ganado las elecciones de 2015 con el 38,5% de los votos. Incapaz de formar una mayoría parlamentaria, se topó con la alianza inesperada que tejió Costa (segundo con el 32%) con el Partido Comunista y el Bloco de Esquerda, que crecieron al ritmo de la resistencia a las políticas del FMI. Una moción de censura le permitió al Partido Socialista regresar al poder con apoyo legislativo de la izquierda dura.
Ya en el poder, Costa se apoyó en un extraordinario boom del turismo y de la construcción, sobre todo a partir de inversiones extranjeras que aprovecharon los costos bajísimos de Portugal en relación con el entorno europeo. Las bajas salariales también lo convirtieron en un país de mano de obra barata, lo que subió la competitividad de su producción agroindustrial y, por ende, de las exportaciones. Es la cara menos reluciente del modelo. Hay trabajo, pero mal pago. Florecen proyectos inmobiliarios, mientras las clases medias son “expulsadas” de los barrios céntricos en Lisboa u Oporto.
Otra clave del resurgimiento de Portugal -y que implica otro espejo incómodo para Fernández- es la convivencia política entre diferentes: el primer ministro Costa (socialista) y el presidente Rebelo (centroderecha)
La batalla ideológica de Costa y Centeno impactó en Europa. Se propusieron demostrar que se puede redistribuir sin afectar las variables macroeconómicas, en un determinado contexto. Pero ambos reconocen implícitamente -con las medidas que no tomaron- que la plataforma para el despegue fue el orden fiscal heredado.
El caso de la legislación laboral es paradigmático. La derecha, por impulso del FMI, impuso una reforma que redujo notablemente la indemnización por despido y flexibilizó los tipos de contratación para resucitar la actividad privada. Costa gobernó entre 2015 y 2018 con esas normas. Las retocó después, con apoyo de su oposición de centroderehca y rechazo de sus aliados de izquierda. Retoques apenas: no modificó el cálculo de los despidos y se concentró en poner límites a la temporalidad de los contratos basura, además de imponer sanciones a las empresas que abusen de subterfugios para presentar a empleados como si fueran autónomos.
El impulso al crecimiento con una receta propia incluyó el recurso permanente al endeudamiento externo. Al mantener -y mejorar incluso- la senda fiscal acordada, Costa tuvo acceso al mercado a tasas bajas casi desde el principio. De hecho, tiene ahí otra alarma encendida: la deuda pública portuguesa supera los 270.000 millones de euros, lo que equivale al 133% de su PBI. El gobierno socialista había logrado una cierta reducción, que la pandemia impidió continuar. El coronavirus sacudió fuerte también al empleo a raíz del tremendo freno al turismo, principal fuente de ingresos del país.
Otra clave del resurgimiento de Portugal -y que implica otro espejo incómodo para Fernández- es la convivencia política entre diferentes.
Costa convive con un presidente de la República de centroderecha, Marcelo Rebelo de Souza, un hombre de extrema popularidad que dio la bienvenida a Fernández el día de su arribo a Lisboa. Costa y el profesor Marcelo formaron una suerte de “alianza anímica” que ayudó a sacar a los portugueses de la desesperanza en la que habían caído en los años del ajuste y el derrumbe económico.
Esa relación llegó a lo nunca visto: el Partido Socialista (PS) no apoyó oficialmente este año a ningún candidato a la presidencia, lo que allanó la reelección de Rebelo con el 60% por los votos. Costa, aunque se declaró imparcial, dejó entrever en varias ocasiones su deseo de que el actual jefe del Estado continuara en el cargo. No le importó la bronca que eso despertó en algunos sectores de su partido y en la candidata socialista que se presentó por libre, Ana Gomes, y sacó 12% de los votos.
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