La promesa de la convergencia digital
Se van a cuestionar las formas. Se dirá que el decreto de necesidad y urgencia no es la mejor vía legal. Lo usará el kirchnerismo residual para acusar al actual gobierno de "dictadura", como ya lo vienen haciendo con insistencia sus ultras. Y se afirmará que el republicanismo predicado en la campaña electoral por el presidente Mauricio Macri no puede ejercerse a decretazos. Todo eso podrá decirse, y con razón, sobre las formas. Y por eso muchos políticos, periodistas y académicos sentirán de nuevo la necesidad de mostrarse equidistantes y políticamente correctos.
Pero contra el cambio de fondo prometido hoy puede argumentarse poco y nada. La convergencia digital es una realidad en el mundo desarrollado (y también acá cerca, en Chile y Brasil), que ya piensa su regulación sin distinguir empresas telefónicas, de medios de comunicación audiovisuales o firmas tecnológicas que son potencias globales y cuyo negocio atraviesa el de los dos anteriores. Todos ellos participan hoy de un mismo sector que fluye por redes de banda ancha fijas (fibra óptica) o móviles (espectro) cada día más exigidas en su capacidad de transporte. Ya ni la distinción entre ese transporte y los contenidos es válida, cuando las telefónicas les piden a empresas como Netflix que paguen por el creciente ancho de banda que demandan, cuando tecnológicas como Google y Facebook se meten en el negocio de las telco para dar conectividad o cuando compañías como Telefónica o British Telecom se convierten en los principales compradores de derechos de televisión y programadores de eventos por sus propios canales. En esa lista, las que están más desfiguradas (y sean tal vez las más débiles) son precisamente las empresas tradicionales de medios de comunicación.
Con la consolidación de estos nuevos jugadores globales, la concentración -realidad que se enarbola como bandera para frenar cualquier reforma legal en la Argentina- deja de ser un fenómeno local y ya no puede pensarse a escala provinciana. Así leído, el tamaño del Grupo Clarín deja de ser el mayor problema. Pero si lo fuese, la solución no era partirlo en seis piezas para generar minimonopolios locales, sino abrir la competencia a jugadores de su escala (algo necesario además por el volumen de inversión que requiere la actividad). ¿Era aquello posible? Sí, las telefónicas están en condiciones de competir en la TV paga y los cables pueden hacerlo en la telefonía móvil si se dan las condiciones. Esos monstruos peleando entre sí ¿podrían ahogar a los actores más pequeños? No en un contexto digital como el actual (aun considerando su debilidad en la Argentina), donde emprendedores con pocos recursos han demostrado que pueden hacer frente a megacorporaciones que terminan queriendo imitarlos en sus procesos y flexibilidad para hacer negocios. Y tampoco en un país enorme y carenciado como el nuestro, donde actores pymes y cooperativos se volvieron imprescindibles para suplir la doble ausencia del Estado y del mercado.
La ley de medios argentina -como ocurrió con legislaciones similares en otros países de América latina- no cumplió ninguna de las promesas que, con ingenuo romanticismo en unos o cinismo extremo en otros, se hicieron en 2009, cuando se aprobó la norma. Las comunicaciones, sean las de los medios masivos o las interpersonales, son mucho peores ahora que hace seis años. Pocos países se dieron el "lujo" de tener apagones celulares como los que dejaron incomunicadas amplias regiones de la Argentina en los últimos años. Y la ley Argentina Digital (de telecomunicaciones) era apenas la creación de una megaautoridad, la Aftic, con potestad para dictar a su antojo las disposiciones que quisiera. El nuevo Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom) tendrá que aplicar ambas normativas, que se superponen (como quedó tragicómicamente demostrado en el caso del canal comunitario Antena Negra TV) hasta que se redacte una nueva ley de comunicaciones convergentes, algo poco probable con la actual composición del Congreso.
En este país enorme, la infraestructura de conectividad en el interior escasea de manera dramática. El Estado, que exige cada vez con mayor frecuencia subir declaraciones juradas y llenar formularios online, no desarrolló ni fomentó las redes necesarias. En los medios, lejos de haber más voces y estar más desconcentradas, los actores son los mismos, están más condicionados política y económicamente y en muchos casos dependen de la publicidad y los subsidios estatales para existir. A los sectores académicos que apoyaron la ley de medios les queda la coartada de que no fue el texto lo malo, sino su aplicación. Pero eso ya es historia contrafáctica. En otras palabras: ya sólo el hiperkirchnerismo defiende a Martín Sabbatella, que hasta las 11 de la noche del 24 de diciembre respondió en la Afsca a las órdenes directas de la ex presidenta Cristina Kirchner.
Hay mucho por hacer para garantizar los derechos a la comunicación, la información, la cultura y el entretenimiento. Todo eso es hoy digital o simplemente no es. El camino es largo y exigirá nuevos consensos, un volumen de inversión extraordinario y la apertura a la competencia con la consideración necesaria de las asimetrías. La decisión de fondo anunciada hoy es apenas el primer paso para eliminar un corsé regulatorio que por razones de baja política frenó el desarrollo en estos ámbitos en los últimos diez años y dejó un Estado prebendario como actor dominante.
La vieja promesa de la pluralidad de voces no se cumplió. Ojalá que sí se cumpla la nueva promesa de la convergencia digital.
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