La Procuración tendrá un papel crucial en la aplicación de la reforma
El Ministerio Público es, desde la reforma constitucional de 1994, un poder autónomo del Estado. Tanto es así que hay quienes lo llaman el cuarto poder. Lo conforman la Defensoría Pública y la Procuración General. De esta última, venimos discutiendo desde la transición democrática sobre su autonomía: ¿los fiscales debían depender del Ejecutivo, como parte del aparato coactivo del Estado, o del Judicial y, por lo tanto, ser independientes de los poderes mayoritarios? La Constitución la reguló como poder autónomo y sus miembros gozan de cargos vitalicios. Es decir que es un poder que no se encuentra controlado por el voto popular periódico.
Hasta este proyecto de Código Procesal el sistema penal se maneja con el principio de legalidad: no hay libertad para que el Estado elija qué delitos perseguir, todos son iguales. El proyecto recoge las críticas a este principio (si se deben perseguir todos, sólo se persiguen de hecho los delitos más fáciles de investigar y de acusar: aquellos menos sofisticados, con imputados cuyos abogados cuentan con menos recursos defensivos).
Ahora los fiscales, en particular la procuradora, cuentan con el principio de oportunidad: podrán decidir cuáles delitos perseguir y cuáles no. Harán política criminal. Esta forma de trabajar proviene de la tradición anglosajona, en la cual la división del trabajo penal se divide en una parte que acusa, otra que defiende y un juez que garantiza las reglas del juego (gana la parte que convence al decisor, sea el juez o el jurado).
Sin embargo, en Estados Unidos los fiscales son, en su gran mayoría, elegidos por el voto popular. Los ciudadanos cada tanto votan la dirección de la política criminal y confían en que todo exceso será evitado por la defensa y los jueces.
Sin control
En nuestro país, desde la reforma que se está discutiendo, la Procuración decidirá sin control popular la dirección de la política del Estado en materia penal. El código que se está discutiendo (con las reformas introducidas ayer, en particular al artículo 88, que envían a "las normas que regulen su ejercicio" "la distribución de funciones de los miembros del Ministerio Público Fiscal") parece entregar todo el poder a la Procuración hasta que se dicten las normas que lo regulen.
Mientras, y como pasó con el Código Civil y las normas que regulan la responsabilidad del Estado, nos obliga a confiar en la autorrestricción de un poder que no responde a nadie.
De lo dicho no se debe seguir que esta reforma es inconstitucional. Sin embargo, su constitucionalidad dependerá de la regulación del Ministerio Público, teniendo en cuenta esta desarmonía entre la ingeniería de la Carta Magna y la decisión política de entregarles a los fiscales la decisión de llevar adelante la política criminal del Estado nacional. Es de esperar que esa regulación provea de mecanismos de deliberación pública, control político democrático, control ciudadano, transparencia y procesos de evaluación y monitoreo periódicos. Sin ellos, el actuar de los fiscales se apartaría de los ideales democráticos en los que habíamos acordado luego de nuestra larga noche de autoritarismo.
El autor es profesor de derecho en la Universidad de Buenos Airese investigador en Cippec
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