La política de la rabia y el mensaje de las armas
Hay datos preocupantes que ya hablan de una tendencia en marcha: es la trama de frustración, marginalidad, pobreza y muerte dirigidas a la política
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La percepción pública que cae sobre Cristina Kirchner se juega entre dos causas judiciales: la del atentado y la de Vialidad. Un hecho tan dramático como un atentado contra su vida no produjo una ola de empatía en sectores más amplios que los de su núcleo duro de votantes ni logró la mejora de su imagen pública, muy negativa: predomina, en cambio, la desconfianza y el descreimiento. Al mismo tiempo, la corrupción sigue pesando sobre su figura: en las encuestas, la mayoría la considera culpable de la corrupción en la obra pública. Por ambos lados, las noticias son malas para Cristina Kirchner. Ahora, ¿qué dicen sobre la Argentina? Está claro que la Causa Vialidad y su percepción pública es un síntoma de un problema estructural: de la corrupción endémica y del hartazgo de la sociedad ante ese problema que se instaló con el menemismo y aceitó su mecanismo y creció en escala durante la hegemonía kirchnerista. El debate pendiente gira en torno al otro hecho y su significado: el atentado. ¿Cuán revelador es de los vientos que soplan? La cuestión es si el intento de asesinato de la vicepresidenta es un hito en la historia de la democracia recuperada y en tal caso, de qué tipo de hito se trata.
Hay un análisis posible que pone el foco en el creciente protagonismo de las armas de fuego y su avance hasta el centro de la esfera pública. Hasta la esfera política, la vida cotidiana de una ciudad o la vida emocional de adolescentes y jóvenes. Es un asunto que da cada vez más señales de persistencia y agravamiento. El atentado resulta un nuevo mojón en la consolidación de ese problema. Más que hito, es continuidad y muestras de un mayor alcance de una trama a la que la política le escapa. Armas, jóvenes, marginación, pobreza y muerte pone sobre la mesa una cadena de sentido. ¿Qué significa esta instalación de las armas en la conversación pública, y en la vida social y política?
Por un lado, la imagen de la Bersa del atentado a centímetros de la cabeza de la vicepresidenta instala un tema: la rabia existencial y la violencia como su expresión, las armas como un medio para un mensaje, su disponibilidad y una nueva generación de marginados, la generación de los “copitos”, sin partido político, sin formación ideológica, sin saber histórico. Pero con enojo profundo.
“No me interesa mucho la historia. Soy bastante burro porque creo que hay que mirar para adelante. No sé qué pasó en los ‘70. Nunca estuve metido en política. No soy de derecha. Soy yo”. Así se expresa uno de los fundadores de Revolución Federal, Jonathan Morel, denunciado por la AFI en el caso del atentado, que desafía cualquier encasillamiento político.
El historiador y psicoanalista Hugo Vezzetti, un intelectual clave a la hora de pensar la violencia política en la Argentina, rechaza la interpretación que ve en el atentado el regreso de la violencia política precisamente por la precariedad ideológica de sus protagonistas. “No hay una organización que apunte a la violencia como una forma de la lucha por el poder”, explica.
Para el kirchnerismo, en cambio, desde el presidente Alberto Fernández hasta la vicepresidenta pasando por toda la coalición oficialista, el atentado es un hito político en dos sentidos posibles. O es una muestra del funcionamiento político de la oposición con su discurso del odio. O es una muestra de la ruptura del pacto democrático del ‘83, según la última versión interpretativa que alentó Cristina Kirchner. Es decir, el atentado es un síntoma del retorno de la violencia política a la Argentina. El problema o está en los otros, los opositores, o en toda la sociedad, es decir, en nadie: fuimos todos. Una causalidad que, en cualquiera de los dos casos, exculpa al propio kirchnerismo, que se libera de sus responsabilidades en el modo en que su gestión durante 14 de los últimos 19 años impactó en la vida social. Excluye la parte de su aporte a la consolidación de una sociedad fragmentada, desesperanzada y marginada.
Esa lectura oficialista, clásica en términos de la democracia, su ruptura y la irrupción de la violencia, deja afuera datos distintivos del atentado que obligan a relativizar matrices conceptuales propios de otros momentos de la Argentina. La edad de los involucrados, entre 21 y 35 años, es un dato elocuente. Todos jóvenes que coinciden cronológicamente con la crisis de 2001, la llegada del kirchnerismo, su hegemonía, la grieta, la crisis, la desazón pos Cambiemos y el estancamiento actual. Un ciclo de desilusión, desencanto, división y rechazo generalizado a la famosa casta política. La incapacidad de la custodia vicepresidencial para detectar agresores donde veía militantes habla de un equívoco: el desconcierto ante la agresión por parte de una juventud que el kirchnerismo creía propia y que ahora se coloca precisamente en la vereda de enfrente. La cultura de la marginalidad cruzada por la cultura de las armas.
Entre 2018 y 2019, la Agencia Nacional de Materiales Controlado, la Anmac, llevó adelante una encuesta sobre “Percepción de armas de fuego en la escuela secundaria”. Respondieron estudiantes de entre 13 y 24 años, la edad de alguno de los involucrados en el atentado. El 56 % de los alumnos encuestados tendría un arma de fuego en su hogar. En el caso de los varones, la cifra llegó al 68%.
Hace unos meses, el universo de la política ya había quedado atravesado por el tema armas: primero, en noviembre del año pasado, cuando se dio la polémica por el custodio armado de Milei, que amagó con desenfundar su arma sobre un escenario en un acto político en el Luna Park, hecho que el dirigente libertario condenó. Luego, en mayo de este año, por el discurso político de Milei a favor de la portación de armas. Con ese discurso, le llegó por primera vez una caída en su imagen positiva.
Por otro lado, el narco con epicentro en Rosario es otro nudo de esa trama donde se entrecruzan juventud, pobreza, desazón y armas. El crecimiento de los asesinatos con armas de fuego en esa ciudad y la naturalización del género “asesinato narco en casamientos u otros lugares” es otro punto a conectar en esa corriente de sentido que adquiere nuevo impulso con la Bersa de los copitos. Hasta fines de septiembre de 2021, el 87% de las víctimas de homicidio de Gran Rosario fueron varones de entre 15 y 34 años, pobres, ligados al narcomenudeo, todos asesinados con armas de fuego.
La vida emocional de adolescentes y jóvenes, sobre todo si son varones y pobres, está también atravesada por el uso de armas de fuego. En 2019, Unicef alertó que la tasa de suicidio se triplicó entre 1990 y 2016. Los más afectados son los varones de entre 15 y 19 años. En el ranking de los medios más utilizados, las armas de fuego estaban en tercer lugar. La crisis de 2001 implicó un salto en esa tasa. La otra crisis más actual, la de la pandemia y la cuarentena también está agravando esa estadística.
No todo hecho disruptivo genera una tendencia. En 2004, un adolescente de 15 años apodado “Junior” llegó a su escuela, en Carmen de Patagones, ingresó al aula de 1º B donde cursaba, disparó 13 veces una Browning 9 mm contra sus compañeros, hirió a cinco alumnos y mató a tres. Se trató del primer “school mass shooting” de la Argentina. También, de la primera y última, la única masacre escolar que experimentó este país. Ese hecho, tan conmocionante como puede serlo el intento de asesinato de una vicepresidenta, no tuvo secuelas en el funcionamiento de la sociedad. No anticipó un desarrollo posterior y la consolidación de un problema estructural.
En 1999, en cambio, Estados Unidos se enfrentó a un hecho que se convirtió en un antes y después, es decir, el inicio de una tendencia. Fue una masacre escolar que lo cambió todo. “Columbine shockeó a la nación. Ahora las masacres escolares sorprenden menos”, titulaba en 2017 el New York Times, a 18 años de Columbine, cuando dos adolescentes de quinto año entraron a su escuela, dispararon una pistola semiautomática TEC-9 y una carabina Hi Point, hirieron a 21 alumnos y mataron a 12 chicos de entre 15 y 17 años y a un profesor. Columbine inauguró todas las características que definirían luego a uno de los problemas estructurales más serios de Estados Unidos, las masacres escolares, entre ellas, la letalidad del tiroteo y la edad de los perpetradores, que anticipó una tendencia inquietante: desde 2018, 6 de las 9 masacres con armas de EEUU fueron protagonizadas por menores de 21 años; hasta 1999 y 2000, los asesinos solían tener entre 25 y 40 años.
El corrimiento de lo concebible en una sociedad llega de manera subrepticia. El sentido del atentado del 1 de septiembre se completará necesariamente en el futuro en cuanto a su significado político. Pero hay datos preocupantes que ya hablan de una tendencia en marcha: es la trama de frustración, marginalidad y violencia expresada en la rabia política, en los adolescentes narco asesinos o asesinados o en la desesperación y el suicidio. Falta que la política lo tome en serio.
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