La política, en el peligroso juego del conflicto sin salida
Nada es lo que parece, pero todo es lo que parece. La política argentina ha ingresado en una fase extrema de desconfianza (y negación) mutua entre oficialismo y oposición. A contramano de lo que dice preferir una mayoría social, que en todas las encuestas premia a los moderados, los disensos les sacan cada día un metro más a los consensos y los rupturistas aventajan a los dialoguistas.
La brecha entre dirigencia y sociedad civil parece agrandarse peligrosamente al compás de la profundización de la grieta política. Lo ocurrido en los últimos siete días en el Congreso de la Nación ofrece un ejemplo inquietante.
Después de la bochornosa sesión del jueves pasado en la que el Senado dio media sanción a la reforma judicial, la Cámara de Diputados quedó atrapada en un conflicto que se encamina a concluir en el cuestionado Poder Judicial. Una vez más, la judicialización de la política en medio de la politización de la Justicia. Como si no faltaran urgencias por resolver.
Si hasta hace muy poco la política nacional parecía atrapada en un laberinto del que le costaba salir para dar soluciones a las necesidades de la ciudadanía, todo indica que lo ha superado para internarse en un callejón sin salida a la vista. Consecuencia inevitable de la destrucción de la confianza entre los integrantes de los dos espacios mayoritarios.
Basta con escuchar a los actores en disputa para comprender que las discusiones concretas están atravesadas por un elemento superador que tiende a dominarlo y contaminarlo todo: la sospecha. Hasta viejos vínculos personales y políticos están en crisis. Nadie cree en lo que ve y todos están convencidos de ver lo que creen. La desconfianza en las instituciones de buena parte de la sociedad se ha trasladado a las relaciones personales dentro de las instituciones de la república.
Lo ocurrido en el cierre de la sesión del Senado aceleró el proceso. La imposición de una mayoría por encima de formas, usos y costumbres para aprobar un proyecto que el oficialismo fue modificando hasta instantes previos a ser votado minó definitivamente el difícil camino que la reforma judicial del Gobierno tenía por delante en Diputados. Al mismo tiempo, destruyó los escasos y frágiles puentes que existían con el principal espacio opositor, representado por Juntos por el Cambio.
Conviene repasar los hechos para visualizar mejor la crítica situación. El desdén con el que la presidenta de la Cámara alta, Cristina Kirchner, descalificó las objeciones del vicepresidente primero del Senado, Martín Lousteau, en el cierre de la sesión, puso en evidencia tanto la decisión de aprobar la reforma judicial a cualquier costo como la de privilegiar el conflicto por sobre el diálogo y la convivencia con la minoría. Ni hablar de intentos de acuerdo o consenso, que ya habían sido dinamitados desde la presentación de la iniciativa.
El proyecto de modificar la Corte Suprema, el Consejo de la Magistratura y el Ministerio Público, encargado a la "comisión Beraldi", más el proceso de acoso y derribo al procurador Eduardo Casal, lanzados en simultáneo con el anuncio de la reforma del fuero federal prenunciaban el conflictivo derrotero que se abría. No fue solo Cristina Kirchner quien eligió ese camino. El Presidente eligió, aceptó o se sometió a esa estrategia, sin importarle la opinión en contrario de muchos colaboradores. Alimento para todas las sospechas. Anticipo de nuevos problemas.
Resultaba inevitable que los conflictos se trasladaran a Diputados, donde aquella reforma deberá debatirse. Sin embargo, el presidente de la Cámara baja, Sergio Massa, no pareció tomar los recaudos para evitarlo. O confió demasiado, otra vez, en su capacidad de prestidigitador de voluntades.
Los 20 días transcurridos desde el último vencimiento del protocolo de funcionamiento de la Cámara durante la pandemia sin ningún llamado a la oposición para acordar su renovación o revisión hasta apenas horas antes de una nueva sesión no podían augurar un trámite sencillo. Menos aún cuando la sombra de la reforma judicial, rechazada por la oposición, se posaba como una mancha sobre este cuerpo y lo teñía todo.
Se necesitaban mucho trabajo y esfuerzo para que los opositores confiaran en las promesas de Massa de que en la Cámara baja habría un tratamiento diferente al del Senado y que no habría ardides para tratar de sancionar la ley de cualquier manera cuando el oficialismo consiguiera los votos con los que aún no cuenta. Al titular de Diputados le cuesta admitir que en su patrimonio la confianza es un activo que sigue estando en rojo. Motivo suficiente, aunque no excluyente, para que se dispararan las sospechas y se complicara cualquier intento de acuerdo.
Los opositores cambiemitas están convencidos de que la reforma se tratará apenas el oficialismo tenga alguna chance de aprobarla por los medios que sea, más aún con una sesión semipresencial, y que no hay garantías de que eso no suceda.
"Sergio [Massa] tiene juego, pero no independencia. Eso agrega más complejidad", agrega un oficialista que lo conoce mucho desde hace demasiado tiempo y que mantiene una buena relación con él. No lo convencen los gestos y pronunciamientos diferenciadores del cristinismo que suele hacer. Advierten que el capital de la sociedad del tigrense con Máximo Kirchner no tiene una distribución equitativa.
El complejo bicoalicionismo que domina la política nacional agrega otra dificultad. Lo ausencia de liderazgos indiscutidos en ambos espacios obliga a la construcción de equilibrios permanentes en cada fuerza y genera una dinámica de concesiones e imposiciones en la que todos se recelan y se sospechan. Terreno fértil para los extremos. Después de cada conflicto, los incentivos para el diálogo cotizan a la baja.
La reforma judicial desdibujó, además, las diferencias que podrían delinearse entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner. La búsqueda de su aprobación aun a costa de pagar precios elevados los mostró unidos sin fisuras.
La obscena creación hasta último momento de juzgados y cámaras federales a pedido de gobernadores a cambio de los votos de sus representantes en el Congreso no podía resultar una desmentida más concreta de la promesa presidencial de terminar con la injerencia de la política en la Justicia.
Los antecedentes dificultan la posibilidad de ver esos reclamos solo como búsqueda de soluciones para los problemas de los ciudadanos comunes de cada provincia. Aunque se diga lo contrario, Comodoro Py no es el peor de los problemas, sino el más visible y el más influyente en la política nacional.
La relación promiscua de miembros de la Justicia Federal con los poderes locales, más allá de la ciudad de Buenos Aires, solo puede resultar invisible para ojos porteñocéntricos.
La miopía se parece a la ceguera cuando ni siquiera se advierte que en muchos casos los límites entre delito, Justicia y política son tan permeables como las fronteras secas en algunas provincias. Sobran los casos. Son más que detalles de un entramado complejo, que prefiere obviarse. Es a todo o nada. O por todo.
Lejos de despejar el horizonte y allanar los acuerdos, el contexto favorece la desconfianza y el conflicto. Así, la mímesis que logran Fernández y Cristina Kirchner en asuntos diversos refuerza a los opositores más duros de JxC y tensiona a la coalición opositora.
El oficialismo, sin embargo, no ha logrado romper la unión cambiemita, sino, por el contrario, fortalecerla en la acción, a pesar de que no deja de intentarlo (o de desearlo) y de que entre los opositores abundan las rispideces internas.
Las tentativas por lograr la división son repelidas desde la oposición gracias a las concesiones que hacen los moderados del Frente de Todos a los sectores más duros. La acción siempre tiene una reacción equivalente a la fuerza que se ejerce.
Los ataques de la vicepresidenta a Horacio Rodríguez Larreta no amplían las fronteras del kirchnerismo, solo refuerzan los muros. Todo queda en el mismo lugar. O un poco peor. Los problemas, inevitablemente, se agravan, los conflictos se agudizan y las soluciones se alejan.
Pobreza, hambre, inseguridad, desempleo, recesión, ocupaciones de tierras, hartazgo social por los efectos de la pandemia son padeceres demasiado concretos para los ciudadanos comunes.
La disputa política no tiene chances de que resulte un espectáculo sino otro motivo de desasosiego. Todo es como parece. El juego resulta demasiado peligroso.
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