La oposición no debe subestimar las chances electorales del Gobierno
A primera vista el cuadro de situación parecería inequívoco. A un gobierno que enfrenta una caída del producto de alrededor del 10%, con inflación, desempleo y pobreza en aumento, en un contexto social donde predomina el pesimismo y el descontento, no le queda otro destino que ser derrotado en las elecciones.
Tampoco la matemática electoral parecería ayudar al Gobierno. La coalición peronista que regresó al poder en 2019 lo hizo sumando las voluntades de sectores identificados fuertemente con Cristina Kirchner con las de votantes culturalmente peronistas, pero desencantados con la figura de la expresidente. Este último sector social aportó entre un 15% y un 20% de los votos bajo la promesa de moderación, autonomía e independencia que manifestaba Alberto Fernández.
Tras poco más de un año de gestión, quedó claro que de moderación, autonomía e independencia hay poco. Cristina Kirchner impuso, en gran medida, su voluntad y agenda. Se hizo del control del Congreso Nacional y de buena parte de los principales cargos del gobierno. Se renovaron los ataques a la Justicia y a los medios de comunicación. Máximo Kirchner se convirtió en el presidente del bloque peronista de la Cámara de Diputados y próximamente del PJ bonaerense.La Cámpora se consolidó como la principal estructura política del país y ganó el manejo de las cajas políticas más importantes del Estado. Asimismo, se avaló (o al menos se permitió) que referentes K realizaran declaraciones que rememoraban los momentos más agresivos del kirchnerismo en materia política, económica y de política internacional.
No deben subestimarse las posibilidades electorales de un peronismo que llegaría unificado por primera vez en más de quince años a las elecciones de mitad de termino.
Según la última encuesta nacional que realizamos en Poliarquía Consultores, la imagen positiva de Cristina Kirchner entre los votantes peronistas mencionados anteriormente alcanza solo el 16%. Cabe preguntarse por qué este año renovarían su apoyo electoral al Gobierno, tras la promesa incumplida y la centralidad que ocupó la vicepresidenta en la marcha del Gobierno. Muchos dirigentes opositores se entusiasman frente a este interrogante.
Pero el entusiasmo no debe convertirse en confianza infundada y, menos aún, en una subestimación de las posibilidades electorales de un peronismo que llegaría unificado por primera vez en más de quince años a las elecciones de mitad de termino. Lo cierto es que Juntos por el Cambio, como principal fuerza opositora, tiene enormes desafíos por delante si quiere lograr una victoria electoral este año.
En primer lugar, habrá que determinar qué se entenderá por ganar o perder la elección. En el plano más factico lo que está en juego este año son bancas en el Congreso, y lo más probable es que Juntos por el Cambio termine teniendo menos que las que posee en la actualidad. Esto se debe a que en estos comicios se renueva los escaños de los diputados que ingresaron en 2017, cuando Cambiemos logró una extraordinaria performance electoral, imponiéndose en 13 provincias (incluyendo los cinco principales distritos del país) y realizando la mejor elección de mitad de termino para una fuerza no peronistas desde la conseguida en 1985 por el radicalismo de Raúl Alfonsín.
En segundo lugar, si ganar la elección no se interpreta como la mejora relativa en el número de bancas en el Congreso, sino como la lectura política que otorguen la suma de los votos, la coalición opositora tampoco lo tendrá fácil. En gran parte de las provincias del país el peronismo gana llueva, truene o salga el sol.
El surgimiento y consolidación de terceras fuerzas (genuinas o impulsadas por el oficialismo) pueden dividir al electorado opositor con mayor margen que en 2019.
Resulta difícil suponer, incluso si el contexto sigue empeorando, que Juntos por el Cambio logre triunfar en provincias como Tucumán, Formosa, San Juan, La Pampa, Santa Cruz, Chaco o Chubut entre otras. Para recuperar votos debe imponerse en las provincias de la franja central del país, pero sobre todo en la provincia de Buenos Aires, que -como es costumbre- acaparará la atención nacional. Allí, y específicamente en el Gran Buenos Aires, Cristina Kirchner concentra y mantiene su mayor caudal electoral y Alberto Fernández conserva niveles de aprobación de gestión superiores al 60%.
A esto se le suma que la elección de este año sería la primera elección intermedia desde 2001 en la cual el peronismo provincial se presenta unido (en 2005 ocurrió la confrontación de los Kirchner frente a los Duhalde, en 2009 el kirchnerismo perdió frente a la alianza de Francisco De Narváez con diferentes sectores peronistas y de Pro, en 2013 fue derrotado por el acuerdo entre el Frente Renovador e intendentes y en 2017 Cambiemos venció a un peronismo dividido entre Cristina Kirchner, Sergio Massa y Florencio Randazzo).
En tercer lugar, habrá que tener en cuenta la posible atomización del voto opositor. Juntos por el Cambio no se beneficiará necesariamente de los votos que pierda el Gobierno con respecto a 2019. El surgimiento y consolidación de terceras fuerzas (genuinas o impulsadas por el oficialismo) pueden dividir al electorado opositor con mayor margen que en 2019, sobre todo al tratarse de una elección legislativa. Lo mismo puede observarse con los partidos provinciales que históricamente han tenido desempeños competitivos en comicios de medio término. Tal es el caso del socialismo santafesino, el Movimiento Popular Neuquino, el Frente de la Concordia Misionero y el más reciente Juntos Somos Río Negro. Por su parte, en CABA, la Provincia de Buenos Aires y Córdoba, las fuerzas de corte liberal pueden cosechar un caudal significativo de votos si confirman los números que se observan en algunas encuestas.
Otro desafío que la oposición deberá monitorear de cerca es la situación presentada por la pandemia generada por el coronavirus, la cual introduce una enorme incertidumbre y constituye un contexto único para interpretar las elecciones. A pesar de los diversos desaciertos, contramarchas y promesas incumplidas, un sector significativo de la sociedad evalúa positivamente el accionar del gobierno nacional en relación a las medidas tomadas frente al avance del virus. El oficialismo cuenta además con la oportunidad de llegar al día de la elección habiendo encausado el proceso de vacunación y evitado un desborde del sistema sanitario. Esto le permitiría no solo presentar el tema de la pandemia como un logro de gestión, sino también como causa exógena al gobierno de los cada vez más profundos problemas económicos que atraviesa el país.
El coronavirus
Finalmente, Juntos por el Cambio tiene un desafío tal vez aun mayor que los recién mencionados y está vinculado a la transición en el liderazgo interno de la coalición y la determinación de un mensaje y una identidad.
Desde que se conformó Compromiso para el Cambio, en 2003, pasando por Pro, Cambiemos y JxC, en la última elección, el liderazgo interno fue claro e indiscutido: pertenecía a Mauricio Macri, quien poseía la última palabra en casi todos los aspectos. Los acuerdos, las alianzas, los nombres de los candidatos, el peso que tenía cada sector interno en las listas, se terminaba de resolver en una mesa chica que encabezaba el expresidente con no más de tres o cuatro personas.
La identidad, los valores y el mensaje de Juntos por el Cambio se han diluido. No porque ya no estén Peña o Durán Barba, sino porque el fracaso económico de su gestión y la derrota electoral barrió con gran parte de lo que habían construido.
A su vez, la identidad y el mensaje de Pro -y luego de Cambiemos- se trabajó siempre cuidadosa y profesionalmente por Marcos Peña y Jaime Durán Barba. Estos dos factores no están más presentes: no hay ni un líder ni una identidad clara.
El expresidente Macri dejó de ser el referente indiscutido de la coalición, sigue siendo una voz fuerte y de peso, pero ya no puede ordenar y conducir él solo. La coalición opositora tendrá que encontrar un mecanismo para acordar internamente las principales decisiones electorales entre los distintos sectores de Pro, del radicalismo y de la Coalición Cívica, evitando quiebres y mostrando un consenso y una articulación que no parecen fácil de lograr.
Por su parte, la identidad, los valores y el mensaje de Juntos por el Cambio se han diluido. No porque ya no estén Peña o Durán Barba, sino porque el fracaso económico de su gestión y la derrota electoral barrió con gran parte de lo que habían construido.
La promesa de modernización económica y social, de integración al mundo, de eficiencia en la administración y meritocracia en la carrera pública, de cercanía y trabajo en equipo, de justicia y transparencia y, sobre todo, de poner fin al populismo quedaron truncas tras las elecciones de 2019.
Desde entonces no ha ocurrido una autocrítica, un replanteo interno, una discusión de qué ofrecerle a la sociedad.
En cierto sentido, Juntos por el Cambio pareciera estar funcionando más como una fuerza opositora al poder que como una fuerza que se prepara para ser opción de poder.
Este año tiene la posibilidad de corregir esta tendencia, de reparar el vínculo dañado con amplios sectores sociales, de ofrecer ideas, mensajes y caras nuevas, y tiene, principalmente, la posibilidad de ganar la elección y empezar a transformarse en una opción real de poder que pueda no solo vencer al kirchnerismo, sino poner nuevamente a la Argentina en un sendero de crecimiento y desarrollo.
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