La oposición, ante el riesgo de peruanizar su poder
La atraviesa una puja desordenada y sin estrategia de conjunto por candidaturas que, de ganar, tampoco lograrán garantizar la posesión de un poder indiscutido dentro de ese rincón de opositor ni en el Congreso.
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Ahora el verbo que se impone en el análisis político es “jugar” y la pregunta de estos meses iniciales de 2023 es si Cristina Kirchner, Alberto Fernández, Sergio Massa y Mauricio Macri juegan o no juegan la partida de ajedrez electoral que definirá el destino de la Argentina por los próximos cuatro años. La respuesta a ese interrogante ordenará todo el tablero político sobre el que se desplegarán las PASO nacionales, la primera vuelta general y el eventual ballottage. El verbo “jugar” es sintomático: deja entrever qué es la política después de cuatro décadas de regreso pleno de la política a la Argentina.
Se trata de un juego de fichas vaciadas de espesor donde los posicionamientos y su potencial para convertirse en santo y seña de un triunfo para cada coalición pesan más que las diferencias en visión de futuro que cada una representa en el interior de sus espacios.
La política aparece como un Gran Hermano autonomizado de lo real donde los dirigentes son jugadores tácticos en función de posicionamientos en un tablero que muestra cada vez más una menor conexión con la realidad. Gana el que mejor lleva adelante la táctica preelectoral: “juega bien”, se dice ahora, el que mejor se mueve en esa selva de fichas políticas donde el objetivo es, primero, el poder. ¿Para qué? Dejó de ser una pregunta esencial en esta etapa. Todos juegan, pero ¿nadie gana?
La política argentina resiste todavía la dispersión de la voluntad popular en candidatos impensados dos minutos antes de las elecciones.
El tablero electoral marcha, con bastante previsibilidad, a una disputa entre tres sectores, el oficialismo kirchnerista, la oposición de Juntos por el Cambio y el avance de Javier Milei, que fue lo más sorpresivo de este panorama, aunque ya no: Milei ya dejó de resultar una sorpresa y está instalado como un jugador en estas elecciones. La duda futura es cuánto pesa realmente en un escenario nacional.
El panorama electoral de la Argentina no expresa todavía ni fragmentación ni baja representatividad del ganador al estilo peruano. Lo de Perú en 2021 mostró una fragmentación delicadísima en el plano político nacional a la hora de elegir nuevo presidente: en la primera vuelta, hubo 18 candidatos a presidente y ninguno de los cuatro primeros llegó al 20% de los votos. Pedro Castillo, un candidato que sorprendió con su performance, logró el 19% de los votos, seguido por otros tres candidatos, ninguno de los cuales obtuvo menos de 11,59% ni más de 13,36%. Dispersión del voto y ganadores con baja representatividad política, que terminó impactando en el balance de fuerzas en el Congreso peruano cuando se definió la presidencia en el ballottage y terminó ganando Castillo. Un panorama que condujo a la crisis actual.
A donde sí llega la fragmentación política en la Argentina es a la interna de Juntos por Cambio. La proliferación de presidenciables en Juntos por el Cambio tiene dos lecturas contrapuestas en términos de su salud política.
Por un lado, la superabundancia de candidatos posibles, como un síntoma de la capacidad de la coalición surgida en 2015 para superar personalismos, habilitar caminos de proyección nacional de dirigentes en crecimiento y alentar la emergencia democrática de liderazgos presidenciables con posibilidades de disputar candidaturas.
Lo contrario a lo que le pasa al Frente de Todos, bloqueado desde el inicio del kirchnerismo por el peso del matrimonio Kirchner y de su apellido.
Por el otro lado, esa dispersión de candidateables tiene una lectura más preocupante para la suerte electoral de Juntos por el Cambio: la peruanización de la interna, es decir, una puja desordenada y sin estrategia de conjunto por candidaturas que, de ganar, tampoco lograrán garantizar la posesión de un poder indiscutido dentro de ese rincón de la oposición ni en el Congreso.
La competencia entre candidatos es lógica dentro de las fuerzas de la oposición en un año de elecciones presidenciales. Lo atípico es, por un lado, la cantidad de precandidatos, cinco como mínimo hasta ahora y con posibilidades de crecer a siete u ocho; por otro, el peso específico de cada uno, y, finalmente, el hecho de que los dos socios principales, radicales y Pro, tienen varios candidatos y en puja indisimulada, la mayoría con ambición de tener un lugar al menos en las PASO.
El antecedente
La comparación con las PASO de 2015 deja en claro la excepcionalidad del nivel de disputa interna en Juntos por el Cambio: en aquel año, solo tres candidaturas presidenciales llegaron a las PASO de Cambiemos, la de Macri, por Pro; la de Ernesto Sanz, por la UCR, y la de Elisa Carrió, por la Coalición Cívica.
En 2015, la disputa por el poder estaba ordenada, sin competencia interna intrasocios y con un candidato cantado, que entonces era Macri. En la interna obligatoria, Pro con la fórmula encabezada por Macri obtuvo el 80% de los votos.
Hoy la peruanización de la interna de Juntos está agravada, y en parte, generada por la falta de una oferta electoral unificada y naturalizada en el oficialismo del Frente de Todos.
Si el kirchnerismo se une, hay más riesgo de mayor caudal electoral. Si no se une detrás de un candidato natural, el presidente en ejercicio o un delegado claro, como fue Daniel Scioli en 2015, hay riesgo de complicar la interna de la oposición. Puros dilemas, es decir, problemas sin solución definitiva y con puros costos para las fuerzas opositoras.
La excepción de Fernández
En ese punto, este año electoral está signado por una rareza que no se ha dado en la Argentina democrática desde que existe la posibilidad de reelección: la de un oficialismo con chance legal de ir por una reelección que ahora, por el contrario, está más inclinado a boicotear esa opción.
Cuando Néstor Kirchner tomó la opción de no reelegir, tuvo que ver con una táctica de largo plazo para retener el poder: según ese cálculo, la alternancia con su socia política y esposa,
Cristina Kirchner le permitiría al kirchnerismo perpetuarse en el poder por más mandatos que los que hubiera habilitado una reelección normal de Néstor Kirchner. De ser necesario, el entonces presidente se reservaba la carta del seudorrecambio presidencial al final del mandato de su esposa. Y así al infinito, un kirchnerismo institucionalizado a través de la sucesión alternada y al infinito del mismo apellido familiar.
El destino, sabemos, se interpuso en esa estrategia.
La reelección del presidente Alberto Fernández es un tema completamente distinto. Nadie ve al Presidente como candidato ordenador con chances.
El carácter excepcional de este fenómeno, un oficialismo que ofrece candidatos presidenciables en disputa cuando el candidato debería ser el presidente en funciones, lo viene señalando el politólogo Andrés Malamud.
El presidente en ejercicio debería ser el candidato natural de un oficialismo habilitado para reelegir. Pero en este 2023, no lo es. Ni siquiera en 2019 la candidatura del entonces presidente Mauricio Macri estuvo en duda a pesar de la crisis económica que se disparó en ese momento.
Es otra crisis la que pesa hoy: más allá de la crisis económica y social, la crisis de autoridad de Fernández es la que lima su legitimidad como candidato natural del oficialismo. Esa debilidad presidencial que regresó con Fernández a la democracia le juega ahora en contra a la oposición: sin candidato obvio en la oferta oficialista, no queda clara la mejor línea de producto electoral que hay que poner en la góndola para competir.
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