La ofensiva final contra Alberto Fernández
La vicepresidenta ordenó discutir la gestión del Presidente y redoblar la presión para hundir el plan de reelección; en el entorno de la vice entreabren la puerta a una candidatura; la economía suma presión a la interna del Frente de Todos
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Alberto Fernández sueña con un clamor, pero lo que oye, en cambio, es el eco de su voz. A pesar del desamparo político y de las miradas compasivas de los dirigentes que asisten a sus convocatorias, decidió acelerar su proyecto de reelección en una semana en que las expectativas de un milagro económico empezaron a diluirse como un cubito al sol.
“No me van a bajar a los empujones”, le dijo a uno de los intendentes del conurbano con los que cenó el martes en Olivos. En privado reivindica su legado como el de un gobierno exitoso, ajeno a los índices récord de impopularidad que agrietan al Frente de Todos. En público se ofrece para “cambiar la Argentina”, como si estos tres años de agitación hubieran sido un accidente espaciotemporal.
La candidatura presidencial se ha convertido en una obsesión para Fernández, retratan en su entorno. También lo es para su mentora arrepentida, Cristina Kirchner, cuya indignación va en aumento a medida que las complicaciones se acumulan en el horizonte electoral.
Esta semana Cristina explotó cuando escuchó que el Presidente la calificaba como “el pasado”, en la entrevista que concedió a la periodista María O’Donnell, en la que también habló con desdén del camporista Wado de Pedro, a pesar de ser incapaz de explicar por qué no puede echar a un ministro con quien no habla y al que considera desleal.
La vicepresidenta interpretó que Fernández buscaba forzar la renuncia de De Pedro y ordenó no responder a ninguna de las frases que tradujo como “provocadoras”. Son momentos de introspección y dudas en el comando cristinista. Sin embargo, hay una certeza que se cristaliza: les urge sacar de la carrera a Fernández si quieren ser competitivos en las elecciones de este año, ya sea para seguir en el gobierno o al menos para retener su principal bastión de poder de la provincia de Buenos Aires.
“Se viene la ofensiva final”, sugiere un interlocutor habitual de Cristina. La mesa electoral que convocó el Presidente para el jueves próximo será el espacio donde empezarán a desplegar la estrategia de demolición de la ilusión reeleccionista.
Es cierto que Fernández pensó esa mesa como una torre de Babel donde hablen muchos y nadie se entienda. Una excusa de ganar tiempo. Pero el kirchnerismo tiene claro que es la oportunidad de exponer la gran contradicción que divide al Frente de Todos: el rumbo del Gobierno. Eso que el Presidente defiende como un éxito -”somos el país del mundo que más creció después de China”, llegó a decir el viernes-, para Cristina es un rotundo fracaso. Por fuera de los rencores personales que hacen que no se hayan visto ni una vez en los últimos cinco meses, lo que hace impensable un acuerdo entre ellos es esa evaluación tan palmariamente diferente de lo que pasó en los últimos tres años.
“Vamos a ir a discutir qué modelo de país queremos. Tenemos que cambiar ahora. ¿Cómo vamos a prometer una distribución más justa del ingreso si no lo estamos haciendo ahora?”, advierte un dirigente camporista. Añade un sindicalista del kirchnerismo duro: “El gobierno de Alberto incumplió el contrato electoral. El salario no se recuperó, la mayoría de los indicadores sociales están peor que con Macri. No podemos salir seriamente a pedir el voto si no cambiamos de políticas y de nombres”.
En el búnker presidencial desestiman los reclamos. Aníbal Fernández plantó bandera cuando dijo: “Ni en pedo vamos a debatir la gestión de gobierno”. De innegable lealtad a su jefe de turno, calificó la presidencia albertista como “excelente”, con la misma convicción que aplicó hace 10 años para afirmar que la Argentina tenía menos pobres que Alemania.
La debilidad de Cristina
Cristina no va a sentarse a la mesa de Alberto. Tampoco su hijo Máximo. Ellos no creen en una “asamblea estudiantil” para definir candidatos. Aunque asuman que ya no alcanza con el dedo de “la Jefa” para imponer las decisiones, entienden que la discusión es entre pocos. Lo incluyen a Fernández por una cuestión de investidura y solo si antepone un paso al costado. Y por supuesto a Sergio Massa, cuyas aspiraciones presidenciales chocan contra las dificultades para frenar la inflación.
Si mandan enviados a ese proceso que perciben como engañoso es para que dejar sentadas las diferencias. No pueden negarse a participar de aquello que tantas veces han pedido.
En el kirchnerismo sufren el juego de Fernández porque asumen que se está aprovechando de la debilidad de Cristina Kirchner, magnificada desde que la condenaron por corrupción y anunció que no sería candidata a nada. Cuando el camporista Andrés Larroque dice que el Presidente fue “ingrato” con la vice se refiere a un sentimiento que ella ha expresado en privado. Cree que actúa como quien descubre que tiene un rival menos en la carrera.
Cristina dio luz verde a quienes le insisten que debe como mínimo considerar una candidatura legislativa este año. Los autorizó a que avancen en el operativo clamor para “torcer la proscripción”, que consiste en organizar para marzo las movilizaciones callejeras masivas que no ocurrieron de manera espontánea cuando el Tribunal Oral N° 2 leyó el veredicto condenatorio de la causa Vialidad.
Necesitan recuperar la expectativa de “Cristina candidata”. No hay mayor señal de fragilidad kirchnerista ante el resto del peronismo que la incapacidad de tirar un candidato ganador a la mesa. De Pedro parece una utopía. Quien mejor sintoniza con los votantes cristinistas es Axel Kicillof, que a la vez está posicionado como favorito para ser reelegido en Buenos Aires. Si algo no puede permitirse el kirchnerismo y sobre todo La Cámpora es perder otra vez la provincia. ¿Cómo podría sobreponerse Máximo Kirchner a una derrota después de haber empujado tanto para quedarse con la jefatura del PJ bonaerense?
En 2019 a Cristina le bastó un tuit para edificar una coalición ganadora. Hoy carga con el desgaste de cuatro años de una aventura como vicepresidenta que fue una combinación errática de arrebatos de autoridad y gestos de impotencia. Quiso mostrarse ajena a un gobierno que la defraudó, pero jamás pudo esconder ante la opinión pública su cuota de responsabilidad.
Pugna ahora por presentar una oferta unificada, sin primarias. Está convencida de que es inconveniente hacer campaña contra el Presidente. “Nos matamos entre nosotros y le hacemos la campaña gratis al macrismo”, resume un operador kirchnerista. El truco consiste en hacer como que estos cuatro años no existieron.
Fernández se planta por ahora en su resistencia a fuerza de voluntarismo. El “por ahora” en él puede ser redundante. Actúa como quien está jugado: sin estructura propia, casi vacío ya de dirigentes que lo sigan con esperanza, se apalanca en la visibilidad y los recursos que les da su cargo. Recorre el país a razón de un acto por día. Discursos, videos, fotos, besos a niños. En el peor de los casos, mientras dure la ilusión, consigue retener algo de iniciativa durante los meses finales de su mandato. Siente que ya no puede caer, como temió después de la renuncia intempestiva de Martín Guzmán y el experimento de Silvina Batakis. Los gustos hay que dárselos en vida.
Sus carencias estructurales volvieron a quedar a la luz con la renuncia de Juan Manzur a la Jefatura de Gabinete para ser candidato a vicegobernador de Tucumán. Nadie corrió a anotarse en la lista de sucesores. Agustín Rossi llega casi por descarte.
La incógnita de Massa
Massa también lidia con sus debilidades. El salto al Ministerio de Economía le dio una oportunidad de mostrarse como gestor y de convertirse en la figura central del Gobierno. Su suerte electoral, a cambio, quedó atada al destino de una economía enferma.
El kirchnerismo acompañó su política de ajuste fiscal, alto endeudamiento y devaluaciones selectivas con la lógica del “es esto o nada”. Lo ven como un presidencial posible, pero por cuestiones instrumentales. No se ilusionan tanto con un triunfo nacional sino con tener un nombre capaz de traccionar votos para la reelección bonaerense de Kicillof.
Todo será una ensoñación si la economía no presenta mejoras verificables que hoy parecen alejarse. El martes se conocerá el índice de inflación de enero que mostrará otra vez la curva hacia arriba. En la Casa Rosada admiten que la meta del 3% mensual es imposible de alcanzar de acá a mayo, cuando deban definirse las precandidaturas presidenciales. Los gremios aliados de la CGT ya advierten que hay que revisar el tope de aumentos salariales que habían pactado con el ministro. La sangría de reservas no se detiene y el valor del dólar sigue siendo un factor de inquietud constante.
El temblor financiero que desató el “comunicado bomba” de Juntos por el Cambio sobre la herencia económica expuso los límites del proyecto massista. El segundo trimestre del año será complicadísimo para el Gobierno financiarse en el mercado con bonos que venzan después de las elecciones. ¿Cuánto más difícil sería ese proceso si el ministro decidiera postularse?
Massa insiste en que es incompatible ser ministro de Economía y candidato presidencial. Es decir que para competir debería primero renunciar al cargo actual. En cualquier caso, quedará ligado de manera irremediable a los resultados de quien lo sucediera en el Palacio de Hacienda. “Hoy tiene más para ganar resistiendo en el Ministerio y juntando un capital político para futuro que compitiendo como candidato del kirchnerismo y sin chances claras de triunfo”, señala un gobernador peronista que sigue con preocupación el minué del oficialismo nacional.
La discusión económica de esta semana entre el Gobierno y la oposición es una señal de alerta. Las dos coaliciones dominantes exhibieron como pocas veces antes la incapacidad que tienen para colaborar en temas de máxima sensibilidad institucional. Actores económicos del país y del exterior volvieron a poner el foco sobre la gobernabilidad posterior a las elecciones, tanto en la transición como en el momento en que un eventual nuevo presidente entre en funciones.
Fernández se irritó con Massa cuando dejó trascender que le había pedido una rápida definición sobre su candidatura a la reelección. Evitó chocar con él. Lo necesita cerca. Que le vaya lo suficientemente bien como para que el Gobierno se mantenga a flote, pero no tanto como para que el ministro se convierta en el candidato natural del peronismo. No quiso dar una respuesta pública a la presión massista, pero mandó a sus voceros a insistir con eso de que decidirá “cuando sea el momento”. Rogó en todos los actos públicos de la semana que el peronismo se mantenga unido y abandone las hostilidades.
Abre el paraguas el Presidente porque sabe que la ofensiva final del kirchnerismo está a punto de desatarse. “Tuve que soportar una pandemia, la guerra. Tuve que soportar conflictos internos, ¿por qué no decirlo?”, blanqueó esta semana en un acto en Tucumán, después de jurar que no le iba a dedicar “ni un segundo” a las discusiones de entrecasa. El mismo día acusó a Macri, por la herencia que recibió, y tuiteó contra Juntos por el Cambio por la incertidumbre financiera que originó el comunicado sobre la sostenibilidad de la deuda.
Es la épica del “yo no fui” que desespera a Cristina. Consumió tres años culpando de todos los males al gobierno anterior y ahora abre su campaña acusando al que podría venir.
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