La misión imposible de ajustar sin que se note
El acuerdo con el FMI expone al Frente de Todos a sus contradicciones; Fernández teme por las rebeldías internas frente a la negociación que marcará su destino
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Alberto Fernández llega dos años tarde al punto de inicio de su gobierno. Una pandemia después, con su palabra devaluada y la coalición peronista casi sin energía para disimular sus múltiples recelos se le vienen encima los problemas que adquirió con el cargo de Presidente: trazar un programa de orden económico avalado por la comunidad internacional y edificar un liderazgo con cierta autonomía respecto de la figura todopoderosa que lo propuso para gobernar.
La tardanza pesa. Su debilidad personal fue certificada en las urnas, por mucho que se esmere en sacar pecho en una manada de derrotados. El deterioro de las variables económicas -sobre todo las reservas que se agotan- añade una presión insoportable a la ya de por sí delicada tarea de negociar con el Fondo Monetario Internacional (FMI) un ajuste disfrazado de “plan plurianual para el desarrollo sustentable”.
Fernández y su ministro Martín Guzmán se pasaron la semana sembrando paciencia entre los propios, en reuniones con sindicalistas de la CGT, expiqueteros oficialistas y dirigentes peronistas a los que les tocará aplaudir lo que se discute en Washington. A puertas cerradas escuchan una visión pesimista de sus aliados, aunque entienden que cualquier otro camino que no sea un acuerdo implicaría asomarse a un abismo económico y político.
Los niveles de comprensión se reducen entre los dirigentes del kirchnerismo duro. Fernández apenas consiguió que Cristina Kirchner comunicara por escrito que ella no será un estorbo en las tratativas. Le soltó las manos para usar “la lapicera”. Pero, ¿quería él la exclusividad de esa carga? Todo en el último manifiesto de la vicepresidenta es deliberadamente ambiguo. Y eso se traduce en una distancia cercana a la resistencia en los sectores militantes que responden a ella.
La Cámpora está en una virtual asamblea permanente sobre cómo plantarse ante la negociación con el FMI. La sola mención de la sigla interpela a sus dirigentes. Máximo Kirchner es pesimista. Repite en reuniones reservadas lo que dice en público respecto de que el organismo debe “cambiar su mirada” sobre la Argentina y que debe hacerse cargo del préstamo extraordinario que le concedió al gobierno de Mauricio Macri. Si ya no le gustaba –y amenazaba con reescribir en el Congreso- el presupuesto que presentó Guzmán antes de las elecciones, sus reparos son todavía mayores de cara al plan que se negocia en Estados Unidos.
Cristina y su hijo avalaron que se empiece a trabajar en la segmentación de tarifas según estratos socioeconómicos, desprendidos de la intransigencia que meses atrás los llevó a boicotear esa intención de Guzmán a través del subsecretario Federico Basualdo. Pero quieren ver el resultado antes de dar luz verde. Tienen un ojo puesto, además, en el sendero de recorte del gasto público que vaya a incluir el programa.
“Está claro que el FMI va a pedir un déficit menor al que pretende Guzmán y que para Cristina ya significaba demasiado ajuste”, admite un funcionario de confianza del Presidente.
El coqueteo con el desastre es un juego siempre atractivo. Los camporistas actúan en silencio mientras alientan el alto perfil de kirchneristas extremos como Amado Boudou y Hebe de Bonafini, convertidos en militantes contra “la rendición” ante las grandes potencias. Al exvicepresidente condenado por corrupción La Cámpora le regaló el nombre de una unidad básica en La Paternal para potenciar su línea interna, Soberanxs. Juan Grabois es otro referente que agita la rebeldía y amenaza con el voto negativo a un eventual acuerdo de los dos diputados nacionales que le responden.
Fernández espera que el FMI haga una autocrítica del programa anterior con la Argentina. Una buena dosis de “ah pero Macri” puede templar el ánimo del Frente de Todos ante su hora de la verdad
Guzmán y Fernández insisten en edulcorar con retórica autonomista las condiciones inevitables de un plan económico capaz de superar la aprobación de los burócratas del FMI y del gobierno de Estados Unidos, principal accionista del organismo. La Argentina persigue un acuerdo de facilidades extendidas, que por definición incluye reformas estructurales. Es decir, un compromiso de transformación económica que demuestre que el país estará en condiciones de pagar la deuda cuando pase el período de gracia que reclama.
A los sindicalistas que recibieron al ministro de Economía les quedó en claro que el proyecto de acuerdo incluirá medidas respecto de las jubilaciones y alguna noción -aunque disimulada- de cambios en la legislación laboral. No hay dudas de que deberá establecer un camino para llegar al equilibrio fiscal (no más allá de 2024) y para reducir la brecha cambiaria, algo que históricamente se alcanzó con devaluaciones del peso.
La urgencia por acordar responde a la necesidad de dar alguna señal de previsibilidad que le ponga piso a la crisis que tiene como principal indicador la pérdida de reservas. Si fuera por el Gobierno, la carta de intención con el FMI debería estar lista para enviar al Congreso antes de la Navidad. Fernández, en una advertencia de patas cortas, exigió en su discurso en la Unión Industrial Argentina (UIA) que antes de cerrar cualquier trato el FMI hiciera una revisión del programa que firmó con Macri. Sabía que eso ya estaba en marcha, no en respuesta a su vehemencia sino porque es un procedimiento habitual del organismo. El directorio prevé tratar ese informe el lunes 20. Fuentes diplomáticas anticipan que el documento debe responder dos cuestiones: si fue apropiada la estrategia macro, el diseño del plan y de los préstamos para resolver los problemas que pretendía resolver, y si los resultados fueron positivos.
Fernández ansía un poco de material simbólico para embarrar a la oposición y diluir su papel en un eventual acuerdo de corte impopular. Una buena dosis de “ah pero Macri” puede templar el ánimo del Frente de Todos ante su hora de la verdad.
Sin atajos para el acuerdo
La euforia que otorgan las victorias imaginarias, como la del 14 de noviembre, llevaron al Gobierno a dejar correr la idea de que el acuerdo “está casi cerrado” y que vendría acompañado de un paquete de auxilio financiero de diversas fuentes para evitar el tan temido ajuste y reforzar las famélicas reservas del Banco Central. Todo se diluyó en tiempo récord.
Se habló de un swap acordado con Arabia Saudita, que en realidad fue la propuesta de una línea de crédito para financiar el comercio bilateral, como blanqueó la secretaria de Relaciones Económicas de la Cancillería, Cecilia Todesca. La idea de un rescate de China también choca con la realidad, lo mismo que el sueño de un aporte extraordinario –de hasta 25.000 millones de dólares- del Banco Mundial, el BID y la Corporación Andina de Fomento.
Kristalina Georgieva, la directora gerente del FMI, se mostró gélida antes de que lleguen a Washington los funcionarios argentinos que van a bajar al papel los términos del contrato. Dijo que “todavía hay mucho por hacer” y marcó como centrales las políticas para bajar la inflación y para lograr una “participación más eficientemente fuerte del sector privado en la búsqueda del crecimiento”. Traducido, está hablando de bajar el déficit, reducir la emisión y eliminar los cepos estatales que impiden la llegada de capitales.
Guzmán decidió no viajar ni recibir en Buenos Aires a una misión del Fondo. Se optó por enviar una delegación técnica, encabezada por los secretarios Fernando Morra y Raúl Rigo, y que la negociación ocurra al amparo de miles de kilómetros.
La promesa hacia adentro del Frente de Todos es que lo que quedará escrito pasará primero un filtro interno entre los accionistas principales de la coalición. Sobre todo Cristina y Máximo Kirchner.
La interna infinita
Mientras tanto, Fernández se regodea en su temporal estado de independencia respecto de Cristina (que algunos llaman irónicamente “de abandono”). Reconstruyó su equipo de confianza, con el infaltable Julio Vitobello, la presencia otra vez cercana de Santiago Cafiero y el trío de exintendentes a los que le otorga cada vez más juego: Gabriel Katopodis, Jorge Ferraresi y Juan Zabaleta. Ha mejorado sustancialmente su vínculo con Axel Kicillof y con el peronismo del conurbano, sin llegar todavía al desafío abierto a Cristina en su territorio adoptivo.
Se descuenta, por la información que llega desde Washington, que Guzmán se quedará en su puesto como garante de lo que se firme
La sensación de soberanía albertista alimenta ruidos como el que esta semana terminó con la cristinista Débora Giorgi fuera del Gobierno. El ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, se dio el gusto de verla partir sin haberle firmado en 50 días el decreto de designación como subsecretaria. En cambio, todavía sufre la acción sin freno de secretario de Comercio, Roberto Feletti, que hace y deshace con su política de controles de precios para combatir la inflación (y seguir perdiendo). El péndulo puede volver con más fuerza en cualquier momento.
Con Cristina, Alberto Fernández mantiene el contacto telefónico. Pero la relación es de una frialdad al filo de lo sustentable. Los Kirchner lo acusan de haber desaprovechado el tiempo para acordar con el FMI durante la pandemia, cuando el mundo estaba más predispuesto a hacer concesiones y, especialmente, cuando la popularidad del Gobierno permitía mayores contorsiones ideológicas.
“Hoy negociamos con la pistola en la cabeza”, se lamenta un dirigente camporista.
Los técnicos del Fondo tienen menos incentivos aún para ser tolerantes con un gobierno que acaba de sufrir un castigo electoral enorme y perciben la desesperación por evitar un default que podría derivar en una crisis políticamente inmanejable. Cuando insisten en el que el acuerdo debe ser “creíble” están transparentando la firmeza que exigen los representantes políticos de los países que deben votar en el directorio la aprobación del programa.
El drama del Frente de Todos es que la posibilidad de un acuerdo ofrece apenas el consuelo de un alivio. No viene una fiesta sino un modelo de alta inflación sostenida -difícilmente menor al 50% de este año-, con suba del tipo de cambio oficial y un golpe tarifario al menos para la clase media alta.
Cristina Kirchner lo advirtió a principios de este año: sin recuperación del salario no hay triunfo electoral posible para un gobierno peronista. No termina de creer, porque considera que ya fracasó, en la ortodoxia en dosis controladas que ofrece Guzmán. Su distancia se parece a una resignación: ¿cómo imaginan ganar así en 2023?
Por eso entre economistas y empresarios surge una nueva duda. No es solo si habrá acuerdo con el FMI sino qué grado de cumplimiento posterior habrá. Se descuenta, por la información que llega desde Washington, que Guzmán se quedará en su puesto como garante de lo que se firme. Pero en la titánica tarea de construir confianza un acuerdo con el FMI es apenas una condición inicial. Casi un kit de supervivencia. Nadie vislumbra un cambio de orientación tan amplio como para alentar un shock de inversiones privadas y creación de empleo como el que retrata la futurología oficialista.
La oposición de Juntos por el Cambio, entretenida en sus riñas por migajas de poder, insiste en que no anticipará ningún aval a las negociaciones hasta ver por escrito a qué se compromete el Gobierno. “Cuando Georgieva pide amplio apoyo interno no nos habla a nosotros, les está diciendo a ellos que se comprometan a cumplir”, opina un dirigente de la primera línea del Pro. Saben, de todos modos, que el debate los expondrá a discutir el programa sin éxito que condenó a Macri a perder el poder.
A Alberto Fernández le espera algo más delicado que una batalla dialéctica. Él tiene la responsabilidad de ordenar una economía desquiciada y de liderar un gobierno hasta ahora caracterizado por la dispersión. Buscar culpables es un entretenimiento pasajero para seguir demorando lo inevitable. Las elecciones de septiembre y de noviembre fueron una prueba de que la sociedad no hace autopsias. Exige soluciones al que se ofreció a encontrarlas.
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