La paradoja que marca el inicio de la presidencia de Alberto Fernández
"Alberto presidente, Alberto presidente", coreaba la barra, una y otra vez, durante la sesión parlamentaria de asunción de Alberto Fernández. Con Cristina Kirchner en el centro de la escena, el cántico no era una constatación. Era un desafío. Fernández le respondió con su discurso. Los argumentos y los objetivos expuestos en esa presentación inaugural iban más allá de la retórica. Pretendieron indicar que estaba asumiendo, al fin, la jefatura del Estado. Allí se desplegaron las zonas de acuerdo y de tensión con su vice, que lo llevó a la presidencia.
Las palabras de Fernández se ordenaron en tres ejes. Un llamado a la reconciliación nacional. Un programa de reparación socioeconómica. Y una propuesta de regeneración institucional. Es curioso: la filiación de todo el planteo fue de un alfonsinismo explícito. El nuevo presidente abrió y cerró su disertación evocando al líder radical, cuya administración integró desde un cargo subalterno del Ministerio de Economía.
Lula da Silva asumió la presidencia de Brasil con un gesto simbólico: se quitó de la solapa el escudo del PT. Fernández, en cambio, cantó la marcha peronista. Se dejó llevar. Ese inicio terminó desentonando con lo que predicó. Llamó a "superar los muros emocionales" porque "apostar a la fractura y a la grieta significa apostar a que esas heridas sigan sangrando. Actuar de ese modo sería lo mismo que empujarnos al abismo". Y confesó: "Quiero ser capaz de corregir mis errores, en lugar de situarme en el pedestal de un iluminado". Para cualquier votante desprevenido de Cambiemos, estaba prometiendo no parecerse a la mujer que tenía al lado, tratando de leer, de reojo, su mensaje. Fernández tendió un puente hacia quienes no lo eligieron. También un puente hacia sí mismo. O, por lo menos, al Fernández que fue durante los diez años en que censuró a Cristina Kirchner con las recriminaciones canónicas de quienes rivalizaban con ella.
Este llamado al pluralismo expresa una intención. Pero también obedece a un incentivo. Fernández debe apostar al consenso, y no al conflicto, como usina de poder. Si consigue ser visto como lo presentó la locutora, "el presidente de la unidad de los argentinos", se impondrá sobre quien, hasta ahora, fue su jefa. No enfrentándola. Superándola. Es decir, disimulándola en un entramado más extenso. Así como el neogradualismo de Fernández apuesta a disolver los desequilibrios económicos mediante el crecimiento del producto, necesita convertirse en una referencia nacional para que Cristina Kirchner quede reducida a su condición de parte. Esta opción por el gradualismo político quedó cifrada en un episodio, al parecer, intrascendente. Él pudo saludar a Mauricio Macri. Su vice, no. Y, si lo hubiera hecho, habría pagado el precio del cinismo. Convertir a la señora de Kirchner en cabecilla de una facción es acaso la única forma que tiene Fernández de relativizar su autoridad. Nada que ella pueda reprochar: lo puso, con su dedo, para eso.
Esa apelación al entendimiento encarnó ayer en ademanes y proyectos específicos. El nuevo presidente anunció la creación de un Consejo Económico y Social para el Desarrollo, pluripartidario y plurisectorial, que tendrá dependencia del Congreso. Ese organismo, que tiene un aire de familia con el Consejo para la Consolidación de la Democracia de Alfonsín, está siendo diseñado por Gustavo Beliz y estaría a cargo de Roberto Lavagna.
La concordia se manifestó también en un desistimiento: Fernández promoverá un liberalismo radical en materia de derechos civiles. Ayer explicitó esa agenda. Pero evitó incluir en ella la despenalización del aborto. Una retribución a los obispos que, el domingo, en Luján, se abstuvieron de condenar la interrupción del embarazo. Un intercambio de silencios negociado por el futuro secretario de Culto, Guillermo Oliveri, con el episcopado.
Fernández se encargó de suavizar otros conflictos. Le arrancó un aplauso al general Hamilton Mourão, el vicepresidente de Brasil, cuando habló de elaborar una política común con ese país, más allá de las diferencias de los gobernantes. La presencia de Mourão indicó que el entredicho con Jair Bolsonaro se suavizó en las últimas 48 horas. El presidente brasileño había decidido que lo representaría solo su embajador, Sergio Danese, en la ceremonia. Pero cambió de opinión, por consejo del presidente de los diputados, Rodrigo Maia, y de Mario Abdo Benítez, su colega paraguayo. Los diplomáticos de Itamaraty festejarán también que el área de comercio exterior de la Cancillería no estará a cargo de la severa Paula Español, con quien muchos de ellos se enfrentaron durante la gestión de Cristina Kirchner. Felipe Solá designaría allí a Jorge Neme, encargado de relaciones internacionales de Tucumán. Es una compensación de Fernández a Juan Manzur -que no pudo ubicar a Pablo Yedlin en Salud- y al empresario Gustavo Cinosi, sherpa de Neme en Washington DC. Como suele suceder con el entorno de Manzur, Neme llega con ruido judicial: lo investiga el juez federal Sebastián Ramos por presuntas irregularidades en licitaciones de obras públicas, cometidas cuando dirigía un programa de regadíos provinciales. ¿Otro caso de lawfare?
La propuesta de la reconciliación choca con el principal argumento con el que Fernández justifica su presencia en el poder: la herencia recibida, que es el punto de partida de un plan de reparación social. El nuevo presidente describió ayer un país arrasado en materia de equidad. Un motivo de ruptura con Macri y su gobierno. Quizá también con su amigo Eduardo Duhalde, porque volvió a cometer la injusticia de comparar la situación actual con la del año 2003. A partir de ese diagnóstico, desarrolló varias propuestas. La más significativa es la creación de un sistema de créditos no bancarios. La iniciativa fue brumosa, pero se canalizarían a través de los movimientos sociales. Aquí está la verdadera innovación: Fernández se propone institucionalizar a esas organizaciones. También aquí responde a un incentivo.
A diferencia de los "piqueteros", los sindicalistas tendrán que esperar definiciones sobre su lugar en el tablero. Hasta ahora las ventajas son para "los Gordos", aliados de Macri. Armando Cavalieri es el mejor amigo de Claudio Moroni, el ministro de Trabajo. Y Andrés Rodríguez ubicó a un empleado suyo, David Arruachán, como superintendente de Salud. Sebastián Bideberripe, el preferido de La Cámpora, será su vice. Para garantizar la paz gremial falta atar algunos cabos. El segundo escalón de Transporte sigue en disputa entre Hugo Moyano, que pretende a Guillermo López del Punta, y Sergio Massa, que pelea por Raúl Pérez. En esa área se distribuyen caudales incalculables de subsidios. Del Punta y López compiten, como es lógico, para evitar cualquier derroche.
La financiación del programa de créditos baratos es una de las muchas incógnitas económicas que el nuevo presidente prometió despejar en los próximos días. Entre ellas está su reforma impositiva, destinada a que quienes llevan "una vida más placentera" contribuyan a superar el hambre y la pobreza. El eslogan de esa redistribución del ingreso fue "comenzar por los últimos para llegar a todos". También aquí Fernández obedece a un incentivo. Los votos de su fórmula provienen, sobre todo, de "los últimos".
El gran enigma siguió siendo la receta para abordar el problema de la deuda. Aunque Fernández ratificó una línea argumental que había expuesto anteayer: no están los dólares para pagar. Esta afirmación lleva a algunos expertos a suponer que el Presidente y Martín Guzmán, su ministro de Economía, analizan una cesación de pagos general, que los exima de pagar los compromisos inmediatos, previos a cualquier arreglo con el mercado. Esta posición no coincide con los escritos preliminares de Guzmán. En el peronismo se lo tiene como un heterodoxo moderado, sobre todo si se lo compara con Axel Kicillof. El jueves pasado, Juan Manuel Abal Medina recordó, con picardía, que Guzmán fue asesor suyo, y de Miguel Pichetto, en la polémica con el gobierno de Macri sobre el pago a los fondos buitres, que ambos sectores admitían.
El discurso de Fernández bordeó una épica al referirse a la reforma institucional. Dos anuncios saludables, de primera magnitud. Se subsumirá el desprestigiado fuero federal en una jurisdicción más amplia, y los jueces perderán el control arbitrario de la instrucción. Y se intervendrá la AFI para desgajarla entre distintos ministerios, con la eliminación de sus fondos reservados, que solventarán el programa contra el hambre.
El nuevo presidente demostró entender que uno de los peores agravios que sufrió la democracia fundada por Alfonsín ha sido la transformación de los servicios de inteligencia en el verdadero Ministerio de Justicia. A eso le dijo un alfonsiniano "nunca más". No solo se trata de un gran propósito moral. También demuestra habilidad política: estas dos iniciativas correspondían a Macri, que en este campo innovó muchísimo menos que lo que le exigía su mandato electoral. De hecho, la supresión de la AFI fue una propuesta desoída de Jaime Durán Barba. Y la idea de disolver Comodoro Py fue un proyecto nonato de Germán Garavano. Macri confió la AFI a un broker de jugadores de fútbol y para relacionarse con la Justicia se sirvió de un sinfín de operadores encabezados por el binguero Daniel Angelici.
Sin embargo, Fernández cometió ayer una injusticia. Pretendió identificar las miserias de un fuero federal sometido al espionaje solo con el gobierno de su antecesor. Él sabe bien que los pecados de Macri no fueron ni la sombra de la construcción autoritaria que generó en ese campo Néstor Kirchner. Fernández dijo, el viernes pasado, al designarlo funcionario, que Beliz dejó el gabinete de Kirchner "en circunstancias que prefiero olvidar". Esas "circunstancias" fueron que el tenebroso Antonio Stiuso, denunciado por Beliz, pidió y consiguió su cabeza, en 2004. Y después lo persiguió desde las sombras hasta obligarlo a alejarse del país. Fernández sabe del uso que Kirchner hizo de ese cripto-Estado porque en agosto de 2009 debió denunciar que a él mismo le pinchaban los teléfonos para saber con quién se entrevistaba. Ese sistema fue controlado por Stiuso, mientras Francisco Larcher, su jefe político, se enriquecía. Larcher ha sido, hasta hoy, el otro yo de Silvia Majdalani, a quien Macri confío, con Gustavo Arribas, el control de la Inteligencia. Cristina Kirchner, junto a Oscar Parrilli, tuvieron el mérito de enfrentar ese sistema, que cobró vida propia, e intentó devorarla, después de la muerte de su esposo.
Sería lamentable que al circunscribir al gobierno de Macri vicios institucionales que germinaron con el menemismo, en los años 90, se pretenda construir una ficción, según la cual los innumerables delitos cometidos por funcionarios y empresarios durante el kirchnerismo sean presentados como un invento de los jueces y la prensa. Fernández propuso ayer transparentar, en una línea que inauguró Macri, la asignación de la obra pública. No pudo ir más allá. A buen entendedor... Sin embargo, él está condenado a una tensión. Es el verdadero problema con su vice. Para constituirse como presidente en este clima histórico, debe ser el líder de la ética. Pero para evitar un problema con el kirchnerismo, debe garantizar un monto de impunidad. Esta paradoja quedó ayer radicada en su discurso. Se insinuó como jefe. Pero no pudo pronunciar la palabra corrupción.
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