La experiencia inconmensurable
PUERTO ARGENTINO.- Hace más de veinte años, un amigo inglés aterrizaba en las islas: "Volé en un avión militar desde Ascensión. Nos aproximábamos al archipiélago cuando vi dos aviones de combate, uno a cada lado. Volaban a nuestra altura y recuerdo que uno de los pilotos me miraba. Nos acompañaron un rato y luego desaparecieron. En cuanto aterrizamos, un oficial nos instruyó acerca de los campos minados". Mi amigo viajó en 1991. Por suerte, algo ha cambiado.
Nuestro avión de línea comercial desciende en el aeropuerto de la base de Mount Pleasant, a una hora de la pequeña aldea que los británicos y los isleños llaman Stanley y los argentinos, Puerto Argentino. Ningún habitante de las islas reconoce la legitimidad del nombre en castellano. Finalmente es el lugar donde viven y lo llaman con el nombre con que lo reconocen.
Es un territorio donde no puede dejar de pensarse en la guerra llevada allí por la dictadura militar. Hay un cementerio de soldados argentinos y un bosque cuyos árboles son igual al número de británicos caídos. Allí donde se cavaron tumbas de combatientes y se enterraron minas en los campos, no puede olvidarse una guerra. Ninguno de nosotros, los argentinos, tuvo la experiencia de abrir la puerta de su casa y encontrar afuera los soldados de un ejército extranjero que entre sus primeras medidas dispuso cambiar la mano de las calles: ¡Tránsito a la argentina, carajo!, ordenó el general Menéndez.
Me cuesta creer que por ese pavimento rodaron los tanques. Tampoco podían creerlo los isleños que los vieron pasar por esta aldea que me parece extranjera porque lo es: por su lengua, su cultura, su demografía, sus costumbres. No me pronuncio sobre su soberanía, sino sobre aquello que integra, día a día, lo que aprendimos a valorar: la densidad de la vida cotidiana.
Sobre la ladera de Wireless Ridge, cientos de autos se han estacionado formando la palabra YES. Se refieren al referéndum que comienza mañana.
Hablo con un hombre que votará en el referéndum. Desde las ventanas de su casa, se ve toda la bahía, el mar gris verdoso, los jardines vecinos. Por supuesto, el hombre me indica el YES de Wireless Ridge. De ese hombre me diferencia mi aspecto, mi lengua, mi forma de caminar, mis modales; son extranjeros, como el de ese porcentaje de inmigrantes chilenos, o venidos de las islas que están en medio del Atlántico, la napoleónica Santa Helena, por ejemplo.
Si viviera acá sería una extranjera que, después de siete años, como lo indican las disposiciones, podría alcanzar la condición de residente.
Siento la misma sensación que cuando me desplazo como turista: levedad, distancia curiosa. Vengo a mirarlos a ellos y me pregunto: ¿algo podrá convencerlos de que ese techo rojo cubre una casa que descansa sobre territorio argentino?
Este lugar, para ellos, tiene de argentino sólo la razón disputada en un conflicto a resolverse.
La experiencia de la guerra es de una naturaleza excepcional. Lo vemos en los veteranos de todas las guerras: Vietnam, Afganistán, Irak, y, en su medida, Malvinas. Repito para mí: llego a unas islas donde sus habitantes sufrieron esa experiencia.
Al caer la tarde, bajo la lluvia, camino a lo largo de la aldea marítima, en medio de un paisaje inmenso, el paisaje austero y sublime de las regiones frías. En un extremo, la gran base británica, a donde están destinados más de 2500 efectivos. Mi amigo inglés me escribe: "Volé a las islas con los reclutas británicos, aliviados porque iban allí por algunos meses en lugar de ir a morir a la Guerra del Golfo. Todavía creo que debe ser un destino favorito: vivir en las islas o morir en Afganistán".
El turismo llega a estas islas para avistar aves, pingüinos, fauna salvaje, wild life , como dicen las guías. Esa fauna sureña les da una dimensión tolerable a los paisajes duros y el mar helado. Avistar pájaros sin tocarlos ni darles alimento nos hace sentir exploradores con gran conciencia ecológica.
Como éstas son modas contemporáneas, las islas tienen una industria turística bien organizada. Sin esa moda, las islas habrían seguido siendo rurales y pesqueras. Pero la que será su gran riqueza todavía está por comenzar a explotarse: el petróleo, razón suficiente para que la Argentina encare una negociación sensata y a corto plazo, no una guerra de Troya diplomática.
Por ahora, el pueblo al que llego tiene el perfil más pintoresco y menos ajetreado de sus actividades pesqueras y turísticas.
Eso acentúa el carácter británico de su apariencia: no es una factoría internacional de gran producción petrolera, que siempre deja marcas, logotipos, personajes que llegan y se van, sino una comunidad donde da la impresión de que todos se conocen.
Sólo el paisaje me resulta familiar: hay algo de las costas patagónicas en esta isla, esa luz tamizada que no borronea completamente los contornos, sino que los dibuja con delicadeza, ese viento que obliga a inclinarse.
Cuando amanezca, acá, se empezará a votar. Afirmar que el referéndum es un simulacro, una mera puesta en escena, no es la mejor manera de entenderlo.
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