Corroído por una gran improvisación en materia sanitaria, Alberto Fernández sustituye la falta de método en la gestión por el conflicto con la oposición; es su única receta para encontrar algún ordenamiento
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Quiero que miren esta foto. Es Raúl Alfonsín frente a una multitud que había concurrido a la Plaza de Mayo inquieta por una amenaza que afectaba a la democracia en ese momento, una democracia muy frágil y en construcción: el levantamiento carapintada.
¿Qué es lo que me interesa mostrar de esa foto? Al señor que está detrás de Alfonsín, que es Antonio Cafiero. La casualidad quiere que sea el abuelo del actual jefe de Gabinete. Cafiero era el principal adversario de Alfonsín en ese momento. El hombre que podía jaquear electoralmente su gobierno, como pasó meses después del día en que se tomó esa foto, en las elecciones de la provincia de Buenos Aires, cuando Cafiero ganó la gobernación y determinó con ese triunfo el ocaso del gobierno de Alfonsín.
¿Por qué me interesa que pensemos en esta foto? Porque en un momento en que el sistema colectivo estaba amenazado, Alfonsín, a quien el actual Presidente reivindica tanto, apeló a la unidad de la política. A concertar, a acumular consenso frente al desafío.
Las comparaciones son un poco imaginarias, literarias, incorrectas. Es probable que el coronavirus sea más inteligente que los carapintadas. Seguramente es más difícil negociar con él que con esos militares que se habían levantado detrás de Aldo Rico. Sin embargo, el Gobierno frente a este desafío que tiene toda la sociedad por una pandemia que ya se está volviendo extenuante, que pasa de una ola a otra y que, según parece, va a quedarse mucho tiempo, con o sin vacuna, eligió como método el conflicto.
Quizá porque carece de otros métodos para manejar la administración. Quizá, frente al miedo de esta amenaza que es atravesar la pandemia con una política sanitaria muy errática, que hace agua por todos lados, el único modo de ordenamiento que encuentra Alberto Fernández, a falta de un método administrativo, de gestión es el conflicto político. Es decir, dejar el rol del estadista para convertirse en el jefe de un bando. Y esto termina ordenando a todo el oficialismo que hoy elige la adversidad, el conflicto y la contradicción como el camino en medio de una crisis sanitaria que tiene muchas manifestaciones.
El miércoles de la semana pasada, cuando el Presidente habló a la noche, durante la mañana se produjo un episodio muy importante en la historia de esta política sanitaria, que es que la ministra de Salud, Carla Vizzotti, anunció la suspensión de la campaña vacunatoria por falta de vacunas. Es todo un problema la falta de vacunas en esta gestión sanitaria. “La vacunación está suspendida”. Era obvio que cuando Vizzotti dijo eso, el Gobierno en algún momento iba a anunciar un nuevo confinamiento como única estrategia frente a una gestión tan deficiente en materia de salud.
Esto se inscribe en una serie de hechos que exageran el problema de la falta de vacunas. Por ejemplo que haya habido, y nos sigamos enterando todos los días, un vacunatorio vip en cámara lenta. No es solamente el que se montó con 10 o 15 privilegiados en el Ministerio de Salud, sino todos los casos que estamos viendo, de gente que consigue ser vacunada por el Estado de manera clandestina, de manera irregular. Esto agrava y vuelve más irritante la falta de vacunas. Esa irritación se vuelve por momentos hasta capciosa. Cada vez que aparece Carlos Zannini, el Procurador del Tesoro que tiene que hacer gestiones judiciales por el conflicto entre la Nación y la ciudad de Buenos Aires, mucha gente recuerda que él y su mujer consiguieron vacunarse haciéndose pasar por personal sanitario, es decir, sacándole dos vacunas a algunos enfermeros y médicos que están peleando en la vanguardia de este combate contra el coronavirus, para tener ellos la comodidad de estar vacunados sin explicación ninguna.
No es solamente este episodio el que exagera el problema de la falta de gestión con las vacunas, que ya es un problema en sí mismo. La forma en que se vacuna en la provincia de Buenos Aires es delirante. Solo puede vacunar el oficialismo y, en los lugares donde no gobiernan, la vacunación se hace fuera de los centros de salud. Hay grandes partidos del Gran Buenos Aires, de la tercera sección electoral, del conurbano sur, donde es más difícil administrar la pandemia porque es donde vive gente en peores condiciones de infraestructura, donde La Cámpora, aunque no solo ellos, también el massismo, vacuna en clubes, en sociedades de fomento. Se forman colas en lugares que no son centros de salud. Los centros de salud de esos municipios no están afectados a la campaña vacunatoria para que el intendente opositor no pueda decir: “Yo te di la vacuna”.
¿Entonces qué sucede? Episodios como los que ocurrieron la semana pasada en muchos de estos lugares, donde alguien se desmaya o tiene un brote alérgico y hay que mandarle una ambulancia porque lo están vacunando en un espacio donde no hay médicos ni atención. Si se los vacunara en centros asistenciales se evitarían estos problemas. Una irracionalidad que demuestra que la vacuna es parte de la campaña electoral, aún cuando no hay vacunas. Ese es el contexto de lo que estamos viviendo en materia sanitaria. Para entender la discusión que hay hoy en la Argentina, hay que ubicarla sobre el telón de fondo de estas aberraciones.
Mientras tanto no están las vacunas. Ahora le pidieron a Jorge Argüello, el embajador en Estados Unidos, que consiga la Pfizer. Que al final, si uno mira toda la peripecia, el Gobierno no quiso contratar muy probablemente por razones ideológicas. No vaya a ser que ahora tenga que contratar y para hacerlo deba modificar la ley en la que puso restricciones el Congreso no solamente el Gobierno porque la oposición también votó que hacían inviable cualquier contrato, en condiciones de emergencia.
Un dato curioso: Pfizer está asociado a un laboratorio suizo, BioNTech, cuyos dueños tienen una extraordinaria relación con la Argentina. Son los que fabrican la vacuna en una alianza con Pfizer. Tienen cinco laboratorios en la Argentina. Los hijos del dueño viven aquí. Por eso también eligieron la Argentina como lugar para hacer el estudio de la vacuna. Y la Argentina se perdió la vacuna. Con Pfizer, como informaron Claudio Jacquelin y Hugo Alconada Mon en LA NACION, con las vacunas que podría usar la Argentina, está vacunando Uruguay.
La Unión Europea está contratando 1800 millones de vacunas con Pfizer para la campaña vacunatoria de 2022 y 2023, cuando quieren tener a todo el mundo vacunado. No sólo a los mayores. La Argentina está negociando con ese sistema. Este Gobierno, que va resolviendo los problemas aluvialmente, según van llegando, con enormes faltas de coordinación, compite contra países más ricos. O más organizados, como Chile o Uruguay; o aún con Brasil que acaba de firmar un convenio por quince millones de dosis con Pfizer.
Todavía no sabemos qué pasa con la vacuna de AstraZeneca. Hoy, en su cuenta de Twitter, Hugo Sigman, líder del grupo Insud, terminó dando explicaciones. Es el titular del laboratorio mAbxience que ya produjo, según dice él, la materia prima de la vacuna que elabora AstraZeneca con la Universidad de Oxford. Sigman explica que sólo se dedica a producir la materia prima, que no produce la vacuna -la investigación científica- y que tampoco contrata con AstraZeneca, porque contrató el Gobierno; y aclara que no es el que envasa, que eso lo hace un laboratorio mexicano. Hace bien Sigman en aclarar esto, porque todo el mundo ponía la mirada en él. ¿Por qué? Porque en el mes de agosto se ufanó de ser el empresario que iba a vacunar a América Latina, como sostuvo un titular de El País de España.
Ahora, Sigman adoptó su verdadera dimensión. Pero los argentinos no tenemos que esperar explicaciones de Sigman en materia de vacunas y del contrato con AstraZeneca. Debemos esperarlas de Alberto Fernández, que en el mes de agosto nos dijo que entre enero y febrero íbamos a estar prácticamente todos vacunados con 22 millones de vacunas, de las cuales pagó el 60%. Y ahora no aparecen. Debe dejar en claro que esa apuesta ciega por AstraZeneca no se debió a que era el laboratorio que tenía ya un contrato con Sigman. Una gran improvisación que se disimula con un conflicto político con la oposición. Esta es, llamémosle así, con mucha generosidad, la “estrategia”. ¿Por qué digo una gran improvisación? Porque el Gobierno llega a un nuevo confinamiento sin consenso, después de haber anunciado medidas que ni los propios funcionarios conocían.
La semana pasada, el lunes, se reunieron nuevamente los expertos en epidemiología, los infectólogos que asesoran al Gobierno desde el comienzo de la pandemia. Le dijeron a Alberto Fernández que el cuadro es complicado, porque el sistema de salud está presionado. Y le dijeron que tenía que adoptar un menú de medidas, con varias alternativas. Pero le dijeron también algo muy importante: para gestionar estas medidas sería indispensable que las encare con un grado de concertación o consenso. Esto fue un mensaje explícito, no de los sabios de la política, sino de médicos, de infectólogos. El martes por la mañana Fernández le comentó a gente de su intimidad, en Olivos, donde estaba recluido por haberse contagiado: “Yo cierro todo”.
El miércoles a la mañana, la ministra Vizzotti hizo una conferencia de prensa diciendo que no iba a haber más medidas. El miércoles a las 17 el ministro Trotta anunció que no iba a haber cierre de escuelas. Y a la noche de ese día el Presidente anunció un nuevo confinamiento con cierre de escuelas. La falta de concertación no es con Horacio Rodríguez Larreta, con Juntos por el Cambio, con la oposición. Es una falta de concertación con el propio equipo, deshilvanado, que encuentra la debilidad en sus propias formas de actuar. Y que debe pelearse con el otro para encontrar alguna forma de ordenamiento.
Esto se extiende no solamente al gobierno nacional sino también al de la provincia de Buenos Aires. El viernes Axel Kicillof convocó a una reunión de intendentes para hablar de la gestión de la pandemia. No hacen falta muchos argumentos para demostrar que hay un verdadero problema de gestión sanitaria, porque el grado de informalidad que se registra en el conurbano impide cualquier tipo de organización de la vida social y eso conduce a un problema. Kicillof hizo la reunión solo con intendentes oficialistas. No se le ocurrió convocar a intendentes de zonas hiperurbanizadas, como el intendente de Lanús, Vicente López, La Plata, Tres de Febrero. No los sumó porque son intendentes de Juntos por el Cambio. Es decir, en esos municipios no hay pandemia.
Tan descoordinado es esto, que Alberto Fernández tiene que decidir sobre el AMBA, que es una unidad administrativa desgraciadamente inexistente, sin poder decidir sobre las demás provincias por una razón muy sencilla. Porque, ahora, Uñac, Perotti, se pueden subir al coro contra Larreta. Pero el miedo de Fernández para tomar una decisión de carácter general es que lo desobedezcan sus propios gobernadores. Entonces, ni siquiera con ellos se puede coordinar.
Todo esto adopta en estas horas una modulación especial porque toca un nervio de altísima sensibilidad. Toca el problema educativo. Esta es la riqueza, la densidad, la complejidad, la gravedad del debate que hay hoy entre el gobierno nacional y el de la Ciudad de Buenos Aires. El problema de la educación, de si las escuelas van a estar abiertas o cerradas. Es importante porque la educación, como sabemos, es una actividad estratégica; es más importante todavía porque hablamos de este problema en un país con 42% de pobreza. Cómo cerrar las escuelas, no en CABA, en el conurbano bonaerense, donde no todas las familias tienen una computadora, mucho menos varias para que los chicos puedan cumplir el ciclo escolar desde la casa, donde en muchísimos barrios los servicios de internet son de baja calidad y la banda ancha impide asistir a clases. Además -esto tienen que responder el gobierno nacional y Kicillof- si los chicos no van a la escuela, ¿dónde van a estar esos chicos para no contagiarse?. El gobierno de la provincia garantiza que esos chicos estén siguiendo conductas saludables y estén en un ambiente que los ponga a salvo del contagio del virus. ¿No estarían mejor en la escuela, un lugar donde se puede organizar la vida en común? Hay familias en las que los padres trabajan y no tienen recursos para contratar a alguien que cuide a los hijos que no están en el colegio.
Estamos hablando de un área que tiene el 51% de pobreza. Hay 2 millones de nuevos pobres en el Gran Buenos Aires. De ese porcentaje, el 63% son menores de 17 años. Ahí se cerraron las escuelas. Entonces, estamos hablando de un problema de política sanitaria, pero, detrás de ese conflicto, hay uno de plazo más largo: ¿qué papel tiene la educación en un país pobre?
Esta cuestión es de gran importancia porque la única manera de pedirle a la sociedad que se progrese por el mérito es fijando un piso de igualdad de oportunidades en materia educativa. Si el pobre no recibe educación no se le puede pedir que compita en el mercado. De esta manera, el primer bien que necesita un pobre es el de la educación. Estamos frente a un asunto estratégico para la economía argentina. No es solo un tema de caridad o promoción social, sino que es un déficit que tiene la Argentina de manera creciente: una pérdida de capital humano, que complica enormemente su competitividad y, por ende, su futuro. De esto se habla cuando se plantea “escuelas abiertas” o “escuelas cerradas”.
Habría que volver a leer a Sarmiento para ver cómo pensaba él la educación. No la veía solamente como una forma de habilitación de derechos para el individuo, sino como organizador de la vida colectiva. Y del capitalismo.
A fines de los años 50, en Sudáfrica se dictó la ley Bantú, que establecía un régimen especial de educación para los chicos negros con el fin de que contengan sus expectativas y no aspiren a ocupar los lugares que tenían los blancos. Esa fue la ley que desató la lucha que, décadas después, terminó con el apartheid. Quiere decir que estamos jugando con una cuerda de altísima sensibilidad para la sociedad, la familia y los derechos humanos.
Esta es una discusión electoral, y está muy bien que así sea. Que se vote prestando atención a estas temáticas. Por supuesto, la sociedad está evaluando cómo se comporta cada líder en relación a esta agenda. Estamos en una encrucijada muy importante donde se juega bastante de la carrera electoral de este año, pero también la de 2023.
Es importante rescatar el problema de la educación -ligado con el de la salud y el de la pobreza- de la discusión coyuntural de si es la Cámara en lo Contencioso Administrativo de la ciudad, el juez en lo Contencioso Administrativo de la Nación o si es la Corte la que se tiene que expedir mañana o pasado. Se trata de un problema de gran seriedad para un país pobre.
El viaje de Martín Guzmán también se relaciona con este punto. Alberto Fernández tenía dos banderas para los dos primeros años de gestión. Una era la vuelta a la normalidad después de la pandemia. Es verdad que la peste lo tomó por sorpresa. Pero ya pasó un año y podría comenzar a prever sus jugadas. La otra bandera era la normalización económica a través de un acuerdo con el Fondo. Esa política era previsible. Pero también sucumbió.
Guzmán viajó a Europa con un desafío: tiene un vencimiento de 2900 millones de dólares con el Club de París en mayo y otro de 2300 millones de dólares con el FMI en septiembre. En este contexto, tiene que lograr que los países más poderosos (los del G7), que controlan ambos organismos, le acepten algún método, o al menos un ardid, para pasar esos vencimientos para después de las elecciones. Tal como dicen fuentes del Fondo, el Gobierno ya no llega a hacer un acuerdo con esta entidad antes de los comicios, como deseaba conseguir. El ministro deseaba tener este acuerdo en febrero, pero acá también chocó con un inconveniente de organización y de método.
¿Cómo le fue? Hay que mirar la cuenta de Twitter de Guzmán, quien emitió mensajes de agradecimiento a los distintos ministros de Economía con los que se reunió. La única que le contestó, muy generosamente, fue la de España, Nadia Calviño, quien escribió: “Muy interesante reunión con el ministro Guzmán para conocer de primera mano los progresos de Argentina en sus negociaciones con el FMI. España seguirá siendo un socio leal y constructivo para apoyar la salida de la crisis de un país tan cercano e importante”. Un gran gesto de España hacia la Argentina, sobre todo al gobierno de Fernández y Guzmán.
Los demás, en el mejor de los casos, se dedicaron a retuitear los agradecimientos de Guzmán, como fue el caso del ministro alemán. Es importante subrayar lo que sucedió con el ministro de Finanzas francés, Bruno Le Maire, dado que, lógicamente, Francia es quien preside el Club de París. En este caso, el mensaje del argentino fue bastante formal y desencantado, lo que daría la impresión de que no hubo buenas noticias allí. Esto significa que, para conseguirle algún tipo de postergación en el vencimiento, el Club de París está pidiendo un acuerdo, aunque sea mínimo, con el Fondo, y que esta entidad internacional venga a la Argentina a mirar las cuentas. Habrá que ver si Cristina Kirchner admite este procedimiento en plena campaña electoral.
Guzmán pide algo muy ambicioso: que el Fondo, en homenaje a la Argentina, reforme su estatuto y duplique el período de gracia para la negociación de deudas. Que pase de 10 años a 20. Si uno mira lo que dicen los funcionarios de esta organización da la impresión de que eso no sucederá. Las autoridades del FMI cambiaron de tono. Sus declaraciones ahora corren por cuenta de Gerry Rice, el vocero de la directora del Banco Mundial, Kristalina Georgieva; de Geoffrey Okamoto, que es el representante de Estados Unidos en el Fondo; y de Alejandro Werner, que es el encargado de América Latina en la entidad. Ellos sostienen que la inflación es muy alta y que no hay unidad política dentro del Gobierno para llegar a un acuerdo, si bien con Guzmán pueden coincidir en su estrategia conceptual, que es bastante racional. Lo que le falta al ministro es espalda política: es decir, respaldo de su gobierno y de su presidente.
Guzmán dejó Europa Occidental y viajó a Rusia porque el principal problema del programa económico hoy es la falta de vacunas. Lo hizo después de haber tenido una reunión importante, por lo simbólica, en España. Los diplomáticos argentinos ofrecieron a Guzmán reunirse con empresarios españoles que pueden invertir en el país o que ya tienen inversiones aquí. Le ofrecieron también un encuentro con las cámaras empresariales. Pero él se negó y prefirió seguir adelante con la reunión que ya tenía acordada desde Buenos Aires con Hugo y Leandro Sigman, en la casa del hijo del empresario. Esto se da en un momento en el que están faltando las vacunas de AstraZeneca, con lo cual no es inteligente por parte de ninguno de ellos tener ese almuerzo, salvo que tras ello anunciaran que se resolvió el conflicto y que ya están las dosis.
Fue un almuerzo bastante deshilvanado. Guzmán estaba nervioso, se levantaba a hablar por teléfono y terminó yéndose antes. Sigman sentó en la mesa a los hermanos Jorge y Juan Pepa: uno de ellos, Jorge, es el yerno de la mujer de José Luis Manzano. Fue un financista clave en la estructuración de la compra de Edenor, empresa con la que el ministro Guzmán tiene que negociar la deuda. Mal por ahí también. ¿Hubo algo oscuro? Seguro que no. Desprolijo. Nuevamente, se ve una especie de falta de delicadeza con los procedimientos que llama la atención.
Sumado a esto, Guzmán dijo que iba a profundizar la relación de cooperación “estratégica” que el país tiene con Rusia. Esto abre otra alerta: el gobierno ruso es el principal enemigo de Estados Unidos. Si Guzmán es consciente de eso, está bien que diga lo que quiera. Es una decisión política. El temor es que no lo sepa. Si va a pedir auxilio en el Tesoro de los Estados Unidos, habría que avisarle que el hoy el gobierno de Joe Biden es casi “antiruso”, que está expulsando diplomáticos de ese país y que señala a Vladimir Putin, con el que profundizaríamos nuestra relación, como un criminal.
Estas son cuestiones que seguro registró Sergio Massa en la cena que mantuvo con los diplomáticos estadounidenses que estuvieron la semana pasada en Buenos Aires: Juan González, el encargado de las relaciones con América Latina del Consejo Nacional de Seguridad, y Julie Chung, la encargada de América Latina del Departamento de Estado. Solo estuvieron Massa y su esposa, Malena Galmarini, lo cual es llamativo. No se invitó ni a Máximo Kirchner ni a ningún otro miembro del oficialismo. ¿De qué hablaron? Se sabe de qué hablaron los norteamericanos, pero casi nada de qué dijeron los Massa. ¿Qué habrán dicho de Fernández? ¿Qué habrán dicho de Cristina? Habrá que esperar a los próximos WikiLeaks.
Sí sabemos lo que dijeron González y Chung, quienes se focalizaron en dos temas centrales: telecomunicaciones y medicamentos. En el primer punto, preguntaron por qué empresa del sector la Argentina iba a apostar para la tecnología 5G: la nueva internet. Esto le interesa a Estados Unidos porque no solo se utilizará para la vida cotidiana sino también para las cuestiones de Defensa. Y acá el problema está en si el Gobierno se inclina por la empresa china Huawei, que es la compañía que más avanzó en este campo a nivel mundial. Esto se debe a que esta decisión implicaría una alineación militar. En el fondo, dicho de una manera políticamente incorrecta, lo que se juega aquí es otra cuestión: de quién quiero depender, a quién le quiero dar mi información, o quién quiero que me espíe. Hablar de esto con Massa podría ser relevante porque él tiene una gran influencia en el Enacom, que controla las telecomunicaciones.
En cuanto a los medicamentos, la pregunta es cómo desacoplar de China a la industria farmacéutica. El 92% de los insumos de este sector en Estados Unidos depende de China. Entonces, lo que quiere el gobierno de Biden, y se lo comunicaron los visitantes a los Massa, es que la Argentina vaya perdiendo dependencia de China; es decir, que el país vaya desconectando su economía de la de China.
La Argentina prefiere la equidistancia en un mundo que se va polarizando y en el que, por la pandemia, los medicamentos se están convirtiendo en una industria geopolítica estratégica. Para Fernández, la equidistancia puede ser muy cómoda; pero para toda la sociedad puede significar el atraso.
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