Quienes en esta instancia crucial deberían canalizar demandas, contener, articular relaciones entre actores sociales, políticos y económicos y aportar soluciones carecen de autoridad, reconocimiento, claridad de objetivos o poder suficientes para hacerlo
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La crisis económica ofrece todo los días suficientes motivos de preocupación y pocos elementos para tranquilizar los ánimos. Pero hay un trasfondo, expuesto en las últimas 48 horas como pocas veces antes, que aporta un motivo mayor de inquietud.
Un álbum de imágenes y declaraciones públicas logró poner de manifiesto la profundización de la crisis de representatividad y de liderazgo que atraviesa a la dirigencia política y sectorial. Una exhibición impúdica de lo que las encuestas vienen expresando. Quienes en esta instancia crucial deberían canalizar demandas, contener, articular relaciones entre actores sociales, políticos y económicos y aportar soluciones carecen de autoridad, reconocimiento, claridad de objetivos o poder suficientes para hacerlo.
La mayor movilización callejera que se haya registrado durante el mandato de Alberto Fernández, ocurrida anteayer, solo tiene como elemento aglutinante y unificador ese sustantivo colectivo. La ocupación de las calles porteñas puso de manifiesto el malestar social creciente al igual que el complejo y diverso mosaico en el que se ha fragmentado la representación de los trabajadores argentinos. Como para potenciar las dificultades.
Formales e informales. Ocupados y desocupados. Oficialistas y opositores. Filoalbertistas y antialbertistas. Peronistas y de izquierda. Cristinistas y antikirchneristas. Moderados y radicales. Todos ellos se expresaron juntos y por separado en una misma tarde. La diversidad de reclamos, de consignas, de destinatarios de demandas y de referentes solo logró expresar un deterioro creciente de la situación que obligó a muchos dirigentes a salir (a disgusto) de sus oficinas. No había mucho más en común. Y, sobre todo, no había dirigencia ni institución que pudiera sintetizar y canalizar ese malestar. Pedazos de un país roto que se sigue rompiendo.
“¿Y ahora cómo seguimos?”. Ese es el interrogante que carcomía ayer a la dirigencia cegetista después del acto realizado en escalas, con el proclamado objetivo de defender al Gobierno de “los formadores de precios”, esos caníbales indefinidos que jibarizan el salario. Aunque solo logró subrayar así las debilidades, la incapacidad o la ausencia de un plan de la gestión albertista, ahora tercerizada en Sergio Massa, para combatir la inflación.
El verborrágico y díscolo Pablo Moyano expresó en el pliego de exigencias que dirigió a Fernández tanto la confusión de los planteos y destinatarios como la atomización de la representación. Su palco privado, sin la presencia de los otros dos dirigentes con quienes “comparte” (o se reparte) la conducción de la CGT, resultó una alegoría hiperbólica del estado de cosas. Los trabajadores que aún toman como referencia a esa central obrera deben haber quedado estrábicos. La conferencia de prensa conjunta posterior no logró unificar discurso ni miradas.
Se abre ahora para ellos un horizonte tanto o más complejo que el día anterior a la movilización. Lo confuso de las consignas se desvanece ante la claridad del motivo de la salida a la calle: ganar tiempo u oficiar como válvula de escape, para que la presión no termine en estallido. Si la inflación sigue su curso ascendente cualquier paritaria no solo será ineficaz sino aceleradora del deterioro de los ingresos y de los reclamos. Una trampa que muchos de los gremialistas (vitalicios) conocen bien. En estos casos la calle suele ser de mano única y terminar en colisiones. Sobran los antecedentes.
Kicillof activa alarmas
Si el carácter tan multitudinario como disperso de la manifestación callejera de anteayer dejó abiertos demasiados interrogantes y preocupaciones para la mayoría de la dirigencia cegetista (a excepción del clan Moyano), el gobernador bonaerense, Axel Kicillof, los ahondó exponencialmente solo 24 horas después. La designación del gremialista ultrakirchnerista Walter Correa como ministro de Trabajo provincial es casi una declaración de guerra no solo para el sector empresario al que el ahora funcionario denuesta sin reparos, sino también para “los Gordos” que controlan la CGT. Así lo entendieron cuando se enteraron ayer del nombramiento de Correa, cuyo mejor vínculo en la central obrera es con el rebelde Moyano hijo. Liderazgos más que en crisis.
Todo es demasiado singular. Tanto que Alberto Fernández debería estar agradecido por el central lugar asignado en los planteos de los dirigentes sindicales y sociales, aunque solo fuera para reclamarle soluciones o cuestionarlo. Las recurrentes ausencias (físicas) del Presidente en la Casa de Gobierno desde el último cambio de gabinete (no solo cuando hay protestas, como ayer) son vistas ya como la puesta en hecho de una degradación sistémica hasta de su autoridad formal. El fallido expresado ayer por el embajador argentino en Estados Unidos terminó por cristalizarlo al hablar de “la gestión del presidente Massa”. Jorge Argüello es, paradójicamente, un buen amigo de Fernández, además de uno de los funcionarios propios que mejor funcionan. El subconsciente suele ser indomable.
Massa se sigue depositando quizá la última cuota de esperanza para evitar el colapso durante la actual gestión nacional. Es uno de los pocos consensos que existen dentro de la coalición gobernante y (con muchos matices) en el establishment sectorial
La presidencia concedida al ministro por el lapsus linguae del embajador tal vez oculte un castigo más que un reconocimiento. El poder sigue siendo un bien compartido (y escaso). Aunque desde el entorno de la silente Cristina Kirchner trasciendan expresiones de apoyo y confianza para Massa, no faltan las manifestaciones destinadas a marcarle la cancha, provenientes de indudables delegados cristinistas, que se cuentan entre los pocos que tienen acceso directo a “la jefa”. La vicepresidenta no parece dispuesta a dejar nacer nuevos liderazgos por fuera de su tutela. Aun en la decadencia y con su jefatura en cuestión conserva suficiente poder. Sobre todo, de daño y veto.
La llegada de Correa al gabinete de Kicillof también encierra mensajes para el titular de Economía, que ayer dijo que sus prioridades son “la paz social y el orden macroeconómico”.
El mejor elogio que encontró el gobernador para celebrar la designación del dirigente del gremio de curtidores (de cueros) es que “es uno de los sindicalistas que impiden que el mercado ajuste”. El cristinismo le agregó una fila de ladrillos a su fortaleza bonaerense, que sin los suministros de la Nación no puede subsistir. Ahí están los límites objetivos del tigrense. Esa parte del mapa de gastos no es recortable.
Aun así en Massa se sigue depositando quizá la última cuota de esperanza para evitar el colapso durante la actual gestión nacional. Es uno de los pocos consensos que existen dentro de la coalición gobernante y (con muchos matices) en el establishment sectorial. Anteayer lo admitían los gremialistas de la CGT y ayer lo expresaban los empresarios en el Consejo de las Américas.
Las singularidades no encuentran límites. Como la crisis de liderazgo. La elección y aceptación de Massa para restaurar la confianza en el gobierno nacional parece una paradoja mayúscula: su figura es una de las que más desconfianza despertaban (y sigue despertando) tanto entre la dirigencia política y sectorial como entre los ciudadanos comunes. Consecuencias de un gobierno sin conducción.
Pero el horror al vacío es la rampa de lanzamiento de los temerarios. Y Massa no pierde oportunidad de exhibir su arrojo. Como para decirles a los dirigentes de la Mesa de Enlace que no se presentaría a la elección presidencial de 2023 en pos de construir la confianza de la que carece. Aunque para creerle los ruralistas le pidieron que hiciera pública su promesa, el ministro se niega a desmentir o confirmar la versión. Argumenta que está concentrado en la gestión y que no expone en público lo que habla en privado. Sigue apostando en otras mesas.
La fragmentación de la dirigencia y la ausencia de liderazgos consolidados, también en la oposición, es una variable que Massa quiere ver a su favor. La generación de promesas y anuncios a granel y sin demasiadas precisiones apuntan a sostener en el aire todas las naranjas del malabarista. Para cada público hay un show que ofrecer. Por eso, evita sentarlos en la misma mesa y laudar en los conflictos distributivos. Los intereses se resuelven en mesas individuales.
Massa apuesta todas sus fichas a recomponer las reservas con el argumento de que si consigue dólares todo lo demás se ordenará. Y promete obtenerlos. Ese es su plan y esa es la promesa que los cristicamporistas le compraron para darle tiempo (y silencio). Como antes le habían comprado a Martín Guzmán la promesa de un arreglo de la deuda sin costos. Dos tipos audaces en un mar de liderazgos en crisis.
En ese contexto, la máxima massista (“garantizar el orden macroeconómico y la paz social”) adquiere el carácter de desiderátum. Lo que hoy es ventaja puede volverse amenaza. La crisis de representación también puede escalar. Y cualquier desorden sin liderazgo puede ser explosivo.
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