La dolorosa renuncia a la identidad
Mi viejo nació en Lituania, en un pueblo cercano a la ciudad de Kaunas. Como muchos judíos de principios de siglo XX, sólo podían acceder a la educación religiosa ya que la escuela pública y la universidad estaban vedadas para ellos. Fue de los primeros de su familia, allá por 1928, en llegar a la Argentina.
Trabajó duro junto a sus hermanos en Once y formó una empresa considerable. Recuerdo con emoción algunas tardes de sábados cuando lo acompañaba a la sinagoga de sus paisanos lituanos de la calle Uriburu que él ayudaba a mantener. En el templo había una larga mesa en un lugar opuesto al púlpito. Allí reposaban gruesos libros en hebreo entreverados con vasos de té y, a veces, pedazos de bizcochuelo. Sentados a su alrededor una decena de ancianos y hombres maduros leyendo y discutiendo alguna frase y mezclando el hebreo de la cita original con explicaciones e interpretaciones en idish. Así era todos los sábados. Se leía y discutía alguna parte de la Torá, se debatían las distintas interpretaciones del Talmud. Nada era aceptado sin discutir salvo los Diez Mandamientos.
Era parte de la vieja tradición de un pueblo que dio a la humanidad a sabios como el español Abraham Abulafia, Maimónides, o el gaón de Vilna y a pensadores como Baruch Spinoza, Marx y Freud. Ninguno fue un tipo obediente. Fueron transgresores y no siempre lo pasaron bien por serlo.
Mi padre pertenecía a un partido de derecha. Sin embargo, cuando murió Alfredo Palacios, yo era muy chico y él, contra mi voluntad, me llevó al velorio. Me dijo: "Yo sé que ahora no tenés ganas, pero cuando seas grande vas a estar orgulloso de haber estado". No hace falta que aclare que Palacios era socialista y que yo estoy orgulloso de haber ido.
No concibo un grupo de judíos que piensen igual en todo. Sin ánimo de volver a discutir el acuerdo con Irán, señalo algo que me parece muy doloroso: que un montón de legisladores, funcionarios e intelectuales judíos que integran el kirchnerismo piensen respecto de ese acuerdo del mismo modo y sin el más mínimo disenso.
Me hubiese gustado oír a Daniel Filmus decir que no quería votar esto en honor a su Bobe ; escuchar a Beatriz Rojkés decir que prefería consultar con su rabino antes de tomar una decisión así. Tampoco imagino a mi madre muy contenta con Héctor, con quien compartió mesas familiares repletas de pescado relleno, krein y knishes, al verlo ahora sentado a otra mesa, con un canciller iraní que niega el Holocausto. En fin, ¡uno solo! que me haga creer que la identidad judía, la vieja tradición de alentar la discusión, la disidencia, el pensamiento novedoso iban a pesar más que la obediencia o el miedo a ser desterrado del oficialismo.
Lamentablemente esto no pasó en el debate. Ni el fallido de Timerman cuando dijo con parsimonia que "el encubrimiento existe gracias a las decisiones que tomó este gobierno" ni cuando desconoció a una gran luchadora, Laura Ginsberg, mientras preguntaba: "¿Quién es ella?", me impactaron tanto como darme cuenta de que estos señores, mis paisanos, abandonaron la libertad de discutir entre ellos.
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