La cuenta regresiva de la explosión de Argentina
Una crónica febril de los días previos a la crisis de 2001; el derrumbe económico, los saqueos, la reacción de Fernando de la Rúa y Domingo Cavallo, el papel del peronismo
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¿Cuándo se activó la detonación? ¿Quién hizo estallar la Argentina? La crisis de 2001 destruyó un sistema de partidos, transformó el modelo económico y llevó la protesta social a niveles inéditos para la recuperación democrática. Pero toda explosión tiene una cuenta regresiva. Y dos décadas atrás, el temporizador se encendió con la respuesta del Fondo Monetario Internacional a los ruegos de Argentina.
El veredicto de Koehler
Hubo un llamado telefónico, un débil pulso eléctrico que entrelazó Buenos Aires con Washington en noviembre de 2001. De un lado de la línea, Jacob Frenkel, el lobista israelí del banco de inversión Merrill Lynch contratado por la Argentina para reestructurar la deuda y negociar ante el Fondo Monetario Internacional. Del otro lado, el director general del FMI, Horst Koehler, séptimo de ocho hermanos de una familia de granjeros alemanes, nacido en Polonia durante la ocupación nazi, que escapó de los tanques soviéticos, se crió en la Alemania comunista, huyó con su familia hacia Occidente antes de que se levantar el Muro de Berlín y vivió en un campo de refugiados. Y Frenkel y Domingo Cavallo intentan conmoverlo.
La conversación termina. El asesor israelí del gobierno argentino cuelga el teléfono. En el despacho presidencial, Fernando de la Rúa y el ministro de Economía, Domingo Cavallo esperan conocer la respuesta. La Argentina ruega por un desembolso de 1260 millones de dólares prometidos por el FMI. Pero la administración de George W. Bush y su secretario del Tesoro, Paul O’Neill, transmitieron la nueva doctrina al Fondo. No más salvatajes. De la Rúa y Cavallo escuchan como Frenkel busca palabras para explicar que los dólares no llegarán, que el Fondo les bajó el pulgar. Tienen que arreglárselas solos.
La Argentina avanzó decidida hacia la encerrona. En los noventa, Carlos Menem instrumentó la convertibilidad para frenar la inflación, los salarios en dólares crecieron y, durante años, oleadas de inversiones fluyeron hacia el país. A lo largo de la década del noventa, el peronismo aumentó el gasto público en dólares y se financió con endeudamiento y con la liquidación de empresas públicas, como la petrolera YPF, que fue vendida en 1992 con el voto de legisladores menemistas, pero también de kirchneristas como Oscar Parrilli. La convertibilidad era una máquina de ganar elecciones. Pero las empresas se acabaron y la Argentina no aumentó las exportaciones para compensar sus necesidades con ingresos reales. Y en 1998 llegó la recesión.
Una alianza de radicales y frepasistas triunfó en 1999 en las elecciones con la promesa de mantener la convertibilidad, un peso es un dólar, pese a que el modelo se mostraba agotado. La devaluación del real había golpeado la competitividad de las exportaciones y el peso de los aumentos impositivos dirigidos a convencer al mercado financiero habían lastimado la producción.
En noviembre de 2001, la negativa de Koehler a desembolsar el préstamo del FMI fue la señal para los peores presagios. La desconfianza había comenzado a extenderse como una plaga oscura.
El corralito
La certeza extendida de que la paridad entre el peso y el dólar era cada vez más difícil de sostener activó una creciente fuga de los depósitos. Hacia fines de noviembre habían salido de los bancos unos 22.000 millones de dólares. La fuga amenazaba al sistema financiero, pero sobre todo a los bancos públicos. Como reconstruyó Nicolás Gallo, secretario general de la presidencia de Fernando de la Rúa, los pedidos para cortar la sangría llegaban también del gobernador bonaerense Carlos Ruckauf y del cordobés José Manuel de la Sota, inquietos por el desplome de sus bancos provinciales.
Domingo Cavallo redactó el decreto del corralito en los últimos días de noviembre junto al asesor Tomás Liendo. La idea avanzó en el ala económica, sin consultarse con el sector político. El desenlace sería que los argentinos iban a ver limitada su posibilidad de extraer efectivo de los cajeros automáticos y deberían pagar con tarjetas de débito, un instrumento que para entonces la mayoría de los consumidores ignoraba. En el interior del Ministerio de Economía, la decisión ahondó el enfrentamiento con el secretario de Finanzas, Daniel Marx, que se oponía. En la reconstrucción de aquellos días, Cavallo argumentaría que la negativa respondía a sus “celos” hacia Liendo y Frenkel. Como reconstruyó el periodista Lucio Di Matteo en su libro El Corralito, Marx llegó a increpar a Cavallo con el argumento de que “la mayoría de la gente ni sabe lo que es una tarjeta de débito”, en las agitadas tardes de los últimos días de noviembre. “No es tan difícil aprender”, respondió el ministro.
Por aquellas horas, como reconocieron los funcionarios que acompañaban a De la Rúa, se llegó a evaluar soltarle la mano al Banco Galicia, que en el sector privado aparecía como el más jaqueado por la salida de depósitos. Se imaginó como una caída ejemplificadora para disciplinar al sector financiero. Pero Cavallo rechazó la idea por el peligro que entrañaba como efecto dominó. Nadie sabía dónde terminaría la crisis.
Inicialmente, el corralito iba a permitir mil pesos por semana, después se estimó en 500 y finalmente se fijó en 250 pesos. Las mayores presiones por restringir las extracciones llegaban de Ricardo Gutiérrez, titular del banco provincia durante la gestión de Ruckauf.
El 3 de diciembre entró en vigencia el decreto 1570. El malestar que se extendía en los sectores más empobrecidos por el avance del desempleo finalmente impactaba de pleno en la clase media. Miles de clientes se agolparon en las ventanillas para reclamar sin éxito que les devolvieran su dinero. Muchas sucursales debieron cerrar sus puertas para evitar que fueran destrozadas. El fuero Contencioso Administrativo Federal, donde se recibían los recursos de amparo para retirar el dinero pasó de recibir 40 mil expedientes por año, a 280 mil en las semanas posteriores al corralito, como reconstruyó el juez Pablo Gallegos Fedriani en el Diario Judicial. Los argentinos se encontraron, de pronto, que conseguir dinero para afrontar una cirugía, o cerrar una operación, o pagar una deuda, se había convertido en una odisea. La mecha se consumía rápidamente hacia el estallido.
La explosión
Los primeros movimientos aparecieron el 12 de diciembre y tomaron la forma de pedidos de comidas en las puertas de los supermercados. A los grupos rápidamente se sumaron manifestaciones callejeras dispersas. La economía había dejado de crecer a fines del gobierno menemista y, desde entonces, el desempleo se cristalizaba en los márgenes de las ciudades. En Rosario, Mar del Plata y Santa Fe perforado el techo del 20 por ciento. También en las barriadas del Conurbano, donde el paisaje laboral se transformó en multitudes sin empleo. Los datos de noviembre mostraban que la actividad industrial había vuelto a caer.
Aquel 12 de diciembre, los grupos piqueteros organizados cortaron rutas en La Matanza, San Francisco Solano, Florencio Varela, Berazategui, General Pacheco y San Martín. La protesta se extendía.
En paralelo, los gremios liderados por Hugo Moyano y partidos de izquierda se manifiestaron frente al Congreso.
Los disturbios comenzaban a multiplicarse. Bajo un sol de treinta grados, decenas de personas cortaron la Avenida de la Travesía en Rosario, Santa Fe. La provincia, gobernada por el peronista Carlos Reutemann, envió a la policía y se desataron los enfrentamientos. En Concordia, el dirigente justicialista José María “Chelo” Lima incitaba a punteros y vecinos a rodear la sucursal del supermercado Norte. Los pedidos de alimentos se reproducían. Cuando se apagaba un conflicto, se encendían muchos más. Intendentes y gobernadores llamaban a la Casa Rosada para rogar por entrega de alimentos, pero rápidamente el Ministerio de Acción Social había dejado de dar abasto.
El 13 de diciembre, impulsados entre otros por la CAME, comenzaron a sonar las cacerolas en la Ciudad de Buenos Aires. Primero se escuchan tímidamente al mediodía y luego intensamente por la noche. El malestar había permeado en los votantes de la coalición gobernante. El 14 se convocó a un paro de transporte y se desataron enfrentamientos con la policía en Córdoba, Rosario, Pergamino y Neuquén. El corralito había extendido el enojo en las ciudades. Por la noche se conoció la renuncia del secretario de Finanzas, Daniel Marx.
El sábado 15 se desataron lo saqueos. En Mendoza, cientos de personas se reunieron frente al supermercado Átomo, del barrio San Martín. El gobernador Roberto Iglesias pedía al Ministerio de Acción Social que envíe camiones con comida, mientras la noticia de que se repartirían alimentos se transmitía como un reguero de pólvora. Los manifestantes forcejeaban las puertas del supermercado y cuando parecen que iban a ceder, llegó la policía y los dispersó. “No hay temor a la extensión de estos hechos”, aseguraba el ministro de Justicia, Jorge de la Rúa. Al día siguiente, unas 250 personas ocuparon el Carrefour de Avellaneda. Recién se retirarían cuando entregan comida para 500 personas. A medida que avanzan los días, las protestas y los saqueos se multiplican. El gobierno nacional acusa al peronismo bonaerense de fogonearlos. Y mientras tanto se intensifican los cacerolazos, pese a la flexibilización a pesos del retiro en los cajeros automáticos.
El 19 de diciembre el conflicto termina por propagarse a través del Gran Buenos Aires, pero también en Santa fe, Entre Ríos, Mendoza, Río Negro y Corrientes. Las fuerzas nacionales y provinciales reaccionan reprimiendo las protestas. La noche deja un saldo de medio millar de detenidos, decenas de heridos, entre manifestantes y policías, y 7 muertes. Ya superado por la crisis, De la Rúa decreta el estado de sitio por 30 días. Para entonces, el Presidente le ofrecía al peronismo compartir el gobierno, a través de las gestiones que encabezaba Chrystian Colombo. Pero la respuesta se hacía esperar.
Lejos de apaciguarse, el estallido se exacerbó y se transformó en una revuelta generalizada con choques entre manifestantes y policías. El 20 de diciembre se multiplicaron los saqueos a una escala desconocida. El pánico se extiende y los negocios bajan las persianas, muchos comerciantes aparecen armados ante la psicosis de un ataque inminente. El Ministerio de Seguridad bonaerense informó de 30 focos diferentes en la provincia. Y se extendía la represión con gases lacrimógenos y balas de goma. Los investigadores Nicolás Iñigo y María Celia Cotarelo estiman que unas nueve mil personas participaron en saqueos en San Fernando, Pilar, Derqui, Escobar, Boulogne, San Isidro, Vicente López, Malvinas Argentinas, Merlo, Maquinista Savio, José C. Paz, San Miguel, Moreno, Villa Trujuy, Villa Tessei, El Palomar, Caseros, San Martín, Billinghurst, Villa Ballester, Ciudadela Norte, Ramón Castillo, Ramos Mejía, Lomas del Mirador, José Ingenieros, Tapiales, La Tablada, José León Suárez, Lomas de Zamora, Villa Fiorito, Lanús, Banfield y Quilmes. Hay estallidos espontáneos. Hay contagios. Y, en otros casos, son incentivados por punteros o dirigentes políticos, como al intendente de Moreno, el peronista Mariano West, que convoca a marchar hacia la Casa Rosada. De las 584 acciones de saqueos registradas, la mitad se enfocó a reclamar alimentos, un 42% se llevaron productos generales en venta y un 5% “dinero, aparatos, electrónicos, bebidas alcohólicas o drogas”, según Carrera y Cotarelo. En la Plaza de Mayo y en torno al Congreso, los manifestantes eran dispersados entre gases y disparos y volvían como oleadas de furia. Para entonces, el peronismo ya había rechazado la oferta del cogobierno. Sabía que con la Asamblea Legislativa iba a llegar al poder.
El día anterior, el gobierno había dictado la orden de impedir la toma de los edificios públicos. Fue aquella reunión que llevaría a condenar al exsecretario de Seguridad de la Alianza Enrique Mathov y al exjefe de la Policía Federal Rubén Santos por las muertes por la represión policial. 39 argentinos perdieron la vida en diferentes puntos del país.
A última hora, Fernando de la Rúa ingresó a su despacho, pidió una hoja membretada y fue en soledad a sentarse en su escritorio. Cuando terminó de redactar su renuncia, el acercó el texto a Virgilio Loiácono, su secretario Legal y Técnico. Saludo a los ministros que lo acompañaban y se retiró. En la puerta, se interpuso el jefe de la Casa Militar, Carlos Daniel Carbone, quien le dijo que la seguridad de la rampa no estaba garantizada.
- ¿Y entonces qué hacemos?, preguntó De la Rúa.
Carbone le respondió que traería en helicóptero a la terraza de la Casa Rosada para partir por el aire. Nadie objetó la idea.
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