La crisis de las instituciones y el funcionamiento de la Corte Suprema
El autor alerta sobre conductas dentro del máximo tribunal que conspiran contra el objetivo de llevar a los ciudadanos la tranquilidad que requieren respecto del accionar de la Justicia
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Hace años -no decimos nada nuevo- que nuestra Argentina se encuentra sumida en una fuerte crisis institucional. El desprestigio de los poderes estatales y la absoluta falta de respuesta de estos a la crítica social son una triste constante. Esto debería preocuparnos, ya que aquellas sociedades que no se preocupan por los aspectos institucionales y el estado de derecho no avanzan ni generan mejores condiciones de vida, tal como lo han demostrado los recientes ganadores del premio Nobel de economía.
El Poder Judicial y su cabeza, la Corte Suprema, se encuentra también alcanzado por la crisis referida. Como ha señalado el informe preparado hace solo un par de meses por Fores y la Universidad Di Tella, a pesar de una ligera mejora respecto de mediciones anteriores, casi el noventa por ciento de la sociedad descree en nuestro país del funcionamiento de sus tribunales.
Muchas de las razones que explican la crisis del Poder Judicial son ajenas a la Corte. Así, por ejemplo, no podría responsabilizársela por la falta de cobertura oportuna de las vacantes en el tribunal, que funciona irregularmente desde el retiro de la jueza Highton de Nolasco en noviembre de 2021, ni tampoco por cuestiones relacionadas con el funcionamiento del Consejo de la Magistratura. Sin embargo, otras razones sí le son directamente imputables. Y quiero en este breve artículo referirme a una de ellas.
El Poder Judicial, en un pie de igualdad con los otros dos poderes del estado, el Poder Ejecutivo y el Congreso, es responsable del gobierno de la Nación en representación de todos los habitantes de nuestro país. Los jueces son, también, representantes del pueblo. Sólo que el rol del Poder Judicial es diferente del de los restantes poderes estatales. Como señalaron los constituyentes norteamericanos, en modelo que adoptamos, los jueces no cuentan ni con la fuerza ni con el dinero, sino solo con el poder de su persuasión para resolver las cuestiones que son llevadas ante sus estrados. Por eso, su correcto funcionamiento es primordial, debiendo evitar toda acción que pueda llevar dudas sobre las motivaciones detrás de sus decisiones, socavando la confianza en su accionar.
Es innegable que los cuerpos colegiados, como la Corte Suprema de Justicia, son complejos y se ven fuertemente impactados por las relaciones interpersonales entre sus integrantes. Más, cuando a pesar de participar de una profesión común, las historias personales y formas de ver la vida y encarar la actividad profesional de cada uno de ellos difieren sustancialmente. No se les puede exigir a sus miembros que sean amigos o pasen sus vacaciones juntos. No están allí para eso. Tampoco se requiere que coincidan en sus visiones sobre el derecho, en el criterio para resolver un caso, o en la decisión sobre cuestiones de superintendencia. Lo que sí se requiere de ellos, en todo momento, es responsabilidad y colegialidad. Ambos aspectos resultan esenciales para que puedan ejercer debidamente su función constitucional. Sólo así lograrán transmitir la necesaria tranquilidad al ciudadano que, ajeno a cualquier dinámica interna, recurren a los estrados judiciales en busca de solución a sus controversias jurídicas o procurando respuesta frente a un hecho ilícito.
Lamentablemente, a la luz de algunos votos recientes, parecería que estos valores hoy están ausentes en nuestra Corte Suprema. Las formas parecen haberse perdido y se transmite una sensación de clima tóxico que contribuye al desprestigio del tribunal y a erosionar aún más la confianza en la institución. Si bien no son cuestiones nuevas, ya que se advierten desde hace varios años, la situación parece haberse agravado en los últimos meses, frente a la nominación de los doctores Lijo y García Mansilla para completar el tribunal y las demoras del Senado para brindar su acuerdo o rechazar sus pliegos. Esta situación queda evidenciada en que prácticamente no hay decisión del máximo tribunal, sea de la naturaleza que fuese, que no cuente con una disidencia, frecuentemente formulada en términos poco “académicos”.
Las disidencias en las decisiones de los órganos colegiados contribuyen por lo general al desarrollo del derecho al llamar la atención sobre las diferentes visiones frente a una cuestión jurídica. Sin embargo, cuando las disidencias versan sobre cuestiones nimias, se realizan en temas de superintendencia, que no implican una toma de posición jurídica o si, como ha ocurrido más recientemente, son utilizadas para que un juez formule imputaciones directas a sus colegas, a quienes acusa de mala fe, abuso de poder, de violar la ley y de realizar “operaciones políticas”, o para descalificar a diversos funcionarios del tribunal, son cuestiones graves que deben ser motivo de preocupación, más cuando tales alegaciones no se encuentran soportadas -al menos públicamente- por evidencias incontrastables o no se instan los procedimientos recursivos correspondientes. La crisis es tan profunda que ni siquiera en aspectos protocolares queda disimulada.
Estas conductas en nada contribuyen a llevar a los ciudadanos la tranquilidad que requieren respecto del accionar de los tribunales y parecen -a la luz de la opinión pública, ajena a la “cocina” del tribunal- ser sólo reflejo de cruentas luchas por espacios de poder.
Como señalara hace algunos años el presidente de la Corte Suprema del Canadá, Richard Wagner, en términos que resultan plenamente aplicables a nosotros: “Si queremos impartir una justicia ejemplar, una en la que los miembros del público puedan confiar, tenemos que hacer un esfuerzo más consciente para ser cívicos y colegiados, incluso cuando no estemos de acuerdo unos con otros. De hecho, diría que especialmente cuando no estemos de acuerdo unos con otros”[1].
Ojalá que las fiestas de fin de año, que siempre brindan ocasión para la reflexión y el balance, lleven a recapacitar de que no son los posicionamientos individuales los que hacen grande una Nación, sino que la grandeza se logra con el trabajo conjunto de todos, cada uno haciendo lo que corresponde.
[1] The Cambridge Lectures 2019: Civility and Collegiality - Opening Statement by the Right Honourable Richard Wagner, P.C., Chief Justice of Canada
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El autor es presidente del Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia (Fores)
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