La Argentina impune
La Justicia envió ayer una pésima señal a jueces y fiscales: los hechos de corrupción política no deben ser investigados ni castigados penalmente. La absolución de Fernando de la Rúa, de sus funcionarios y de los senadores de su época por el escándalo de sobornos en el Senado para que se aprobara la ley de reforma laboral, y, en el mismo día, el rechazo a un pedido del fiscal Campagnoli para ser repuesto en su cargo marcan una sombría perspectiva para los casos más resonantes de inmoralidad pública del kirchnerismo que se conocen en estos momentos.
El tribunal oral que juzgó los sobornos de hace trece años tomó casi todos los argumentos de la defensa de los procesados y cuestionó seriamente al juez que investigó y dictó los procesamientos, Daniel Rafecas; a los fiscales que actuaron, y a la propia Oficina Anticorrupción, que también había pedido la condena.
"Los hechos no existieron", dijo el tribunal. ¿No existieron? Los dos fiscales iniciales, Federico Delgado y Eduardo Freiler (hoy, juez de la Cámara Federal), llegaron a la conclusión de que sí habían existido. Rafecas hizo luego su propia investigación, que incluyó un innumerable cruce de llamadas telefónicas, y la decisión de éste fue confirmada por una Cámara que revisó el expediente. En el medio, actuaron dos fiscales más, el de la Cámara y el del tribunal oral. Ambos confirmaron las pruebas del delito.
Los periodistas que teníamos entonces la convicción de que esos sobornos existieron (y que la tenemos) nunca escuchamos hablar, al principio al menos, de una orden directa del entonces presidente De la Rúa. Varias fuentes hablaron del uso de fondos reservados, pero no de una intervención presidencial, que surgió mucho más tarde, cuando circuló un memorándum anónimo en el Senado. Los funcionarios radicales de entonces comenzaron señalando que el pago de sobornos a los senadores no había sido del gobierno, sino de importantes empresarios, interesados en que esa ley saliera. Cuando dejaron el gobierno, la defensa cambió: los sobornos no habían existido de ninguna manera. Era, desde ya, una estrategia para unificar las defensas de los ex funcionarios radicales y de los senadores, peronistas la mayoría, todos encerrados en el mismo brete.
En el largo camino de más de una década, dos testigos cruciales dejaron de ser accesibles para la Justicia. Uno de ellos es el ex senador Emilio Cantarero, un peronista clave en el Senado de los años 90, que le confirmó a la periodista María Fernanda Villosio, de LA NACION, que se habían pagado y cobrado las supuestas coimas. Cantarero está afectado por una enfermedad cerebral y perdió la memoria. La otra fue la ex esposa del arrepentido Mario Pontacuarto, quien, según dijo éste, era la única persona que, junto con él, había visto el paquete con cinco millones de dólares para pagar los sobornos. El Tribunal Oral que dictó ayer la absolución decidió no convocarla como testigo privilegiado de lo que afirmaba su ex esposo.
Los jueces parecen haber hecho propio el criterio defensivo de los ex funcionarios radicales, que atribuyeron todo a una enorme conspiración. ¿Política, acaso? ¿Peronista, entonces? Está comprobado en la historia que Fernando de la Rúa sufrió el acoso de un peronismo que entonces ya padecía el síndrome de abstinencia del poder. Pero ningún peronista que se precie de tal haría una conspiración autoinculpándose ante la Justicia. Los radicales delarruistas tomaron como argumento, para denunciar esa conspiración, las intensas gestiones que hizo el entonces senador Antonio Cafiero para establecer la veracidad de los hechos. Cafiero publicó luego un libro en el que relató sus comprobaciones sobre la existencia de los sobornos, pero muchos senadores peronistas de entonces, y algunos radicales, vieron definitivamente arruinada su carrera política. Una generación de senadores peronistas y radicales desapareció de la vida pública.
¿Eran empresarios, tal vez, los autores de la conspiración? Nadie en la vida pública argentina aspiraba con tanta obsesión, como los empresarios, a que la ley de reforma laboral fuera aprobada. ¿Por qué destruirían lo que querían que existiera? Es cierto que De la Rúa sentía la presión del mundo de los negocios y la del propio Fondo Monetario Internacional para que esa ley fuera sancionada por el Congreso. Y es igualmente veraz que el sistema de cobros de "remuneraciones extraordinarias" a los senadores (una simulación verbal propia de Jorge Capitanich) para que aprobaran las leyes más sensibles del Poder Ejecutivo había empezado en el gobierno de Carlos Menem. Durante gran parte del menemismo, fue habitual el intercambio de dinero por la aprobación de leyes en el Senado. La diferencia es que el método menemista era mucho más disimulado y eficiente que la forma chambona que eligieron los oficialistas del radicalismo.
El caso de los sobornos provocó, incluso, la renuncia del entonces vicepresidente Carlos "Chacho" Álvarez, presidente natural del Senado, quien creyó siempre que el tráfico de dinero espurio había existido. También se rompió de hecho la alianza que había ganado el gobierno en 1999. El posterior reproche político de la sociedad a Chacho Álvarez no fue porque él estaba convencido del delito, sino porque renunció en lugar de quedarse para combatir la corrupción desde adentro. ¿Semejante descalabro político, con un vicepresidente y muchos senadores eyectados del escenario público, con una coalición gobernante hecha trizas, sucedió por algo que nunca ocurrió?
Llama la atención, además, la dura reprimenda del Tribunal Oral al juez Rafecas, al que le pidió un proceso en el Consejo de la Magistratura. Rafecas fue el tercer juez en el caso de los sobornos. El primero fue Carlos Liporace, quien llegó a afirmar que "hubo sobornos", pero luego no pudo explicar la compra de la costosa casa en la que vivía. Lo siguió el juez Gabriel Cavallo, que en ese momento estaba ternado para su ascenso a camarista. Rafecas fue el primer juez que decidió hacer una investigación propia del caso y llegó a la conclusión de que los sobornos habían existido.
Rafecas es también el juez que autorizó todas las medidas iniciales que le pidió el fiscal Carlos Rívolo para investigar al actual vicepresidente, Amado Boudou, en el caso Ciccone. También por esa causa Rafecas está siendo juzgado por el Consejo de la Magistratura por un error cierto que cometió, aunque no dañó el material probatorio que él mismo ayudó a acumular. Hace poco, el fiscal Campagnoli estaba investigando a Lázaro Báez cuando la jefa de los fiscales, Alejandra Gils Carbó, lo suspendió en el cargo. Campagnoli pidió una medida cautelar para ser repuesto en el cargo, pero el juez federal Pablo Cayssials rechazó, ayer también, la solicitud del fiscal y ratificó su suspensión en el cargo.
Un día, en fin, de sucesivas victorias para la Argentina impune.
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