La alegría es solo brasileña y el kirchnerismo no fue invitado
El velo oficialista le hace perder de vista al Gobierno las profundas diferencias de la Argentina con Brasil, Chile, Perú y con las decisiones de matriz económica de sus líderes
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El kirchnerismo insiste en el error. De Lula en Brasil a Boric en Chile, la misma reacción: viaje festivo del presidente Alberto Fernández y su comitiva para celebrar esos triunfos electorales y, en el caso de Brasil, vuelo tan festivo como relámpago cuando todavía faltan dos meses para la asunción del nuevo presidente brasileño. Es una sobreideologización de la interpretación de los resultados electorales de países vecinos en clave kirchnerista. Esa lectura es siempre confirmatoria de la existencia de un arquetipo que nunca se concretó en la realidad, pero ahora menos que antes: una Patria Grande de matriz económica y social común que prolifera como reguero de pólvora y que ahora renace cuando su mecha parecía extinguida. Es curioso el énfasis y la ansiedad que pone el kirchnerismo en esos festejos de victorias tan ajenas como extranjeras.
Ayer mismo, cuando todavía no habían pasado 24 horas del triunfo de Lula sobre Bolsonaro, el Presidente ya estaba en Brasil. La urgencia del viaje solo se explica en términos personales porque, en términos institucionales, pudo esperar al 1 de enero, cuando Fernández volverá a viajar para la asunción de Lula. Otros funcionarios y dirigentes kirchneristas con cargo viajaron a Brasil también por felicidad personal. Una especie de estudiantina adolescente que danza al ritmo de ilusiones ópticas mientras en la Argentina la pobreza y la crisis se consolidan.
Fernández no se perdió ni una de las asunciones de los presidentes latinoamericanos que cree de izquierda, una consistencia que algo dice por contraste con otros mandatarios. El mandatario de Uruguay, Luis Lacalle Pou, no estuvo en la asunción de Pedro Castillo en Perú, a la que fue su canciller, por ejemplo. Fernández no estuvo, en cambio, en la asunción del mismo Lacalle: recién se vieron por primera vez en noviembre de ese año. Fernández estuvo en Perú cuando asumió Castillo. Allí fue con la entonces ministra de Mujeres, Género y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, que también fue parte de la comitiva a Chile y ahora a Brasil, aunque ya no forma parte del Gobierno. Ni a Fernández ni a Gómez Alcorta los inquietó entonces el discurso antiderechos de Castillo, homofóbico, antimatrimonio igualitario y antiaborto y más rudimentario que el de Bolsonaro. También asistió en la asunción de Gustavo Petro en Colombia.
Para el kirchnerismo, el apoyo popular que recibió Lula representa la confirmación de la superioridad moral que le atribuye al progresismo: el voto mayoritario en su favor es la autoridad que consagra esa legitimidad. Los triunfos de Luis Arce en Bolivia, de Boric, de Petro y ahora de Lula son vistos como hitos de un camino de justicia electoral luego de años o de paréntesis de gobiernos de derecha, triunfos considerados injustos e impopulares aunque hayan ganado elecciones y mayorías. En esa mirada, hay una idea detrás: la existencia de un voto calificado moralmente encomiable, si favorece al autodenominado progresismo, y un voto inferior moralmente en caso contrario. Cuando el voto es esquivo a las supuestas izquierdas que admira, el kirchnerismo enfrenta dilemas. Cristina Kirchner lo resolvió en 2015 no participando de la entrega del poder. Lo mismo que el kirchnerismo le reprocha hoy a Bolsonaro, que se resiste a reconocer el triunfo de Lula.
Ese velo kirchnerista le hace perder de vista al Frente de Todos las profundas diferencias de la Argentina con algunos de esos países y con las decisiones de matriz económica de esos líderes. De Chile a Perú y de allí a Brasil, se registra una racionalidad y una institucionalidad en el manejo de la economía que alejan esas experiencias latinoamericanas de las kirchneristas. Los datos han sido subrayados hasta el cansancio. Lo llamativo es que el kirchnerismo insiste con desconocerlos.
A la hora de hacer economía, esas gestiones se mueven por carriles económicos que para el kirchnerismo son de derecha. La autonomía e independencia del Banco Central, libre de los usos del poder político, es un dato clave en Chile, Brasil y también Perú. Castillo, considerado de extrema izquierda y con un grado de imprevisibilidad alta en sus decisiones, no cambió a la autoridad del Central: su presidente, Julio Velarde, ocupa esa posición de forma ininterrumpida desde 2006, es decir desde hace 16 años y siete presidente de la Nación. En 2022, la inflación interanual de Velarde es del 8,53% y para fin de 2023 la meta es del 3%.
La decisión de Lula de llevar como vice al exgobernador de San Pablo Geraldo Alckmin, dirigente del PSDB, fue la señal que en abril dio a los actores económicos de Brasil para garantizar un camino de racionalidad económica en caso de ganar las elecciones. En su discurso del domingo, con una retórica sin estridencias –ni el tono de revancha ideológica que acostumbra el kirchnerismo– para transitar los tirones de un país partido al medio, Lula subrayó la utopía de la previsibilidad: “Recuperaremos la credibilidad, la previsibilidad y la estabilidad del país, para que los inversores vuelvan a confiar en Brasil”, dijo.
Esa previsibilidad y confianza están ancladas en la existencia de políticas de Estado, más allá de los cambios de signo político. Por un lado, una autonomía formal y práctica del Banco Central, otra de sus políticas de Estado. Así lo explica el execonomista jefe del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil (BNDES) Fabio Giambiagi. La independencia de la autoridad monetaria se consagró formalmente en la presidencia de Bolsonaro. El presidente del Banco Central, si se cambia, se cambia cada cuatro años, en años alternos a los del presidente de la Nación. “Más allá de las dudas sobre la política económica que llevará adelante Lula, la duda respecto de la política monetaria es cero”, decía Giambiagi antes de las elecciones.
Por otro lado, una política antiinflacionaria sostenida transversalmente. Los resultados están a la vista: Brasil terminará este año con una inflación de entre el 5 y 7% anual, luego de lograr meses de deflación.
En la Argentina, lo más racional que el kirchnerismo tiene para ofrecer es la gestión del ministro de Economía. El mismo Sergio Massa que hace 15 días tomó distancia de los controles de precios, acaba de confirmar congelamiento y controles para contener la inflación de alimentos y productos de higiene personal y hogareña por cuatro meses.
La hermandad progresista que el kirchnerismo cree integrar tiene los límites de las economías de Brasil o Chile. En la retórica en torno a temas sociales hay mayores coincidencias tanto con Lula como Boric. Pero en el caso de Brasil, en temas de pobreza y asistencia a los sectores más vulnerables, la Argentina de Alberto Fernández se parece más al Brasil de Bolsonaro, que puso en marcha un “plan platita” basado en aumento del gasto fiscal con la misma lógica electoralista que el kirchnerismo el año pasado. Es decir, en su visión de la pobreza, el kirchnerismo y su táctica cortoplacista se parece más a Bolsonaro que a Lula.
Por estas horas, figuras cercanas al kirchnerismo ensayan otra interpretación del triunfo de Lula y la derrota de Bolsonaro. La idea es de Juan Courel, el consultor político en las campañas de Alberto Fernández en 2019 y, antes, de Daniel Scioli en 2015. Un hombre de logros.
“No es el triunfo de Lula sino la inesperada buena elección de Bolsonaro lo que debería entusiasmar electoralmente al Frente de Todos”, tuiteó Courel. En esa lectura, el eje del análisis no es izquierda versus derecha sino oposición versus oficialismo. Las regularidades pandémicas indican que un solo oficialismo de América Latina logró renovar sus mandatos. Lo dejó claro el politólogo Andrés Malamud: la izquierda ganó seis de las últimas 11 elecciones presidenciales en Sudamérica pero la regularidad es mayor en el otro eje: la oposición, no importa si de izquierda o de derecha, ganó 10 de 11 elecciones. “Más que la ideología, manda el hartazgo”, concluyó Malamud. En esa mirada, el triunfo de Lula no se traduce en una superioridad moral del progresismo, como quiere ver el kirchnerismo, sino de un cansancio social que busca recambio.
La lectura de Courel se apoya en el eje oficialismo versus oposición, pero para sacar otra conclusión: que el kirchnerismo puede ser en realidad Bolsonaro pero con mejor suerte. Aunque Lula ganó, Bolsonaro quedó a menos de dos puntos. Es decir, a pesar del hartazgo, Bolsonaro perdió por un pelito. Esa interpretación cae en un voluntarismo que la realidad económica no refrenda. Los números de la economía de Fernández están lejos de la de Brasil. Esa voltereta del destino parece imposible para la realidad local del kirchnerismo. Brasil no es un buen espejo. La alegría es solo brasileña. El kirchnerismo no ha sido invitado.
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