El último secretario general del Movimiento Nacional Peronista fue una pieza clave del operativo que quedó plasmado en la historia del PJ como el Día del Militante
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“Yo estaba muy tranquilo y creo que ese día se me notó. Yo era muy joven, pero teníamos encima una responsabilidad muy grande, que era que el General llegara a su casa sano y salvo y que no hubiera muertos, que no hubiera heridos, que no hubiera violencia. Así que fue una gran alegría. Yo entendía que mi hermano Fernando había buscado eso centralmente: el regreso del General. Luego las cosas fueron distintas, pero la imagen con la que yo me quedé de Fernando es esa”, dice Juan Manuel Abal Medina (1945) sobre el 17 de noviembre de 1972, el día que Juan Domingo Perón volvió a la Argentina después de 17 años de exilio y proscripción.
La foto en blanco y negro de ese 17 de noviembre muestra a un jovencísimo Abal Medina al pie del avión, muy cerca de un Perón exultante, del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, y de Héctor Cámpora, quien ocuparía luego, fugazmente, la presidencia de la Argentina. De ese operativo del que hoy se cumplen 50 años y que quedó plasmado en la historia del peronismo como el Día del Militante, Abal Medina fue una pieza clave, además de ser el último secretario general del Movimiento Nacional Peronista.
Periodista en su juventud, abogado y militante peronista –en sus orígenes, nacionalista católico-, Abal Medina acaba de publicar Conocer a Perón. Destierro y regreso (Planeta). El libro reconstruye los años y las negociaciones previas al primer regreso de Perón -opacado luego por lo que se conoció como la masacre de Ezeiza de 1973, en el segundo regreso del líder justicialista-, el duelo con el gobierno de facto de Alejandro Lanusse, sus encuentros recurrentes con el líder en Puerta de Hierro, las tensas relaciones con sectores en conflicto como la juventud, los líderes sindicales y las Fuerzas Armadas, el trabajo mancomunado con Rucci -y el punto de no retorno frente a la noticia “demoledora” de su asesinato-, el rol de José López Rega y la figura de Isabel Perón.
Testigo y protagonista de los primeros años de la década del 70, Abal Medina relata también la vida y la muerte de su hermano Fernando, fundador de Montoneros y uno de los responsables del secuestro y del asesinato de Pedro Eugenio Aramburu en 1970. A él le dedica este libro de memorias en el que comparte recuerdos de su hermano menor y su protagonismo en Montoneros.
“General, debo decirle que yo hubiera deseado que mi hermano no hubiera apretado el gatillo”, le dice Abal Medina a Perón, en uno de sus tantos encuentros con el líder en Puerta de Hierro. Volver a ese momento, admite, fue una de las cosas más dolorosas que vivió durante la escritura. “Matar es terrible”, le había dicho Fernando, dos años menor que él, compañero de cuarto y de lecturas. Y en las páginas del libro, Abal Medina reconstruye un encuentro con Norma Arrostito –miembro del grupo que secuestró a Aramburu y pareja de Fernando- en el que ella le describe que Fernando sintió culpa por haber matado y que expresaba “arrepentimiento cristiano” cuando, de rodillas en el piso, rezaba al lado de la cama.
“Me costó muchísimo escribir eso. De esto sabían mi papá, mi madre y el general Perón. Nadie más. Y me costó muchísimo recrearlo. No pude seguir escribiendo por varios días”, dice hoy.
A diferencia de su hermano, Juan Manuel nunca formó parte de Montoneros ni se involucró en la lucha armada. Aunque el apellido Abal Medina quedó asociado a la violencia de los años 70, decirlo públicamente en esos años, afirma durante la entrevista con LA NACION, hubiera sido un acto de cobardía. “Digo esto ahora porque es un balance. No lo he dicho otras veces porque me parecía un poco cobarde, oportunista. Hoy lo puedo decir: yo nunca tuve una relación de cercanía con Montoneros. Se dijeron muchas cosas, se dijo que yo era el jefe político. Nada de eso es cierto. Tampoco era representante de ellos en el Movimiento. Jamás”.
Provenientes de una familia católica numerosa, los Abal Medina iniciaron su militancia en el nacionalismo católico y reconocen al padre Leonardo Castellani como su primer maestro. “Después fuimos conociendo distinta gente del nacionalismo y algunos de ellos también peronistas, como el caso de Leopoldo Marechal, que es otra persona que tuvo sobre nosotros una influencia importante. Por iniciativa de Castellani, también me vinculo con Marcelo Sánchez Sorondo y participo desde 1966 de la segunda etapa del semanario Azul y Blanco, que fue el principal semanario del nacionalismo de aquellas épocas. De eso ya Fernando no participaba”.
El acercamiento de Abal Medina al peronismo fue gradual, dice. No reconoce una fecha puntual sino un proceso con varias etapas: su temprana relación con Marechal, la influencia de su hermano y su muerte, y el encuentro con Perón, una admiración que perdura hasta hoy.
Mientras Abal Medina cursaba Derecho en la Universidad de Buenos Aires, se desempeñó como periodista y su primer trabajo, recuerda, fue en el diario LA NACION. Reconoce un gran ascendente en Juan Valmaggia, que era su profesor de francés y de literatura francesa en el Colegio Nacional de Buenos Aires y por aquellos años, también, subdirector del diario LA NACION. “Yo estaba en una redacción de Deportes de lujo, dirigida por Alberto Laya, el mejor y más importante periodista deportivo de los que yo pude conocer. Yo cubría rugby. Y tiempo después, cuando vamos a sacar Azul y Blanco, me pareció que eso era incompatible con el trabajo en LA NACION y me alejé, aunque la relación con mi querido profesor siguió”.
-¿Por qué cree que Perón lo elige a usted para comandar la estrategia de regreso a la Argentina? Usted termina siendo una figura clave.
-Hay mucha leyenda. Yo no comandé el regreso, no. El regreso lo comandó el General. Yo colaboro con el General desde enero del 72 y en determinado momento él me indica que es conveniente que participe más formalmente, entonces me hace incluir en una comisión del regreso designada para eso. Participo en el tema de los diez puntos [N. de la R.: el documento se conoció como las Bases Mínimas del Acuerdo para la Reconstrucción Nacional] y la entrega a los comandantes. En ese momento el General me dice que es conveniente que yo tenga una participación más marcada porque alguien tenía que quedarse a cargo del Movimiento cuando Cámpora fuera a buscarlo. En definitiva, el compañero José Ignacio Rucci, mi hermano del alma, queda a cargo del movimiento obrero y yo del Movimiento Peronista. Pero quedamos a cargo, no es que dirigiéramos.
-Entonces, Perón estaba a cargo de la estrategia y ustedes a cargo de la táctica.
-Sí, de la ejecución de lo que nos indicaba el General.
-En ese contexto había que hablar, negociar y contener a sectores antagónicos.
-Así es. Todo eso lo hicimos y creo que salió bien porque el 17 de noviembre del 72, con semejante episodio, no hubo un herido grave. Ya no un muerto: no hubo un herido grave. Por un lado, es mérito de Rucci y mío y de otros dirigentes que también participaron, y por el otro, de algunos jefes militares que actuaron con sumo profesionalismo, especialmente el general Sánchez de Bustamante y el general Corbetta, que fueron los que estuvieron a cargo del Operativo Cerrojo, de 35.000 efectivos en torno de Ezeiza.
-Vuelve Perón y usted considera que su tarea finalizó. Sin embargo, Perón le pide que se siga involucrando con los candidatos, con la campaña. Y usted sigue.
-Con el regreso me sentía realizado. Aunque estoy muy serio en las fotos, yo tenía alegría porque estaba pensando en mi hermano. Era el día más soñado por muchos millones de argentinos y se estaba cumpliendo. Poco más de un mes después, fuimos a comer con Lorenzo [Miguel], [Antonio] Cafiero y Rucci a La Raya de Boedo, que era el restaurant habitual del sindicalismo. Rucci y yo exigimos lo mismo: que nos gustaría dejar los cargos en ese momento. Rucci y yo lo creíamos seriamente. No hubiéramos podido hacer nada más importante que eso en nuestra vida política, en el Movimiento en mi caso y en la CGT en el caso de Rucci. La victoria fue el regreso.
-Y ahí usted veía terminada su tarea.
-Yo la creía terminada porque luego venía todo el tema de las candidaturas y yo no me sentía capacitado por desconocimiento del peronismo. Pero el General insistió porque ese desconocimiento hacía también que yo no tuviera preferencias por nadie en especial. Yo no estaba enrolado en ninguna de las líneas. Muchos decían que yo estaba con la Juventud porque era joven, otros decían que con el sindicalismo por mi relación con Lorenzo y con Rucci, pero la realidad es que yo no tenía compromisos con nadie más que con el General. Tuve que hacer un aprendizaje a marcha forzada y tuve muy buenos colaboradores afortunadamente.
-Sigue refiriéndose a Perón, todavía hoy, como “el General”. Entonces, siendo un soldado, uno no puede decirle que no al General.
-Exacto. Cuando él decía tal cosa, bueno, había que hacerlo. Así fue. Yo quise dejar varias veces, la verdad. Yo tenía mis publicaciones, mis cosas con el periodismo político, había postergado bastante recibirme. Para lo que era entonces, me había recibido grande, con 24 o 25 años. Teníamos un estudio que había comenzado a funcionar muy bien con un viejo abogado muy querido, Jorge Ramos Mejía. Yo quería volver a mi vida normal, tenía hijos muy chicos. Yo sentí cumplido mi papel varias veces, pero las cosas me fueron llevando y el General no me soltaba. Yo al General lo quise mucho. Realmente lo quise mucho.
-Después de eso la historia se acelera, se desmadra y termina de perder el cauce: la masacre de Ezeiza, el asesinato de Rucci, la radicalización de la lucha armada. ¿Cómo recuerda usted esos tiempos?
-Nada de eso debió haber sucedido. Ahí las cosas se habían ido de las manos. Enterarme del asesinato de Rucci fue demoledor. No podía creerlo. En ese momento estábamos en una casa quinta de Parque Leloir en Castelar que era de un gran economista, Eduardo Setti, que luego ocupó diversos cargos. En ese momento, además, se me pasaron todo tipo de ideas por la cabeza respecto a la autoría incluso, porque fueron balazos directos al General.
-Él dijo “me mataron a mi hijo”.
-Él consideraba y trataba como hijos a dos personas solamente: Galimberti y Rucci. Y los dos se permitían incluso hacerle alguna broma al General. Y los dos, sobre todo Galimberti, a veces podían llegar un poco tarde, lo cual era una cosa insólita. Y hacían bromas sobre los zapatos un poco antiguos que usaba el General. Pero el General los quería mucho. Y él entendía que Galimberti le estaba fallando, hasta último momento me pidió que tratara de que se encuadrara, como se decía en ese entonces, pero la acción ejercía un imán sobre Galimberti, como se vería luego en su vida: fue un tiro al aire. Vivía con órdenes de captura. Él era un dirigente importante, sin duda, pero su participación en la campaña era imposible: decía o hacía cualquier cosa.
-En el libro también se refiere a Isabel Perón. ¿Qué explicación le encuentra a su largo silencio?
-Yo creo que ella considera que cumplió con lo que podía hacer. Ella tuvo en un cautiverio tan injusto, de una soledad tremenda. Lo soportó con estoicismo. Y creo que hace bien en mantener ese silencio. Le he hecho llegar el libro, espero que ya lo tenga en su poder. No he tenido suerte las dos últimas veces que intenté llamarla, pero a la distancia ella sabe que cuenta siempre con mi afecto.
-Usted la cuida bastante en el libro.
-Yo la quise y la quiero, entre otras cosas, por ser la mujer de mi amigo y jefe.
-¿Y cómo cree que pasará a la historia?
-¿Quién sabe? Hoy pasaría bastante devaluada, pero yo siempre quiero recordar que ella cumplió tareas en el Movimiento en momentos críticos. Era la enviada del General y en circunstancias muy difíciles cumplió una excelente tarea en esa materia. Y luego volvió a ser ella la enviada -y esto es poco recordado- cuando [Jorge Daniel] Paladino se tienta -luego de haber hecho una buena tarea como delegado de Perón- con una continuidad del proceso que lo incluyera eventualmente en una fórmula con el general [Alejandro] Lanusse. Y es nuevamente Isabel la que viene a la Argentina a manejar eso y lo maneja correctamente. O sea, nada es blanco o todo negro. Todos estamos llenos de grises, claroscuros. Espero que a la señora también se la recuerde con las cosas importantes que hizo.
-En el libro usted se refiere a López Rega. Más allá de su rol siniestro, ¿no cree que se cae en la tentación de concentrar en su figura todos los males de esa época y se evita pensar en las corresponsabilidades?
-Sí, creo que suele haber una lectura de que todo lo malo vino por López Rega, y no es así. Además, se exagera totalmente su papel. Yo creo que era un agente muy menor, pero tenía una gran capacidad para meterse en todo y ganarse a la gente. Comenzó a controlar la puerta de la quinta del General y eso hizo que mucha gente le hiciera caso. Yo lo pongo en el libro: tengo la satisfacción de jamás haberlo nombrado como él quería que lo nombraran: Daniel. Era capaz de soportar cualquier ofensa, fuera del General, fuera de la señora Isabel o de otros, y volver a actuar como si nada. Fue nefasto, sin duda fue nefasto, pero no fue el autor de todo lo nefasto.
-Usted se formula dos preguntas importantes en el libro: qué le pasó a su generación y cuánta responsabilidad tuvo Usted en la siniestra derivación de esa pérdida de rumbo. ¿Qué se responde?
-Yo creo que debí ser más claro en que la violencia tenía su justificación para enfrentar la otra violencia, pero que con el regreso del General y con el proceso electoral en marcha la violencia no tenía justificativo de ninguna naturaleza. Y debí haber sido más terminante en que no podía haber amnistías indiscriminadas. Esas serían las responsabilidades más severas. El 25 de mayo de 1973 delante mío salieron de la cárcel formaciones de personas que proclamaban que iban a volver al día siguiente a usar la violencia. Esto era inaudito. Eso me superaba, por supuesto, pero tendría que haber hecho algo más. También pienso en Ezeiza: yo quise subir al palco y me lo impidieron físicamente Julio Mera Figueroa, Horacio Maldonado, los que estaban conmigo. Decían que era un suicidio. Siempre uno cree que puede hacer un poquito más. Con el paso del tiempo y todo lo que pasó en Argentina, es difícil no sentir culpa alguna vez.
-La violencia estaba inscripta en el espíritu de época. Algunos dirigentes montoneros evocan la contraofensiva y esos años con tono de gesta, mientras que parte de la militancia ha hecho una reelaboración crítica. ¿Cómo piensa usted aquellos años violentos hoy?
-Yo no participé de la violencia. Me parece bueno que esa polémica la tengan entre ellos. Yo creo que hubo una mala lectura histórica. Dando por bueno que se quisiera construir otro tipo de país, los que formaban parte de los grupos guerrilleros y el peronismo, ya para mayo y junio del 73 era totalmente evidente que había un cambio en el ciclo del mundo y no había ninguna viabilidad para las famosas guerras prolongadas y cosas por el estilo en una Sudamérica donde ya era evidente que el socialismo al estilo chileno tenía los días contados.
-Usted hablaba de los claroscuros en las personas. Perdura en usted una admiración monumental hacia Perón, pero era un hombre. ¿Cuáles fueron sus defectos?
-Era un hombre, claro. Creo ver un defecto de carácter, de repente se dejaba ganar por la ira. El “No pidan leña”, el “Cinco por uno”. Y luego, quizás, en mi época, él pierde los estribos frente a las ofensas el día del 1° de mayo del 74.
-Cuando echa a los Montoneros de la plaza.
-Claro. Empiezan con cantos agresivos y de pésimo gusto sobre su esposa, sobre su mujer. ¿Quién no pierde los estribos? Este defecto del carácter sería lo que más marcaría, si tuviera que marcar defectos del General, un oscuro frente a una vida extraordinaria.
-El peronismo siempre ha sido un espacio que albergó sectores en pugna y hasta contradictorios. ¿Qué mirada tiene sobre la actualidad de este peronismo fracturado, dividido?
-Lo que más me preocupa -y creo que es la madre de los problemas del peronismo y del país- es el sesgo que ha tomado en general la política, y en el caso del peronismo, el abandono de su doctrina, que es lo que le daba razón de ser en la vida política argentina. Esto ha llevado también a que la política se transforme, en muchos casos, en verdaderas aventuras personales, más que la lucha por un país mejor. Y la única motivación de todo político es la lucha por un país mejor.
-¿Qué usos cree que hacen de la memoria de Perón las distintas facciones del peronismo? ¿Se lo honra? ¿Se lo defenestra? ¿Se lo ningunea?
-Se lo usa cuando hace falta. Se usan los pedazos del General que vienen bien en los momentos en los que lo necesitan. Y eso me parece muy mal.
Juan Manuel Abal Medina, ayer y hoy
Nació el 1 de marzo de 1945. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires, militó en el nacionalismo católico. Su familia no era peronista y su madre, dice, era claramente antiperonista.
Su hermano Fernando Abal Medina fue fundador de Montoneros y uno de los responsables del secuestro y la ejecución de Pedro Eugenio Aramburu en 1970.
Hizo sus primeros pasos como periodista en el diario LA NACION, en la sección Deportes: cubría rugby. Luego participó de otras publicaciones, como Azul y Blanco.
Ya era abogado (Universidad de Buenos Aires) cuando conoció a Perón en Madrid, en 1972, a instancias de Antonio Cafiero y Lorenzo Miguel. Ese encuentro selló su destino y fue una de las personas claves en concretar el regreso de Perón después de 17 años de exilio y proscripción. Tenía 27 años cuando fue designado secretario general del Movimiento Nacional Peronista (1972-1973).
Con el golpe militar de 1976, se asiló en la embajada de México en Buenos Aires, lugar en el que vivió durante seis años, algunos de ellos compartidos con el expresidente Héctor Cámpora. En 1982, durante la guerra de Malvinas, Abal Medina partió a México. Allí fue funcionario del gobierno y montó su estudio de abogados.
Hace varios años, una enfermedad respiratoria lo impulsó a reinstalarse definitivamente en la Argentina. Su hijo Juan Manuel fue jefe de Gabinete de Cristina Kirchner y actualmente es asesor en el gobierno de Alberto Fernández.
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