Inclusión K: un modelo ilusorio
Los violentos enfrentamientos de los últimos días en Villa Soldati y otros barrios de la ciudad de Buenos Aires nos obligan a reflexionar sobre las causas últimas del conflicto. Mucho se ha discutido sobre aspectos políticos, específicos y coyunturales del problema, pero poco o nada se ha dicho sobre el "modelo" que, como fatal consecuencia, llevó a un grupo de personas a ocupar un espacio público y lotearlo para construir viviendas.
La pregunta de fondo que debemos hacernos tiene que ver con el rol del Estado para llevar a la práctica la política de derechos humanos adoptada por el Gobierno. En los últimos años, muchos países democráticos se han comprometido con la defensa de los Derechos Humanos mediante la firma de tratados internacionales. En los tratados se suelen incluir los derechos sociales, como el acceso a la vivienda, alimentación y salud, que han generado y siguen generando una polémica en torno a su aplicación.
De esta polémica destaco una idea bien conocida: mientras que las necesidades son ilimitadas, los recursos son escasos. Teniendo en cuenta esta realidad, ¿cómo debe administrar el Estado los bienes públicos para responder a los derechos sociales?
No está en duda que el Estado es quien debe asegurar el acceso a esos derechos, más allá de la particular forma en que los gobiernos los interpreten. Pero lo cierto es que esta cuestión genera problemas prácticos concretos: ¿Qué obligaciones implican la firma de los tratados internacionales de derechos humanos para los Estados?
Una obligación mínima consiste en que el Estado "deje hacer" a los individuos. Es decir, que se limite a impedir las acciones de terceros que violen la libertad de las personas para procurarse trabajo, vivienda, entre otros temas.
La obligación máxima, en cambio, no está clara: ¿Hasta que punto el Estado debe responder con bienes públicos a los reclamos de los individuos en estas materias?
Dado que los recursos son escasos, el Estado debe ser el encargado de coordinar los reclamos de los individuos. Este problema es especialmente grave en el caso de los espacios públicos: es una cuestión obvia que lo que otorga a unos se quita a otros.
Precisamente los tratados que contemplan los derechos sociales cuentan con la llamada "cláusula de la progresividad" según la cual se obligan a asegurar estos derechos en la medida de sus posibilidades económicas.
Para ello, en primer lugar, tiene que definir el piso mínimo de bienes que puede asegurar a sus ciudadanos y asegurarse de que todos los reciban por igual. En segundo lugar, debe procurar que el piso definido sea sostenible a largo plazo ya que la contracara de la cláusula de progresividad (llamada "principio de no regresividad") establece que, una vez concedidos ciertos beneficios, no le es posible volver atrás o incurriría en responsabilidad internacional.
Paradójicamente, bajo el discurso de políticas sociales, la política de provisión de bienes públicos que ha seguido el gobierno nacional ha suprimido el rol coordinador del Estado a que lo obligan los tratados. Para conceder derechos sociales, es preciso generar políticas que contemplen posibilidades reales de otorgar bienes a quienes lo necesitan y, además, de mantener esta provisión en el tiempo.
En cambio, el Gobierno ha legitimado con su pasividad todo tipo de reclamos sociales sin aplicar una racionalidad acorde a la limitación de recursos.
Conceder un derecho a una persona cualquiera es sólo un discurso vacío si con él no se le da la posibilidad de acceder realmente a los bienes necesarios para gozarlo. Decirle a una persona que tiene derecho a la vivienda, o a la salud, sin darle las herramientas para tener una casa o servicios hospitalarios es generar falsas esperanzas y, por ende, crispar los ánimos de aquellos que advierten que lo que se le ha reconocido son sólo promesas. Estas promesas sin sustento no son privativas del Poder Ejecutivo. En la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, varios jueces "administran" cuotas de estos derechos entre algunos de los carenciados -facultad que no les corresponde- sin responsabilizarse por las consecuencias de sus decisiones.
El Estado -todos nosotros-, arrastrado de esta manera por una política irresponsable del Gobierno, queda expuesto a expresiones grandilocuentes de "conciencia social" sin dar, en realidad, nada. Es -somos- un Estado ausente.
A largo plazo, esta ausencia estatal tiene como efecto la violencia que vivimos en estos días. Mientras que un grupo ocupa un espacio público y lo reclama como propio, otro se manifiesta en contra de la usurpación de los terrenos a los que antes tenía acceso. En el medio, no hay nadie para mediar y delimitar qué le corresponde a cada uno. Por lo dicho, la situación no podrá sino empeorar a medida que aquél "modelo" de utilería se siga "profundizando".
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