Imposible de callar. Gasita Fernández y la fantasía de la sumisión
En el vértigo de la red social Twitter quizás puedan encontrarse indicios del inconsciente del primer mandatario; lo que dicen los silencios de Cristina Kirchner
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Para acceder al inconsciente de Alberto basta con abrir su Twitter. Estos días Alberto tuiteó una ilustración donde se lo ve sosteniendo una gasa junto a un antropoide grande y peludo, con los pantalones bajos. Putin, de pie, supervisa la operación, sosteniendo una jeringa en alto. Interesa la ilustración que retuitea el Presidente porque la aguja la tiene Putin, de frente al lector, mientras que Alberto, cansino, mira de reojo. ¿Y qué tiene el presidente para ofrecer a ese cuerpo servido, arrodillado? Apenas una gasita.
En esta fantasía, donde el Presidente sueña con enseñorearse sobre el enemigo, aparece una verdad psíquica de Alberto: en lugar de escuchar al otro, al que piensa diferente (animalizado siempre en “gorila”), sólo puede soñar con someterlo. Ni siquiera en sus ensueños tuiteros Alberto puede proyectarse como otra cosa que emasculado: ni siquiera tiene la jeringa. Es una buena ilustración del conflicto con el Otro de Alberto: el Gran Dialogador que fantasea con dominar y sólo puede añorar, con su discurso de gasita sanitaria en la mano. El peronismo suele gozar con hacer del electorado el voyeur involuntario de una escena porno: aunque no te guste, aunque no quieras, te voy a someter igual; y es lo que querría hacer Alberto con sus DNU, cada vez más impotentes. La fantasía presidencial generó alborozo entre sus fans más termos. Después, Alberto lo borró; debe haber empezado, en este instante, su proceso de deconstrucción.
Es una buena ilustración del conflicto con el Otro de Alberto: el Gran Dialogador que fantasea con dominar y sólo puede añorar, con su discurso de gasita sanitaria en la mano
Alberto colecciona humillaciones como otros juntan figuritas. El conflicto con las escuelas lo puso en el pedestal menos pensado: asumirse como el ogro de los niños, un cruce entre el pequeño Lord Farquaad, el malo de Shrek, y el burro de la misma película, a la vez que empodera a Horacio Rodríguez Larreta, devenido en el abanderado de las familias para algunos, o al menos como una persona que utiliza el sentido común (alguien que entiende que las vidas de los niños no pueden simplemente suspenderse, otro año, por DNU). Alberto se dedica a empoderar al alcalde citadino, a hermosearlo para volverlo su sucesor, haciéndolo crecer en modo turbo en un año electoral. Muchos de los que no veían en Larreta más que un robot calvo y no especialmente agraciado, de pronto lo miran como si fuera Luis Miguel.
A esta altura, Alberto debe estar reescribiendo el Arte de la Guerra de Sun-Tzu. Tiene que contarle al mundo cómo su modelo discursivo, científico, coalicional bastante novedoso, creó un movimiento ciudadano ab ovo en su contra. Es Alberto quien creó, sin quererlo, a la coalición que reúne a las familias y los niños, la mayoría de los educadores de la Ciudad y a las familias de personas con discapacidades, a quienes el recuerdo del terror del año pasado, un año de escuelas cerradas, sólo puede empujar a la resistencia. Por más que los militantes intenten disimular que la mitad de los niños del país no tiene conectividad, por más que finjan que las clases presenciales son reclamos de las familias acomodadas (y por ende, irrelevantes), estos argumentos se diluyen rápidamente al llegar a la televisión. Que relatores de fútbol de inteligencia subpar coincidan con las poetas pagas del Gobierno en que la escuela es más peligrosa que los casinos es una de esas magias del progresismo marcial que nos regala el kirchnerismo. Ya nadie cree en nada. La militancia ciega a la mediocridad errática del Gobierno es por ahora la única estrategia sanitaria.
Con las escuelas cerradas, la bandera del fin de la meritocracia volvió como boomerang letal, cohesionando un relato donde la escuela cerrada es la expresión de esa meritocracia perdida y anhelada, y donde la vanguardia iluminada oficialista desprecia a su turno la importancia de la escuela, que solía ser sagrada.
Alberto había comenzado su presidencia con un relato aluvional y apocalíptico, donde se venía (o con él llegaba) “el fin de la meritocracia”; al fin, canturrearon Santiago Cafiero y Gabriela Cerruti, había terminado el reinado del mérito individual. Para las familias, es la única promesa que Alberto cumplió. Lo que había comenzado como una devaluación de la moneda, terminó devaluando el ideario progresista. Con las escuelas cerradas, la bandera del fin de la meritocracia volvió como boomerang letal, cohesionando un relato donde la escuela cerrada es la expresión de esa meritocracia perdida y anhelada, y donde la vanguardia iluminada oficialista desprecia a su turno la importancia de la escuela, que solía ser sagrada.
Los animales políticos del partido (Cristina, Máximo, Massa) callan aquí. Cristina está muda, como el cuadro de la enfermera de los hospitales. Ante su silencio, sólo queda remontarse a algunas escenas memorables de Sinceramente, donde Cristina Kirchner protagoniza un sketch increpando maestros. Cuando el profesor de Educación Física aplaza a su hijo porque no sabe hacer la vertical, ella “se pone verde” y le dice: “Escúcheme, mi marido y yo somos abogados y muy buenos y nunca supimos hacer la vertical, pero el chico sabe quién es el presidente porque en casa leemos los diarios y no tenemos tiempo de hacer la vertical”. Al mes siguiente Máximo volvió con la calificación suficiente y, como sabemos, nunca pisó la universidad. Quizás, tampoco aprendió nunca a hacer la vertical.
No debe haber mayor poder que gobernar desde la oscuridad y el silencio. En una mujer vanidosa como ella, la humillación de Fernández debe tener su costado delicioso.
“¿No ves que es hijo nuestro?”, le decía tácitamente Cristina a ese maestro. Para ella, con eso basta: en la sangre están el privilegio y el poder. La presión sobre los maestros, para Cristina, da resultados; lo importante es que una madre pelee siempre por lo que cree mejor para sus retoños. Por eso su silencio retumba con tanta fuerza, mientras las familias resisten. No debe haber mayor poder que gobernar desde la oscuridad y el silencio. En una mujer vanidosa como ella, la humillación de Fernández debe tener su costado delicioso. Siempre puede mirar su reflejo en su charca conurbana y preguntarle: “Espejito, Espejito, ¿quién es la más hermosa?” Aunque en su cuento mental, ella seguramente es Blancanieves y esté contenta en la casita con “el enanito” Axel Kicillof.
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Pola Oloixarac. Escritora. Autora de Las teorías salvajes, Las constelaciones oscuras y Mona.
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