Hoy la prioridad es el mandato, no el candidato
Mauricio Macri enfrenta tres escenarios. Si no llega al 10 de diciembre, pasará a la historia como De la Rúa. Si llega, será recordado como Alfonsín. Y si reelige, como Mandrake.
Su legado no será económico: el mejor equipo de los últimos cincuenta años evitó dejar estropicio sin cometer. El legado de Cambiemos solo puede ser político: la superación de la maldición secular, por la cual desde 1928 nadie que no sea peronista o general culmina un mandato presidencial. Macri tenía un solo trabajo: acabar. Ambicioso, prefirió la autosatisfacción del cambio cultural.
Alertas sobraron, pero el Gobierno andaba sobrado. El primero en avisar fue Ernesto Sanz, quien nunca aceptó sumarse al gabinete. Lo siguió Emilio Monzó, que enronqueció hablándole a la pared. Martín Lousteau buscó cambiar el rumbo mediante la competencia y la cooperación: ninguna funcionó. La revolución de las mujeres ofreció la oportunidad de hacer historia, pero el Gobierno prefirió las ballenas y los ñandúes y la paciencia con los abortos clandestinos.
Hubo oportunidades para el cambio. En cada una, el Presidente se empeñó en el error. No corresponde hacer leña del árbol caído. Correspondía alertar antes, cuando el sol brillaba, que los vientos del mundo habían girado, que se estaba sacrificando la diversidad del equipo en aras del confort presidencial, que aumento de tarifas y baja de inflación eran metas inconsistentes. Y se alertó. Trolls y fanáticos gritaron más alto.
El próximo presidente enfrentará dos desafíos. El nacional es conocido: una economía rota. El internacional es novedoso para el peronismo: las turbulencias globales anticipan años de adversidad. En Sudamérica se puede llegar al poder por derecha o por izquierda, pero solo se gobierna por izquierda cuando hay plata (Menem y Fujimori aprueban este anuncio). Si el diagnóstico es correcto, Fernández gobernará por derecha en lo económico y compensará simbólicamente por izquierda: discurso nacional-popular, proclamas antiimperialistas, despenalización del aborto y la marihuana. En síntesis, lo que haría cualquier derecha inteligente. No confundir con Cambiemos.
Ningún presidente argentino la emboca en su primer gabinete. El único que la pegó con su primer ministro de economía fue Kirchner, aunque en realidad Lavagna era el segundo (de Duhalde). Si gana Fernández, mártires se buscan. Los años que vienen serán tormentosos. A su gobierno lo ayudaría una oposición estructurada y dialoguista, lo que solo será posible si retiene Mendoza y la ciudad de Buenos Aires. En caso contrario, todo el poder y todas las contradicciones se acumularán en el oficialismo.
El futuro de Cambiemos es incierto. La demanda electoral de una fuerza no peronista seguirá existiendo, y su tamaño supera el 30%. Pero la oferta puede fragmentarse. El sistema político tardará en ordenarse. Mientras tanto, la penuria económica pondrá a prueba la estabilidad política.
En su libro Cómo mueren las democracias, los politólogos Steve Levitsky y Daniel Ziblatt muestran que dos reglas informales han sido más determinantes que las reglas escritas. La primera es aceptar la legitimidad del adversario: si se pinta al otro como Venezuela o la dictadura, no hay convivencia posible. La segunda regla es la autocontención institucional: sabiendo que la ley me permite jugar al límite, opto por no hacerlo. Porque si uno trata de meter jueces por la ventana de la Corte, ¿qué alegará cuando lo intente el otro?
Un amigo economista comentaba hace poco que, en la Argentina, ningún evento tiene probabilidad cero. La elección no terminó y los militantes de Cambiemos tienen que militar hasta el último día. Pero quien más pierde con la volatilidad económica es el Gobierno, y por eso tiene más incentivos para evitarla. El Presidente evalúa dos opciones: o apuesta a sus moderados y prioriza el 10 de diciembre, o consiente a sus talibanes, va por todo y se queda sin nada.
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