Historias de Malvinas, a 40 años: el héroe sin medalla
El relato del buzo táctico Reynaldo Toloza, que no entró en combate en 1982, pero participó de la misión heroica del rescate del Irízar
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Reynaldo Toloza se colocaba el traje de neoprene negro: chaqueta, pantalón, botas, guantes, aletas, capucha, visor. Se ajustaba al pecho el equipo de circuito cerrado de oxígeno que no produce burbujas en la superficie y el chaleco salvavidas oscuro y regulable, y tomaba la plancheta con brújula, reloj y profundímetro, y la linterna y la bolsa con las minas explosivas, que funcionan con imán, espoletas y sistema horario. Respiraba tres o cuatro veces al aire para hacerle un lavaje a sus pulmones antes de recibir el chupete con el oxígeno puro, y después se disponía a entrar en el océano helado.
El buzo táctico acaso soñaba una y otra vez con ese procedimiento elemental de su oficio y con cumplir la misión encomendada. La misión ideal. Seguir una hoja de ruta horizontal, colocar bombas en el casco de un buque inglés, alejarse lo más rápida y subrepticiamente de la zona y luego ver la explosión. Pero las cosas no eran tan sencillas en la guerra del Atlántico Sur, y ya les habían dicho que no podrían acercarse por mar a las islas. Estaban en Río Gallegos adiestrándose día y noche, en la incertidumbre permanente de subir a un Hércules y cumplir con la Operación Buitre.
Los altos mandos habían proyectado enviar en avión y helicópteros a buzos tácticos y comandos anfibios para atacar la retaguardia de las tropas británicas, que ya se habían hecho fuertes en Fitz Roy, Darwin y San Carlos. Era una audaz maniobra para cortarles también los suministros a quienes avanzaban sobre Goose Green. Se harían lanzamientos de paracaídas con la idea de sabotear esos campamentos enemigos, pero la orden no llegaba y todo era esperar y esperar con los nervios de punta y un frío lacerante.
Toloza había sido entrenado con rigor para la angustia. Formaba parte de las Fuerzas Especiales, y no pensaba en otra cosa más que entrar en combate. Su jefe y amigo, el teniente Diego García Quiroga, había encabezado el Operativo Rosario. Los buzos tácticos participaron activamente de la recuperación de Puerto Argentino, y Toloza hubiera sido de la partida si no fuera porque en aquellas fechas su mujer estaba en trabajo de parto.
Durante esa primera incursión, García Quiroga y el capitán Pedro Giachino le habían advertido al gobernador de las islas que se entregara y habían recibido como respuesta una ráfaga de pistola ametralladora. Los dos avanzaron entonces sobre la residencia y recibieron una nube de balas. Giachino murió pero García Quiroga se salvó milagrosamente: un plomo le pegó en la navaja que llevaba en un bolsillo de la camisa. Luego Toloza y sus compañeros hicieron con esa navaja perforada un cuadro para recordar los caprichos del destino.
García Quiroga no participó más de la contienda, y muchos años más tarde se casó con una diplomática noruega, se retiró de la Armada, se volvió un próspero hombre de negocios en Europa y se encontró en un cóctel con la mismísima Margaret Thatcher. Los presentó con cautela un conocido de ambos; en un momento el argentino no pudo evitar salirse del protocolo: le dijo irónicamente que a veces extrañaba los buenos tiempos. La Dama de Hierro lo miró a los ojos y le respondió: “Créame, a veces yo también los extraño”.
Los buzos tácticos eran la primera línea en la guerra y querían una segunda oportunidad. Toloza no sentía rencores ni se consideraba íntimamente un guerrero, pero se había preparado durante mucho tiempo para esa ocasión y había estado cerca de ella unos años antes, cuando los buzos habían sido movilizados a Ushuaia ante la inminencia de un conflicto bélico con Chile por el canal del Beagle. En aquellos meses de fines de los años setenta los buzos vivían en la Isla Relegada, en carpas y haciendo aprestos todo el tiempo como si la batalla fuera inminente. El aburrimiento, la incertidumbre y el rigor climático eran tan fuertes que no veían la hora de que comenzara la lucha de una buena vez. Al menos la guerra terminaría con el tedio. Pero cuando estaban vestidos y tenían los equipos listos para cruzar a Puerto William e iniciar los sabotajes submarinos, llegó la orden de que abortaran todo.
Después de los primeros despliegues de tropas argentinas en Malvinas y las Georgias, Toloza y sus hombres habían sido transportados hasta una estancia muy cercana adonde habían estado masticando nervios durante la escaramuza felizmente desactivada del Beagle. Desde similar posición, en 1982, habían visto pasar al crucero General Belgrano sin sospechar que marchaba hacia el naufragio y la tragedia.
El entrenamiento de los buzos tácticos es sólo equivalente a los rigores con que se preparan los infantes de marina. Son técnicamente “comandos” aunque tienen un carácter más frío y profesionalista. La oración que repiten es sencilla: “Señor, sólo dos cosas te pido. La victoria o el regreso. Si una haz de concederme, que sea la victoria”. Pero Dios prefirió el regreso. Se cerró el espacio aéreo y eso arruinó la Operación Buitre, y poco después capituló el gobierno de Puerto Argentino y se perdió la guerra.
Me encuentro con Toloza en la confitería del Hotel Provincial de Mar del Plata. Está de espaldas mirando el horizonte y las mareas. Acaba de retirarse hace poco y es ahora asesor de una agencia de seguridad y árbitro de fútbol. Después de cuatro horas de franca conversación comprenderé su tristeza íntima: la Agrupación de Buzos Tácticos era su casa y su religión, y a pesar de muchas aventuras y servicios notables es un héroe sin medallas.
Me cuenta que nació en San Juan y que ingresó en la Escuela de Suboficiales cuando tenía quince años. Se puede decir que la Armada lo sacó de los peligros de la calle y le cumplió los sueños que soñaba con los ojos abiertos viendo a los paladines bélicos de Cine de Súper Acción. Su fascinación por el paracaidismo—una especialidad de los buzos tácticos—derivó al recibirse hacia la Escuela de Submarinos y Buceo, y después directamente hacia la última y más riesgosa fase: el extremo curso de los comandos subacuáticos. Allí fue sometido a severos exámenes, entrenado hasta el agotamiento y adiestrado en operaciones terrestres, explosivos, supervivencia, combate personal, evasiones y escapes. Un rosario de pruebas extremas. Durante veinticuatro horas sin parar, los aspirantes son obligados a bucear seis kilómetros, a desembarcar en una playa, a caminar cuarenta y dos kilómetros más y a remar sin desmayo muchas millas náuticas, sometidos al desasosiego del cambio de órdenes y las sorpresas, a inconvenientes psicológicos y físicos, el trabajo en equipo y la conjunción del frío, el cansancio y el hambre.
A lo largo de tres años, estos extraños soldados submarinos aprenden a bajar al mar desde helicópteros, a realizar buceos nocturnos, a salir de submarinos a dieciocho metros de profundidad, a escalar el hielo y las montañas. Y también a lanzar desde un avión a cuatro mil metros de altura un bote inflable, a seguirlo de cerca cayendo a ciento ochenta kilómetros por hora y luego con un paracaídas plano; a armar la embarcación en la superficie del océano y después navegarla con ayuda de su motor fuera de borda. Toloza es algo así como el decano de los buzos tácticos de la Argentina, fue el maestro de varias generaciones, instructor de las Fuerzas Especiales, y ha hecho maniobras conjuntas en los noventa con sus colegas norteamericanos, que lo aprecian y admiran.
De joven sirvió en un cazaminas colocando explosivos para detonarlos bajo el mar por efecto simpatía. Lideró la búsqueda y recuperación de un avión A4 que cayó al océano. Y también el rescate del ancla de un submarino nuclear de los Estados Unidos, perdido durante un ejercicio del plan Unitas. En esa oportunidad, bajó cincuenta metros hasta dar con ese hongo gigantesco, que se había ido al fondo con cadena y todo, que pesaba varias toneladas. Llevó un cable, y con un sistema de sogas y argollas, contra reloj, logró engrilletar y subir ese objeto inabordable desde el abismo, haciendo dos escalas para evitar la descompresión.
Tiene cientos de anécdotas y riesgosas peripecias en el volcán Lanín, en incendios navales o en las aguas frías y oscuras de la Patagonia, en simulacros de guerra o en tempestades. Las narra sin énfasis, pero yo veo dentro de mi cabeza los fotogramas rápidos de aquellas hazañas. Le pregunto qué hay debajo del mar. No es una pregunta filosófica, y Toloza lo entiende de inmediato: no conoce ningún buzo que haya tenido problemas con tiburones ni orcas ni lobos ni ballenas. Pero me cuenta que hace unos años le tocó manejar un minisubmarino cerca de Puerto Madryn. Reynaldo iba al timón y un suboficial camarógrafo viajaba en el asiento de atrás. Navegaban a plano de periscopio, junto al submarino San Luis, en una zona de setenta metros de profundidad. Iban filmando la salida de los buzos tácticos por los laterales del San Luis cuando de pronto una tonina surgió de la nada y se asentó en la proa del minisub. Pero lo hizo con tanta delicadeza que no logró desestabilizarlo. Luego vino una compañera y repitió el juego: pasó restregando su panza por encima de la proa de la pequeña nave que avanzaba por un costado. Una y otra vez las toninas pasaban raspando, mientras la cinta de Súper 8 las inmortalizaba en sus majestuosas piruetas. Ya Toloza había sobrepasado el bigote de agua de la proa del San Luis cuando una corriente lo puso de costado y lo succionó hacia atrás, sobre el submarino grande. El mini chocó con la vela y salió disparado hacia la superficie. Emergió como cohete al aire puro y cayó. No hubo consecuencias desagradables: sólo quedó para la historia ese film, con aquel baile bajo el agua y aquella salida espectacular.
Toloza me dice lo que todo el mundo le decía: “Cuando te vayas de la Marina te vas a morir”. Está orgulloso de no haber muerto, pero se nota que le cuesta andar por la vida sin aquella vieja adrenalina de siempre. Le ocurre lo contrario que a todos: en el mar es rápido y en la tierra es lento.
Una noche helada de abril de hace dos años, cuando todavía era un miembro activo de las Fuerzas Especiales, alguien lo despertó para informarle que se había incendiado el rompehielos Almirante Irízar. Se tiró de inmediato de la cama y le dijo a su mujer: Ya vuelvo. Llegó corriendo a la dársena donde la corbeta Granville estaba a punto de zarpar con la tripulación completa. Toloza pidió que lo esperaran pero no tenían tiempo. Fue hasta la unidad, tomó el bolso con su equipo y llegó cuando ya estaban soltando amarras. Lanzó el bolso a cubierta y saltó para que dos compañeros lo alzaran y lo metieran en el último minuto en el buque de rescate.
Arribaron a marcha forzada al teatro del incendio, en medio de un temporal terrorífico. La imagen del Irízar hecho una antorcha de humo y fuego era alucinante. Ya había sido evacuado el rompehielos, que eramecido por olas monumentales, y sólo el obstinado capitán Guillermo Tarapow permanecía a bordo. Pero las condiciones eran tan malas que los marinos dudaban si podían empezar con el abordaje y la sofocación de las llamas. El comandante de los buzos tácticos y el capitán de la Granville resolvieron finalmente que Toloza y sus hombres, que eran los más experimentados, bajaran a esas aguas revueltas y congeladas. Se calzaron los trajes de neoprene, armaron la primera línea y pusieron en operaciones dos botes. El viento rasante los cruzaba y el avance era lento y riesgoso. El comandante de los buzos tácticos se acercó al Irízar y le pidió a Tarapow que desembarcara para evaluar la situación en un destructor que flotaba cerca. Tarapow accedió y se fueron juntos. Quedaba el bote de Toloza y cinco leales más, que buscaban el mejor acceso para trepar al barco incandescente.
La humareda había crecido y el sube y baja de las olas hacía muy difícil esa escalada. Toloza vio una escalera de gato pendiendo de un costado y en una subida tiró el manotazo y trepó como un mono. Después ayudó a sus compañeros. La chapa estaba caliente, y los buzos tenían que relevar la cubierta y evaluar si podían traer al grupo de bomberos que aguardaba la orden de radio. Revisaron el Irízar, improvisaron una escalera para subir a los especialistas, juntaron matafuegos y montaron un pequeño comando en ese barco vacío y desesperado donde no había agua ni luz. Trataron de restaurar la energía y subieron al grupo de extinguidores. Toloza y sus hombres ayudaron, y todos juntos emprendieron la lucha. Pasaron tres días sin dormir, comiendo de las latas de conservas que encontraban en la cocina y utilizando cuatro motobombas y dos líneas de mangueras. Cuando los focos principales quedaron apagados, bajaron con sus mascarillas a las salas de máquinas para enfriarlas. Estuvieron enfriando con agua distintas secciones del Irízar durante otros cuatro días, hasta que pudieron remolcar el buque, que estaba escorado: tuvieron que sacarle toda el agua que le habían echado para que la operación fuese exitosa.
Toloza mira el mar desde la confitería y me cuenta que los recibieron como héroes al llegar a puerto. No me lo dice, pero sé lo que está pensando: así como no hay ascensos para los comandantes de una nave malograda, tampoco hay medallas para los valientes en los accidentes navales. Miro una foto que guarda. Está sentado en la cubierta de ese barco legendario; tiene la cara tiznada. Es un héroe cansado que nadie conoce.
“Señor, sólo te pido dos cosas. La victoria o el regreso. Si una haz de concederme, que sea la victoria.”.
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Crónica extraída del libro “La hermandad del honor” (editorial Planeta, 2010)
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