Historia breve de dos hijas sin su papá
En silencio, Kala y Iara Nisman reconstruyeron sus vidas y la memoria familiar
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Kala tenía apenas ocho años y estaba durmiendo, con su larga melena rubia sobre la almohada. Iara estaba jugando a las cartas con su mamá. Un murmullo sobrevolaba la pequeña habitación de hotel en París, cuando sonó el teléfono.
El viaje de 15 años de Iara ya se había alterado. Días atrás, Kala había llamado para pedirle a su mamá, Sandra Arroyo Salgado, que por favor hablará con su papá, Alberto Nisman, porque había escuchado que se volvían antes de lo pensado a Buenos Aires. Se suponía que la mayor iba a continuar la travesía sola con su mamá. La mamá debió ir a buscar a la pequeña a Barcelona y la sumó al viaje de 15 años de su hermana.
El padre había ensayado una excusa familiar para el cambio inesperado de los planes, pero la verdad era otra. Su denuncia contra el gobierno de Cristina Kirchner por la firma del pacto con Irán había desatado en Buenos Aires una tormenta de consecuencias inimaginables. El Congreso había citado a Nisman para que detallara su descubrimiento, para que relatara las escuchas telefónicas que mostraban a dirigentes políticos en confabulación con iraníes. Y el mundo había comenzado a posar su mirada sobre aquella acusación que enredaba a sectores del kirchnerismo con el régimen teocrático de Teherán. La presidencia de Fernández de Kirchner se sacudía por la fuerza del temporal que había desatado Nisman.
Kala y Iara ignoraban todavía la calamidad que se avecinaba. Era enero. Estaban de vacaciones. El mundo todavía parecía un lugar seguro. Entonces se escuchó el celular en medio de la noche de París. Del otro lado sonó la voz de Marina Pettis, la secretaria del fiscal, que le contaba a Arroyo Salgado que Nisman no respondía a los pedidos para que abriera la puerta de su departamento. Iara vio como la cara de su mamá se transformaba. Todo el aire de la habitación fue atravesado por el terror.
–¡Tiren la puerta abajo, entren! – ordenó Arroyo Salgado, con el celular en la mano. Pero la secretaría transmitía las dudas de los custodios, su temor a que el doctor se enojara.
Fue entonces cuando el mundo comenzó a derrumbarse. Pasaron horas interminables de llamados telefónicos, impotencia a la distancia, hasta que llegó la confirmación. Kala y Iara habían perdido a su papá para siempre. La más chica se despertó y vio a su hermana llorar. Nada volvería a ser igual.
Fueron tres noches sin dormir, con los detalles macabros que llegaban a cuentagotas. La vida de inocencia, que hasta entonces se repartía entre el club y el colegio en Olivos, se desgarró a pedazos. Se transformaron en el centro de una atención desesperada, con fotógrafos en la puerta de la casa. Y encima llegaron los ataques. El entonces jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, llamó a su papá “un sinvergüenza que usaba dinero de AMIA para salir con minas y pagar ñoquis”. Se crearon cuentas en las redes sociales para denostar a Nisman y reproducir fotos con mujeres. Se mandaron a pegar afiches contra el fiscal por toda la ciudad.
Kala y Iara volvieron en marzo a las clases mientras las ciénagas del poder desplegaban todo su poderío para destruir la imagen de su papá. Era un ataque organizado en los servicios de inteligencia paralelos para deslegitimar la denuncia del fiscal, para debilitar su acusación y salvar al gobierno de Cristina Kirchner, que primero había dado por cierta la versión del suicidio y luego dijo lo contrario. Todos los días se difundía una nueva difamación.
Cuando la investigación se enterró en torpezas judiciales y desvíos intencionales, el interés por destruir a Nisman perdió fuerza. Pero sus hijas se habían vuelto más fuertes. La burbuja de ingenuidad se había rasgado para siempre. Kala cambió de colegio y se concentró en el deporte, que fatiga sin rendirse todas las semanas. Iara cursa Arquitectura en la Universidad de Buenos Aires, recorre de arriba abajo la facultad con las carpetas de las entregas. En su transformación también dejó en el camino otras ideas y se enfocó en el urbanismo social. Ya trabaja en un estudio para cubrir sus gastos. En los momentos en que su mamá se quebraba, los papeles se invertían. La hija contenía a la madre. Es una carga que lleva en su interior.
Kala y Iara están convencidas de que a su padre lo mataron por su trabajo. Días atrás, en su cumpleaños, la más pequeña escribió que, a partir de entonces, iba a tener más años de vida sin su papá que juntos. Kala cumplió 16. Las hijas construyeron su propio recuerdo, sin dar cuenta de los ataques del poder. En su mente, no hubo estiércol que pudiera mancillarlo. “Cuando sea grande quiero ser como vos, estoy orgullosa de mi apellido, te admiro, te adoro y te extraño todos los días”, escribió Kala junto a una foto donde se la ve subida a los hombros de Nisman. La imagen la tomó su hermana. “Son risas”, la tituló. Iara, a su vez, publicó una foto junto a la tumba del cementerio de La Tablada. “Flores para papá”, escribió.
Un día, la madre las llamó y les transmitió que iba a abandonar la querella por la investigación de la muerte del fiscal. “Ya está probado que fue un homicidio”, dijo, luego del último peritaje judicial.
En una de sus últimas entregas de la facultad, Iara debía presentar una obra plástica. Era el cierre de la materia. En el cuadro se ve un mar de paraguas, es la imagen muda de la multitud que marchó un mes después de la muerte de su padre. Aquella marea humana sobre la Plaza de Mayo pedía justicia. Lo hizo en silencio, sin gritos, como las hijas de Alberto Nisman, que todavía esperan.
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