Un paseo por Oahu, Maui y Big Island, tres islas fundamentales del archipiélago más norteño de la Polinesia. Playas, olas gigantes, surf, arrecifes multicolor y volcanes activos proponen disfrutar de días de relax y aventura en medio del océano Pacífico.
¿Existe algún lugar más identificado con el verano que éste? De por sí, fue agraciado con un nombre musical. “Alooooo Hawaiiiiii”, así, con íes largas suena este destino que evoca las notas elásticas del ukelele. La cancioncita que todos conocemos no se llama Alo Hawái ni tampoco Aloha Wai. Este himno isleño fue escrito por la princesa Lili?uokalani en 1890 bajo el título Aloha Oe, que significa Adiós a tí. Como sea, la música protagonizada por el ukelele (pequeña guitarra, adaptación del cavaquinho, que llegó a las islas del Pacífico con los inmigrantes portugueses en 1880) es a Hawái lo que el jazz a Chicago. No podemos confirmar que sea por la presencia del ukelele que la gente es tan amable en Hawái, pero sí que la atmósfera relajada que genera su sonido sea una pieza clave para que el destino siga siendo un ícono del verano. Este archipiélago conformado por 18 islas –las ocho principales son Niihau, Kauai, Oahu, Molokai, Lanai, Kahoolawe, Maui y Hawái– es un rompecabezas de playas eternas, mares azules, arrecifes de coral, paisajes volcánicos y valientes surfistas que enfrentan olas de película. Además, al ser el más reciente de los cincuenta estados que componen los Estados Unidos (desde 1959), es capaz de ensamblar el ideal de rusticidad que encarnan las islas con la infraestructura del megaconfort norteamericano, a un precio más accesible que el de la Polinesia Francesa y sin resignar la mística del destino lejano. ¿Qué más se puede pedir?
OAHU
Esta isla es la principal puerta de entrada a Hawái porque allí se encuentra Honolulu, la capital. Waikiki Beach es la playa más popular, con muchas sombrillas y aprendices del surf.
En la playa de Waikiki hay una sola estatua - Duke Paoa Kahinu Mokoe Hulikohola Kahanamoku - la de junto la que todos se sacan fotos.Duke es el héroe local: fue campeón olímpico en natación en la primera mitad del siglo XX y es considerado el padre del surf moderno. Waikiki hoy es, seguramente, muy distinto del que conoció Duke. Hoy por Kalakahua, la calle principal, circulan un tranvía con ruedas y turistas montados en carritos Segway entre inmensas tiendas y hoteles de lujo.
Waikiki no es Oahu. Hay que alejarse una hora para llegar a la parte más virgen de la isla. Entre Waikiki y la costa norte, hay playas bellísimas como Waimanalo Beach y Lanai que combinan las aguas tranquilas del Caribe con picos volcánicos.
Sunset Beach es la primera de una seguidilla de playas en el norte en una zona mucho menos desarrollada, donde no hay hoteles.
Pipeline es la playa más convocante y en la que las olas rompen con más fuerza. Muy cerca de Pipeline está Haleiwa, una de las ciudades más antiguas donde hoy quedan algunos restaurantes, galerías de arte y tiendas de souvenirs. Hay que hacer una parada en la galería de Clark Little, un fotógrafo hawaiano especializado en fotos de olas. Dicen que uno no estuvo en Haleiwa si no soportó la eterna fila para probar el Matsumoto Shave Ice, un postre hecho con virutas de hielo y almíbares caseros que le dan sabor y los colores del arcoíris desde los años 60.
MAUI
Un interior verdísimo, playas solitarias, una ciudad con espíritu de pueblo y buena vida en la segunda isla más grande de Hawái.
Un vuelo de 20 minutos desde Oahu llega hasta la “isla del amor”, como llaman a Maui por ser una de las preferidas por los mieleros. El menú del desayuno en Kaanapali Beach Hotel incluía una opción llamada Spam, una marca de carne enlatada que se envasa en los Estados Unidos desde 1937. Su nombre deriva de ‘spiced pork and ham’, que es lo que es: puerco especiado y jamón, y la gente lo ama.
Del hotel partimos hacia Lahaina, la ciudad turística donde desembarcan los cruceros. Fue capital de Hawái (1820-1845) en tiempo de balleneros y hoy es una zona con pintorescas callecitas repletas de locales que venden desde perlas hasta muñecas que bailan hula. Tiene una bellísima costanera desde donde parten excursiones para ver las ballenas jorobadas (de enero a marzo) y una plaza construida bajo la gigantesca arquitectura de un baniano, árbol endémico de India, Sri Lanka y Bangladesh. Este ejemplar, que se enraizó en la isla en 1873, es el más grande de Hawái.
Al norte está Kaanapali Beach, una zona con paseos comerciales y coquetos hoteles –Marriott, Sheraton, Westin–. El marco de esta orla de arena dorada y mar cristalino es un acantilado, no demasiado alto, desde el que se zambullen algunos valientes. El mar casi no tiene olas por eso es ideal para practicar SUP (stand up paddle o surf de remo) entre tortugas verdes y arrecifes de coral. Cuando es temporada, se pueden ver ballenas jorobadas saltando en el horizonte.
A la mañana siguiente nos buscó Kimo, nuestro guía, para ir a Haleakala o “casa del sol”, un volcán que representa más del 75% de la superficie de la isla y alcanza los 3.055 m. Mientras nos alejamos de la costa nos contó que Maui es la única isla del archipiélago que sigue produciendo azúcar y en la que aún funciona un ingenio. Dijo que en Hawái hay más heridos por caídas de cocos que por accidentes de tránsito y que no hay serpientes, tampoco osos. Trepamos más y más entre granjas y campos de lavanda hasta descubrir el cráter del imponente volcán, que es grande como Manhattan. Era inmenso, gris, con tonos ocre y textura suave.
Dejamos las alturas para descubrir Iao Valley y su pico llamado Iao Needle, más conocido como la piedra fálica de Kanaloa, el dios del océano. Pasamos de la aridez del volcán a la selva en pocos minutos y sin salir de la isla. Esa tarde alquilamos un auto para conocer Makena, el secreto mejor guardado de Maui. Se llega por un camino que atraviesa pueblitos playeros hasta llegar al State Park. Allí dentro se extienden kilómetros de playas de arena cobriza bañada por aguas turquesas. No hay edificios a la redonda, sólo un bosque espeso. Es la playa de los surfistas en verano y la elegida por los que hacen body board durante el invierno, cuando las olas son más pequeñas. Esta disciplina, para la que usa una tabla corta, tiene una dinámica diferente de la del surf: los riders esperan en la costa el momento exacto en el que tienen que correr a toda velocidad para lanzarse como un dardo sobre la ola.
BIG ISLAND
La más grande de las islas es una de las menos turísticas y la oportunidad para descubrir la naturaleza volcánica de Hawái en acción.
Alcanza con que diga que aquí se filmaron varias escenas de Jurassic Park para resumir la esencia de esta isla llamada Hawái. Sí, es la única del archipiélago que lleva el mismo nombre que el Estado y por eso se la apoda Big Island, para no confundirla. Ese mote le sienta bien, no sólo porque el resto de las islas podrían caber dentro de sus 10.432 km²; sino también porque reúne 11 de los 13 tipos de clima que existen en el planeta. Aquí es posible que uno esté surfeando al mismo tiempo que, de noviembre a julio, otro esquía en la cima del volcán Mauna Kea (4.205 m) usando una 4x4 como aerosilla.
Hay que ser valiente para aterrizar en una pista construida sobre un campo de lava y escuchar, a continuación, que la isla está formada por cinco volcanes de los cuales tres –Maunaloa, Kilauea y Loihi– están activos. Esa fue la noticia que nos dio Kale, nuestro guía, al encarar el viaje hacia el Parque Nacional de los Volcanes de Hawái. Allí están resguardados los volcanes Kilauea, cuya actividad no cesa desde 1983, y Mauna Loa, que es el más grande del mundo con 5.271 km² de superficie y, también, la montaña más alta de la Tierra. ¿Pero no era el Everest? Si uno suma los 5.000 m de laderas submarinas y los 4.170 m de altura subaérea, supera los 8.848 m de la gran mole del Himalaya. Su último show de lava fue en 1984. Por todo esto, podría decirse que Big Island es un hub de ciencias naturales en el que se radican muchos jóvenes estudiantes de carreras afines. Todos están contentos de pasar un tiempo en Hawái, salvo los militares norteamericanos que fueron destinados a una base construida en medio de la isla donde el mar no se ve ni con telescopio.
En el parque existe un sendero que avanza entre vegetación exuberante donde se pueden ver ejemplares endémicos (ya no quedan en otros lugares de la isla), como el Hapu’u Pulu, y otro que propone caminar dentro de un tubo o túnel de lava. Pero estos son sólo recuerdos de la actividad volcánica. Para ver la Tierra en acción seguimos hacia el Jaggar Museum, donde respira el cráter Halema'uma'u y vive Pelé, la diosa del volcán. Pelé transformó a Ohia, el guerrero más lindo de la isla en árbol por no ser correspondida. Como el corazón de Ohia le pertenecía a la bella Lahua, los kahuna (maestros) decidieron convertir a su amada en una flor roja que creciera en sus ramas. Dicen que si alguien corta un pimpollo automáticamente empieza a llover y que las gotas son las lágrimas de Lahua que no quiere ser separada de su amor. Después de conocer la leyenda, Kale nos advirtió que no nos llevásemos piedras de lava de la casa de Pelé. Nos contó que en el lobby del campo militar Kilauea existe un gabinete donde se exhiben rocas devueltas por la gente, acompañadas con cartas que cuentan la mala suerte que cayó sobre ellos tras habérselas llevado. El último paisaje volcánico que vimos fue la playa de Punala’u, con arenas negras y aguas turquesas. El día terminó en Kailua Village, un antiguo pueblito de pescadores donde residió la nobleza hawaiana en tiempos del rey Kamehameha I (1758-1819). Hoy es una apacible zona hotelera y comercial donde se suceden galerías de arte, locales de souvenirs, restaurantes con terrazas al mar y shows de ukelele para despedir el sol a la luz de las antorchas. Además, desde su muelle parten excursiones para hacer snorkel en aguas color petróleo que dejan ver delfines, tortugas y, con suerte, ballenas (éstas desde la embarcación).
El último día alquilamos un auto para asistir a los dos últimos espectáculos naturales hawaianos: el atardecer en el volcán Mauna Kea y el reflejo de la lava en el cielo nocturno sobre el cráter Halema'uma'u. Avanzamos por un paisaje exótico en el que sólo encontramos ovejas y arcoíris dibujados en el cielo. Trepamos alto hasta que el auto se sumergió en las nubes y la isla quedó debajo de ese manto algodonoso. Finalmente llegamos al mirador del Mauna Kea. Hacía tanto frío que no parecía Hawái. Por encima de las nubes estaba el sol, que con sus rayos pintaba una paleta de colores celestiales. Con la luna aparecieron los telescopios de los programas de avistaje de estrellas que ofrece el centro de visitantes del parque. Mauna Kea es uno de los mejores puntos en el planeta para observar el cielo y, por eso es también el eje de un debate caliente entre quienes quieren preservar el cráter del volcán como lugar sagrado y quienes apoyan la construcción de un observatorio con 13 pisos para que los mejores científicos del mundo estudien la bóveda azul.
Dejamos Mauna Kea y volvimos a la casa de Pelé. Manejamos casi una hora por un camino neblinoso que nos hizo fantasear con una nube de cenizas volcánicas previa a la erupción. Cuando llegamos, todo estaba oscuro y los guardaparques ya se habían ido. Caminamos por la pasarela y, en medio del cielo oscuro, la vimos: allí estaba Pelé, era tardísimo, pero aún se la oía respirar.
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