Hastío, resignación y conflictividad en alza
Nadie rompe ni tiene incentivos para romper; tampoco para arriesgar demasiado con algún cambio; todo se vive en clave electoral o instinto de supervivencia
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El aguinaldo, las Fiestas, el verano y las vacaciones, hitos ansiados de cada año, no mejoraron en nada el ánimo colectivo. Mucho menos los anuncios de un preacuerdo con el FMI, rápidamente neutralizado por las disputas en el seno del poder. En los focus groups se expresa con claridad y las encuestas lo reafirman.
Las cifras de ocupación y consumo en los sitios turísticos, que ilusionaron al Gobierno con una recuperación de la imagen presidencial y en la opinión sobre la gestión, no se vieron corroboradas por los sondeos. Aunque en el oficialismo se consuelan con que los números se mantienen estables. Lecturas sesgadas. Salvo crisis profundas, es en estos meses cuando el humor social mejora y las miradas se tornan más benévolas. El factor estacional no operó a favor. Estar igual a veces implica estar peor. Esa debería ser la conclusión correcta.
Las sombras con las que cerró el año pasado no se disiparon con el comienzo de 2022. Ni siquiera el promocionado preacuerdo con el Fondo modificó las sensaciones sociales negativas dominantes, aunque en las encuestas contaba a priori con la adhesión del más del 70 por ciento. Tiene mucho sentido. Desde el propio oficialismo le quitaron cualquier connotación positiva, cuando no lo revistieron de atributos decididamente negativos.
“Se logró lo mejor que se podía conseguir, pero no hay nada para festejar”, dijeron los defensores. “Traerá ajuste, desocupación y más dependencia”, retrucaron los críticos. Todos frentetodistas. “Era lo que había que hacer, pero eso no mejorará en nada nuestra situación”, terminó resumiendo la sociedad. Lógica pura.
El escepticismo, la falta de expectativas, el hastío, el agotamiento son las emociones que prevalecen en las consultas. “Si nos volvemos a ver dentro de un año, te apuesto a que vamos a estar peor”. La consagración del pesimismo que encierra esa frase, expresada por un participante de un grupo focal organizado por Trespuntozero, no configura un hecho aislado. Tiene el inquietante valor de ser una síntesis de las opiniones de los participantes de ese trabajo, según Shila Vilker, directora de la consultora.
La mayoría de las encuestas reflejan esa perspectiva negativa. Y algunos advierten que la profundidad de la desesperanza es más intensa y extensa: “Lo que muchos piensan ya no es solo que en 2023 vamos a estar peor, sino que la generación de sus hijos va a estar peor”, señala Pablo Knopoff, director de Isonomía.
Los problemas que la sociedad percibe como más graves van más allá de la inflación, que diariamente carcome las expectativas, alimenta la incertidumbre y profundiza el mal humor. La suba generalizada e incontenible de precios es la fiebre que desvela y al mismo tiempo revela otros problemas más graves, más difíciles de resolver. Cada vez queda más claro. Aunque el oficialismo celebre que el Fondo Monetario no le exige realizar reformas estructurales.
“La pandemia le dejó a la sociedad una percepción más realista de la situación objetiva de la Argentina. Tiene la sensación de que si todo sale bien no vamos a estar mejor y presume que las probabilidades de que salga bien son bajas”, afirma Guillermo Oliveto, uno de los consultores que con más precisión y anticipación advirtieron en los dos últimos años la evolución del humor social y su impacto político.
A ninguno de los especialistas en opinión pública extrañan las primeras expresiones de conflictividad social que han empezado a alterar las calles y las rutas en el comienzo del año. Otro síntoma que muchos temen que se agrave. “El nivel de crispación individual que hay en la calle, a veces rayano en la violencia, es muy preocupante”, advierte Oliveto.
Representatividad en crisis
De todas maneras, hay una coincidencia: si bien la gente está muy disconforme con su situación personal, con la marcha del país y con la dirigencia, por lo que el sentimiento de hartazgo es muy elevado, al mismo tiempo casi nadie quiere que nada se rompa. Esa ambigüedad tiene consecuencias contradictorias.
Así como en casi todos los sondeos la mayoría de los encuestados (más de la mitad) dicen no sentirse representados por sus dirigentes, hay una decena de figuras del oficialismo y de la oposición que reúnen opiniones positivas y adhesiones de más del 30 por ciento. Comparado con otros países vecinos, no está mal. “Es lo que hay”, sería la conclusión. O, dicho con más sutileza y precisión, “cuando se ordena por demanda da mucho peor que cuando se ordena por oferta”, explica un agudo analista. Los consultados opinan y eligen entre los dirigentes que están, no sobre los que les gustaría. Todo es relativo.
Una segunda derivación de esa percepción es que “así como la sociedad empieza a acostumbrarse a vivir a pesar de estos dirigentes, muchos dirigentes empiezan a acostumbrarse a vivir sin (pensar en) la sociedad o de espaldas a ella”, advierte un agudo analista de opinión pública.
El nivel de desconexión se explica desde el lado de los ciudadanos en un sentimiento combinado de frustración y defraudación generalizado en su relación con la dirigencia. Todos de algún modo le fallaron. Pero, de nuevo, “es lo que hay” (y lo que somos). Más difícil de entender resulta ese escenario desde la perspectiva de los dirigentes, cuyo sostén y fuente de legitimidad son los ciudadanos. No lo es tanto.
El régimen bicoalicionista en el que se ordenó hace tres años el sistema político argentino retroalimenta, estabiliza y refuerza aquella configuración disfuncional del vínculo entre las elites políticas y la sociedad.
Aunque el oficialismo no muestre logros ni rumbos y la oposición cambiemita no ofrezca un proyecto de país definido mejor ni haya suturado las heridas que dejó de su paso por el gobierno, la supervivencia de las coaliciones asegura su competitividad electoral. Nadie rompe ni tiene incentivos para romper. Tampoco para arriesgar demasiado con algún cambio. Todo se vive en clave electoral. O instinto de supervivencia. Un elemento más, que se suma al económico, para sostener el vaticinio de que lo que vendrá se parecerá a una larga agonía controlada. Sin colapsos, pero sin mejoras de fondo. Un proceso que también podría definirse como de “encarnizamiento terapéutico”.
El crecimiento de la imagen del antisistema Javier Milei en el nivel nacional, que registran casi todos los sondeos, no alcanza aún para poner en riesgo la competitividad electoral de las dos coaliciones dominantes. Pero es un hecho que su presencia crece no necesariamente por adscripción ideológica, sino más bien a fuerza de descontento con todo y con todos. Para mirar con detenimiento.
Crispación y violencia latente
La labilidad y la tensión que subyacen en los distintos estamentos de la sociedad obligan a una actitud preocupante y expectante. “El año todavía no empezó y ya hay un clima muy denso. Por eso nadie quiere volver de las vacaciones y que el año empiece de verdad. Las manifestaciones de los movimientos sociales más radicales y las amenazas de protestas y paros de algunos gremios operan sobre la fragmentación y descomposición que muestra el oficialismo, aunque no haya riesgo de ruptura”, admite un consultor con llegada al Gobierno.
La frágil situación en la frontera de Ucrania que tiene en vilo al mundo sirve para algunos observadores de parangón de la situación local. Un diplomático argentino que dice conocer en profundidad lo que piensa Vladimir Putin le explicó hace algunos días a la cúpula de la Cancillería que “Rusia no quiere ir a una guerra, sino reposicionarse en el tablero internacional y reducir le influencia de Estados Unidos en Europa Oriental. Pero todo está tan al límite que por ahí basta que un ucraniano le robe un chancho a un ruso radicado en Ucrania para que explote todo”. Cualquier semejanza con la realidad local sería pura coincidencia.
Las disputas crecientes en el seno del Gobierno, el proceso de cuestionamiento y deslegitimación interno de la autoridad de Alberto Fernández y de Martín Guzmán (huérfano de todo afecto en el FDT), la aplicación práctica y las consecuencias de lo que se acuerde con el FMI constituyen un andamiaje frágil y demasiado complejo de administrar sin liderazgo ni sustento político y social.
Las últimas apariciones en escena del Presidente mostraron un proceso de descomposición sostenido de la figura triunfante que intentó empezar a construir al momento de anunciar, hace solo tres semanas, el preacuerdo con el Fondo.
La última actuación de Fernández en el juicio contra Cristina Kirchner por corrupción lo dejó innecesariamente expuesto. Solo una sobrestimación de sus aptitudes y la necesidad de congraciarse con quien lo hizo presidente explican que haya querido dar testimonio oral y exponerse a preguntas incómodas cuando podría haberlo hecho por escrito. Una sobreactuación fallida en todas las líneas.
Otro tanto podría decirse de la difusión de ciertas imágenes y expresiones durante la gira por Rusia y China. Hasta para algunos de sus más fieles colaboradores resulta difícil de explicar la propensión a autoinfligirse daño de manera sistemática.
La reciente definición de un destacado funcionario de Estados Unidos a un dirigente local pone en inquietante perspectiva la figura y la palabra de Fernández: “Nosotros sabemos que el Presidente no cree en todo lo que le dijo a Putin, pero también sabemos que el Presidente no cree en todo lo que nos dice a nosotros”. Muchos argentinos piensan lo mismo.
Sobre ese telón de fondo se recortan el hastío, la resignación, el pesimismo y la creciente conflictividad social. Demasiado para seguir confiando todo a la voluntad de que nada se rompa.
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