Guerra Rusia-Ucrania: la alianza con Putin puso a Alberto Fernández en una tierra de nadie
El Presidente apostó por la relación con Rusia en momentos de máxima tensión con Occidente y a la par de la necesidad de un apoyo de Estados Unidos ante el FMI; la sombra de Cristina y el delicado giro diplomático al tronar de las bombas
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La incapacidad para manejar con sutileza la apuesta por la ambigüedad en política exterior expuso a Alberto Fernández a un conflicto evitable. La invasión rusa a Ucrania lo deja incómodo, en una tierra de nadie, después de entregarse a destiempo a una alianza con Vladimir Putin. Las bombas y los muertos convencieron finalmente al presidente argentino de emitir un rechazo a la acción militar que une en la condena desde hace semanas a las potencias occidentales a las que, en paralelo, Fernández les ruega apoyo para refinanciar la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que el país no puede pagar.
No podrá alegar sorpresa. La amenaza de un ataque a la soberanía de Ucrania dominaba la agenda diplomática mundial cuando él viajó a Moscú a principios de este mes. Le habían llegado informes desde Washington que alertaban sobre la inconveniencia de un exhibir cercanía a un gobierno que avanzaba a paso firme hacia una violación flagrante del derecho internacional. Descartó las prevenciones: la visita -justificó antes de volar- era un ejercicio de autonomía diplomática en un “mundo multipolar”.
Una vez en el Kremlin, con Putin sentado enfrente, Fernández hizo añicos el juego de neutralidad que simulaba. “Tenemos que ver la manera en que Argentina se convierta en una puerta de entrada para que Rusia ingrese en América Latina de un modo más decidido”, le dijo a un líder impávido, a quien si algo le sobra es decisión y que no espera que nadie le abra la puerta para pasar. Remató la frase con una expresión de deseos sobre la necesidad de “dejar la dependencia tan grande” que el país tiene respecto de Estados Unidos.
Habló para complacer a su interlocutor y para acomodarse en una línea diplomática trazada hace tiempo, en otro contexto global y nacional, por Cristina Kirchner. El acercamiento a Putin -más allá de la admiración personal por los líderes todopoderosos- había sido una elección de la expresidenta a principios de su mandato para marcar distancia con Estados Unidos, en paralelo a la gran crisis financiera de 2008, que ella interpretó como el inicio de un ciclo de declive del orden capitalista global. A finales de aquel año viajó a Moscú y selló una “alianza estratégica” con Rusia, que entonces presidía Dimitri Medvédev bajo la supervisión de Putin.
El eje con Rusia se fue aceitando con negocios y promesas de inversiones energéticas -pocas terminaron por concretarse- y creció al ritmo de la desilusión de Cristina con Barack Obama, de quien esperaba gestos de afinidad que nunca llegaron. Si Estados Unidos seguía siendo Estados Unidos y el mundo había cambiado, subía el precio de los servicios que ofrecía el amigo ruso.
La mayor señal de Cristina Kirchner en favor de Putin ocurrió en 2014 cuando Rusia violó el territorio ucraniano y maniobró para anexionar la península de Crimea, después de una acción militar seguida de un plebiscito desconocido por Estados Unidos, la Unión Europea (UE) y la mayor parte de los países de Occidente. Ella enarboló durante una visita a Francia una defensa a su manera: comparó el plebiscito en la región ucraniana con el que por entonces se había celebrado en las islas Malvinas y denunció “una doble vara” de quienes repudian uno y avalan el otro. Putin la llamó por teléfono para agradecer y la Cancillería emitió un comunicado en el que señaló: “El Presidente ruso habló con la Primera Mandataria sobre la Cuestión de Ucrania y reconoció la postura de la Argentina sobre la Cuestión de Crimea. Putin subrayó la importancia de la posición argentina al incluir en el debate sobre dicha cuestión el doble standard de varios países con relación a los principios de la Carta de las Naciones Unidas”.
Putin destacó la posición argentina al incluir en el debate el doble standard de varios países sobre los principios de la Carta de la ONU.
— Cristina Kirchner (@CFKArgentina) March 25, 2014
Putin le había dedicado meses atrás un especial cuidado durante la cumbre del G-20 que se celebró en San Petersburgo, cuando además hablaron de impulsar proyectos de cooperación militar y energética. La invitó a una visita de trabajo a Moscú, que se concretaría en abril de 2015, en medio de la crisis económica que atravesaba Rusia a raíz de las sanciones impuestas por la UE y Estados Unidos en respuesta a las acciones militares en Ucrania. Cristina pasó un mal trago en ese viaje porque Putin la esperó con reclamos por demoras en el comercio de gasoil ruso hacia la Argentina y las dificultades para avanzar con la mayor obra energética que Rusia había decidido financiar: la represa Chihuido, en Neuquén. La entonces presidenta, que viajó con una comitiva kilométrica, firmó decenas de tratados, incluido el de construcción de una central nuclear con financiamiento ruso en territorio argentino, y cumplió con su anfitrión al condenar “de manera enfática” las sanciones económicas por Crimea.
¿Relaciones carnales?
La alianza política no llegó del todo a relaciones carnales. Las inversiones siempre eran a largo plazo. Y poco se movió la aguja de la relación comercial entre los dos países: en lo que va del siglo las exportaciones hacia Rusia y las importaciones desde allí nunca alcanzaron el 3% del total del comercio exterior argentino. Rusia no estuvo nunca en ese período entre los 10 países con mayor volumen de negocios con la Argentina.
Mauricio Macri enfrió la relación especial con Putin, aunque ambos mantuvieron un trato cordial que incluyó una visita de Estado del líder ruso antes de la cumbre del G-20 de 2018. En 2016 se cayó la financiación rusa de Chihuido, cuando Macri se negó a pagar el 6,5% de interés que había acordado Cristina para el préstamo de 2200 millones de dólares. A la par, el líder de Pro vigorizó el diálogo con el gobierno de Ucrania, interrumpido durante el tramo final del cristinismo.
Alberto Fernández retomó la senda rusa, a pesar de que inició su mandato en 2019 con la promesa de mantener relaciones “robustas” y “maduras” con Estados Unidos y las potencias europeas. Lo llevaron hacia Putin sus necesidades de equilibrio interno y un hecho decisivo: la pandemia de coronavirus. En particular, las negociaciones para conseguir una vacuna antes de que terminara 2020.
El ala kirchnerista del Frente de Todos -Axel Kicillof y la propia Cristina se atribuyen haber intervenido personalmente- inclinó la balanza por la Sputnik V, que desarrolló el centro Gamaleya. Al tiempo que Fernández decidía firmar un contrato por la provisión de 30 millones de dosis (a un precio de 9,9 dólares por vacuna), se caía sin una explicación transparente el proceso para comprar la fórmula de Pfizer, la primera en pasar la aprobación de los principales entes reguladores y que terminó por ser la más extendida en el mundo (y pese a que se había celebrado en la Argentina el mayor ensayo clínico en el camino a su validación).
“Los amigos se conocen en los momentos difíciles”, le agradeció Fernández a Putin en una videoconferencia de hace un año, cuando la vacuna rusa empezó a aplicarse en el país antes que ninguna otra y pese a la falta de información científica transparente sobre su desarrollo. La compra al centro Gamaleya disimuló el problema que implicó la demora en los envíos de las dosis pactadas con AstraZeneca, con la intermediación del empresario farmacéutico Hugo Sigman.
Llegaron entonces los días en que ministros y el propio Presidente se fotografiaban en Ezeiza a la espera de los chárters de Aerolíneas que venían del frío. Carla Vizzotti -que asumió tras el escándalo del vacunatorio vip que le costó la cabeza a Ginés González García- y la asesora presidencial Cecilia Nicolini sumaban millas a Moscú para visitar los laboratorios y, en teoría, supervisar que los envíos llegaran a tiempo.
Aquella opción pronto desató problemas. Sobre todo cuando se evidenciaron las fallas en la provisión del segundo componente, distinto del primero, y que dejó en una situación indefensa a millones de argentinos de grupo de riesgo que recibieron la vacuna al inicio del plan de inoculación. El Gobierno negaba ese problema. Hasta que se hizo inocultable cuando Carlos Pagni reveló en LA NACION una carta desesperada que Nicolini le envió a Anatoly Braverman, mano derecha del CEO del Fondo Ruso de Inversión Directa. “Todavía necesitamos recibir las dosis pendientes del Componente 1. Tal como lo indica el contrato, todavía tenemos pendientes de recibir 18.734.185 dosis (5,5 millones C1 + 13,1 millones C2). Aún estamos esperando el cronograma de entrega de Julio que Usted también acordó enviarnos en esa llamada. Pero no lo recibimos. En algún punto, podríamos pensar en recibir más componente 1 que 2, o pensar nuevas estrategias, pero urgentemente necesitamos algo del componente 2. A estas alturas todo el contrato está en riesgo de ser públicamente cancelado”, señala uno de sus párrafos decisivos. Nicolini incluso le dice que necesita para antes del 9 de julio la aprobación para anunciar la producción local de la vacuna, en el laboratorio Richmond. Finalmente el visto bueno llegó el 15 de julio.
La Sputnik todavía no fue aprobada por Estados Unidos, la UE y la OMS. Apretado por las necesidades electorales, Fernández decidió comprarles también dosis a los laboratorios norteamericanos Pfizer y Moderna y juró que nunca pesó la simpatía ideológica en las decisiones para comprar vacunas contra el coronavirus. De todos modos, en su reciente visita a Moscú se prodigó en agradecimiento a Putin por aquella venta que él consideró una ayuda. “La Argentina tiene una deuda con Rusia porque fue la primera que se preocupó por que los argentinos tuvieran vacunas”, le dijo. Otra declaración que atragantó a quienes siguen la política latinoamericana en el gobierno de Estados Unidos, que donó miles de dosis a mediados de 2021 y que nunca entendió la resistencia inicial de la Casa Rosada a las fórmulas de origen norteamericano.
Del silencio al rechazo
El viaje de Fernández por el Kremlin fue dos días después de la carta bomba de Máximo Kirchner, en la que renunció a la presidencia del bloque de diputados del Frente de Todos y expresó su rechazo abierto al acuerdo sobre la deuda que negocian la Casa Rosada y el Ministerio de Economía. El Presidente mantuvo su agenda internacional, que justamente buscaba reacomodarse en el camino que inició Cristina la década pasada. Con la diferencia enorme de contexto que implica la urgencia por conseguir el voto de los enemigos de Putin en el directorio del FMI para evitar una crisis económica descontrolada en la Argentina.
El jueves 3, cuando entró en el Kremlin, el Ejército ruso ya formaba en las fronteras preparado para combatir. Fernández no incluyó alusiones a Ucrania en su charla con el anfitrión. “Noooo... Sobre ese tema solo me limité a decir que la Argentina aboga por la resolución pacífica y diplomática de cualquier conflicto y coincidimos en que los dos países respetamos el principio de no intervención en otros países”, respondió Fernández cuando la enviada especial de LA NACION le preguntó si le había dicho algo a Putin sobre el conflicto que tenía ya en vilo al mundo.
En esa gira se firmaron compromisos para afianzar la alianza estratégica: se habló de inversiones en el sector eléctrico y gasífero, más colaboración en materia petrolera, industria química y bancos. No consiguió el auxilio financiero con el que se ilusionó en algún momento para reforzar las reservas del Banco Central. “Los acuerdos siguen vigentes”, dijo ayer la portavoz presidencial, Gabriel Cerrutti. Lo hizo después de leer la declaración en la que rechazan la invasión rusa. Ese texto evolucionó desde el comunicado lavado, escrito en puntas de pie, de principios de semana, en el que ni siquiera se mencionaba la palabra Rusia. Hasta el lanzamiento de la invasión total el Gobierno se mantenía reticente a irritar a Rusia. Al jefe de la delegación diplomática ucraniana solo le dieron ayer la cita que pedía hace semanas en la Cancillería. Lo recibió el número dos del ministerio, Pablo Tettamanti (a quien Cristina envió de embajador en Moscú desde 2014).
Lamento profundamente la escalada bélica que conocemos a partir de la situación generada en Ucrania.
— Alberto Fernández (@alferdez) February 24, 2022
El diálogo y respeto a la soberanía, la integridad territorial, la seguridad de los Estados y a los derechos humanos garantizan soluciones justas y duraderas a los conflictos.
El giro, que el propio Fernández replicó en su cuenta de Twitter, mantiene un reflejo cauto en el rechazo a la violencia. No hubo una expresión enfática de condena. No se denuncia una invasión. Se habla de “la situación generada en Ucrania”, como si fuera un accidente de la naturaleza. No se alude a Putin. Todas las palabras que omite resaltan en el discurso de sus colegas de América Latina. Incluso en el futuro presidente de Chile, el izquierdista Gabriel Boric, cuyo repudio sin condicionantes desnuda la tibieza argentina.
Mientras explotan las bombas, Fernández mantiene el llamado al diálogo “a las partes”, un escudo con el que el gobierno de Fernández busca protegerse sobre todo del fuego amigo. También en esta crisis Cristina Kirchner hace silencio y no está claro si aprueba (como hizo en 2014) el avance ruso sobre las tierras de Ucrania.
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