Ganar tiempo y bajar expectativas, las coincidencias de Macri y Fernández
Los diálogos telefónicos entre Mauricio Macri y Alberto Fernández tuvieron más efectos balsámicos para las urgencias del país que propiedades curativas para su relación personal. Entre ellos sigue imperando la desconfianza.
El acercamiento obligado por los apremios no acortó en casi nada las largas distancias de formas y de fondo que existen y persisten entre el Presidente que aspira a una difícil reelección y el candidato con más probabilidades de sucederlo. Pero en algo se estableció una coincidencia que ni siquiera fue puesta en palabras. Ambos comparten la necesidad vital de contar con un bien escaso y esquivo en etapas de crisis. Los dos necesitan tiempo. Imperiosamente. Eso los une y los obliga a moderar las expectativas de todos.
Las PASO aceleraron la dinámica de los acontecimientos políticos, el deterioro de algunas variables económico-financieras y la angustia social. Al mismo tiempo, esa selección de candidatos, que funcionó como una clasificación, estableció la percepción de una definición electoral que aún no se dio. Hay un cronograma legal atado a otros ritmos, que no deberían modificarse por la ansiedad colectiva y de los dirigentes.
La virtual consagración de Fernández es solo eso, aunque algunos tomadores de decisiones y factores de poder, acostumbrados a imponer las reglas (y muchas veces a desconocer las leyes), se hayan comportado apresuradamente como si fuera un hecho consumado. La política no es el mercado (libre).
El candidato peronista disfruta y retribuye las zalamerías de varios que hasta hace nada se espantaban ante un eventual triunfo del kirchnerismo que lo entronizó y que lo veían a él mucho menos apuesto, inteligente y calificado para el cargo que como lo describen ahora. Pero aún tiene que concretar lo que se insinuó el 11 de agosto y no dar pasos en falso. Lo saben y tratan de practicarlo tanto Fernández como su entorno, aunque a veces aparezcan expresiones que contradigan esa intención y estrategia.
Eso explica su disposición a dialogar con Macri, su propensión a la moderación extrema, la ausencia de promesas concretas y la reducción al mínimo de expectativas. "No hacemos promesas porque Macri ya gastó y volvió inservibles muchas palabras", se justifica y contraataca Santiago Cafiero, el hombre que más comparte y conoce la intimidad de Fernández y al que lo espera un lugar destacado si llegan al gobierno.
También en el espacio de Fernández se advierte un juego de ambigüedades, que no siempre es fácil de dilucidar si se trata de contradicciones entre el discurso del candidato y los de algunos de sus colaboradores más cercanos o si son ensayos para probar la viabilidad o los límites de sus planes. La deuda externa, la creación o el aumento de impuestos, la relación con los empresarios, los sindicalistas y los jueces y hasta la legalización del aborto se inscriben en esa dimensión donde los proyectos, el cálculo político y los errores se confunden (o se sintetizan).
"Alberto tiene que llegar al 27 de octubre en el pico de su popularidad y al 10 de diciembre en la cima de su legitimidad", dice uno de los hombres que lo asisten en el armado de su equipo de colaboradores y en la definición de los planes para un eventual y ahora probable gobierno.
Eso explica muchas cosas, sobre todo, en el plano de la relación con el electorado que excede al núcleo duro kirchnerista y que le permitió cosechar unos diez puntos más que las adhesiones que parecía tener aseguradas Cristina Kirchner. Son los que no estarían dispuestos a acompañarlo a cualquier costo o firmarle un cheque en blanco.
Fernández, además, tiene otra audiencia a la que atender casi con tanta urgencia como a los votantes. Es un público también heterogéneo, pero con muchas más diferencias y desconfianzas entre sí que las que anidan en la simple ciudadanía dispuesta a votarlo. El Frente de Todos es una coalición de amplio espectro que se despliega entre polos distantes, de cuya elasticidad no hay dudas en tiempos de victoria y bonanza, pero cuya rigidez amenaza en momentos de definición de políticas, de orientación ideológica, de distribución de cargos y, sobre todo, de complicaciones.
Por naturaleza y aprendizaje en los años compartidos con Néstor Kirchner, el compañero de fórmula de Cristina aplica un sistema de conducción radial, que lo tiene a él como único eje y que segmenta la relevancia y la influencia de los sectores que confluyen en su candidatura. Cada uno suma para afuera, algunos compiten hacia adentro y todos se controlan mutuamente. Equilibrios inestables.
La construcción de Fernández se asienta sobre un trípode compuesto por Cristina y el cristinismo, en el que sobresale La Cámpora; la nueva liga de los gobernadores albertistas, y Sergio Massa, con su Frente Renovador.
No todas las patas tienen la misma envergadura, consistencia ni fortaleza, pero el aspirante a presidente se propone dosificar su incidencia. Es y será otra de sus rutinas como malabarista y equilibrista, oficios en los que viene ejercitándose con bastante éxito desde hace solo tres meses, cuando pasó de ser un operador y armador político a liderar una nueva reconstrucción peronista, cuya fisonomía definitiva solo empezará a sospecharse después del 27 de octubre y a delinearse con más claridad a partir del 11 de diciembre, sea oficialismo u oposición.
La prudencia albertista es fruto del realismo y del cálculo. Él suele mostrar como garantía de lo que hará o no hará en un eventual gobierno suyo lo que hizo en los cinco años como jefe de Gabinete kirchnerista, los motivos por los cuales renunció y las críticas que disparó al gobierno de su compañera de fórmula cuando estuvo afuera. Es su carta de presentación para bajar las defensas de los escépticos o de los temerosos de que regrese el pasado al que no quieren volver.
Fernández sabe pero no dice que entre aquel tiempo y este hay notables diferencias, más allá de semejanzas que se quieran hacer por la crítica situación económica del presente.
El próximo mandato presidencial no arrancará para nadie, como empezó el de Néstor Kirchner, con leyes que den vía libre al Ejecutivo para disponer de casi todo, con el colchón de la megadevaluación duhaldista ni con el disciplinador social de una crisis terminal como la de 2001, capaz de postergar o anestesiar por varios años los reclamos de recuperación de ingresos de asalariados y jubilados.
Tampoco tendrá el presidente que asuma dentro de 105 días una concentración equivalente de impuestos no coparticipables ni provincias colapsadas dispuestas a conceder casi todo a cambio, al menos, de migajas. Tampoco, ni el más optimista, se prevé un viento de cola mundial capaz de duplicar o triplicar el precio de los bienes primarios exportables de la Argentina, sino más bien un cielo lleno de turbulencias.
Por eso, el candidato transita estos días entre la prudencia y la construcción de relaciones confiables con los distintos factores de poder y de presión. Alguien tendrá que ceder. El aumento de las retenciones a las exportaciones agropecuarias y el incremento de la alícuota del no coparticipable impuesto al cheque se dan por hecho si llegan a la Casa Rosada.
La prudencia y la especulación son parte del equilibrio imprescindible que hacen en el peronismo respecto del presente y del futuro inmediato de la economía. Es parte del objetivo de ganar tiempo. Ni una mejora sensible ni un desastre aparecen como opciones deseables en su tablero de campaña.
El propósito del albertismo y el cristinismo hervíboro es ser solidarios con una mediocre y precaria estabilidad, que mantenga a Macri y su equipo concentrados en la administración de problemas urgentes y con escasa disponibilidad de tiempo y de logros para hacer campaña. La emergencia obliga al Presidente a dar respuestas, desplaza del foco de las demandas inmediatas al candidato opositor y modera las demandas a futuro. Bingo.
No cree Alberto Fernández ni sus principales colaboradores y compañeros de ruta que el triunfo ya esté asegurado, aunque se permiten ironizar sobre los cálculos de probabilidades de triunfo que hace el macrismo.
El peronismo es un eximio conocedor y usuario hasta el abuso de las ventajas electorales que puede dar el control del Estado. Su pericia para inclinar la cancha es reconocida, como para no relajarse cuando ese recurso está en manos del adversario. Y aunque Cambiemos haya exhibido cierto prurito o amateurismo en la materia, le reconocen y hasta admiran (o envidian) las aptitudes para hacer campaña que tienen o tuvo hasta las elecciones de 2017.
El Gobierno, en tanto, intenta aprovechar la precaria calma que asomó desde el martes pasado. Las marchas de fieles de anteayer le dieron una dosis de ánimo. En la desgracia y cuando los amigos del campeón se alejan, cualquier manifestación de afecto y apoyo en público se parece a un barco de rescate en alta mar, aunque se trate de un modesto salvavidas.
Ganar tiempo con la ilusión de llegar pronto a la costa es el sueño de todos los que navegan en mares embravecidos. Sean aliados o adversarios. Coincidencias que unen aún a los que entre sí se desconfían y compiten. Como Macri y Fernández.
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