Función especial en el Gaumont: el regreso de los fantasmas
El Gobierno lució sin reflejos en la semana en la que se reinstaló un preocupante clima de inestabilidad; el informe que detonó las críticas de Cristina a Massa y la inquietud kirchnerista por el crecimiento de la izquierda dura
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Los piqueteros del Polo Obrero ya llevaban un día de acampe en la avenida 9 de Julio; el gremio de los neumáticos mantenía un bloqueo irreductible que paralizaba las plantas automotrices mientras pernoctaban en el Ministerio de Trabajo; bandas autoidentificadas como mapuches tomaban por asalto las casas de Villa Mascardi y se parapetaban con barricadas; y alumnos de colegios porteños protagonizaban una insólita toma de las escuelas. Era martes al mediodía y el país se había transformado en un caótico campamento revolucionario. En ese momento los ministros del Gobierno recibieron en el chat grupal un mensaje de la portavoz Gabriela Cerruti: “Compañeres, les invito a compartir con el Presidente la premier de la película Argentina 1985 en el cine Gaumont, este jueves a las 16 horas”. Alberto Fernández estaba decidido a ir porque consideraba que era “un acto de educación cívica” y “un gesto democrático”. Una manera de revivir la épica histórica del juzgamiento a los dictadores militares y eludir por un rato sus penurias del presente con sindicalistas y piqueteros. De inmediato le empezaron a llover mensajes de sus funcionarios recomendándole que no asistiera porque se interpretaría como una señal de disociación grave con la realidad. Reconsideró su decisión y finalmente no fue.
El episodio, mínimo pero significativo, terminó por graficar las extrañas dinámicas con las que se movió el Gobierno en una semana en la que volvió a instalarse con fuerza la sensación de que el país navega otra vez aguas turbulentas. Pasó hace exactamente un mes, con el atentado contra Cristina Kirchner; ocurrió en julio, cuando renunció Martín Guzmán y la economía se descalibró mortalmente. La multiplicación y prolongación de los conflictos, inconexos entre sí y con móviles muy disímiles, contribuyeron a configurar nuevamente la percepción de que la Argentina bordea peligrosamente la frontera de la anarquía. O como diría el politólogo Luis Tonelli, la “inarquía, que es la incertidumbre absoluta, estar sin gravedad. Si la anarquía es que todos tienen el mismo poder -el estado de naturaleza de Hobbes-, inarquía es que estamos todos impotentes con instituciones deslegitimadas que no confieren autoridad”. Esta vez no rige un temor a una disrupción institucional, sino a una escalada imparable de la conflictividad ante la retracción del Estado y la relativización del significado de las normas. Si el Estado es incapaz de brindar soluciones, también está descalificado para imponer la ley. Entonces hay que hacer valer el peso de la fuerza. No es casual que todas las tensiones hayan sido protagonizadas por grupos organizados, y no por ciudadanos espontáneamente autoconvocados. Quizás el capítulo de la semana que mejor lo representó fue el enfrentamiento de los barrabravas de Talleres y un grupo de acampantes del Polo Obrero que cortaba la ruta 11, que terminó a los tiros, con mujeres y chicos corriendo despavoridos y saqueos en el campamento que se había montado en el lugar. Barras contra piqueteros, una escena del far west en plena llanura santafesina, pero sin sheriff.
El único factor común detrás de todas las disputas que sembraron la semana fue la inacción del Estado para prevenir, acotar o encarrilar las demandas. El Gobierno volvió a emerger sin coordinación ni reflejos para evitar las escaladas y fue interpelado en todas sus líneas. Aníbal Fernández con Villa Mascardi tomada por los mapuches; Claudio Moroni con el ministerio tomado por Alejandro Crespo y los campera negra; Juan Zabaleta -que también tiene Hurlingham tomado, pero por La Cámpora-, desafiado por Eduardo Belliboni y sus huestes. Muchos se preguntaron por el papel de Juan Manzur, después de que el miércoles encabezara una deshilachada reunión de gabinete con solo siete ministros y el viernes a la mañana partiera otra para Tucumán. Hay áreas de la gestión que parecen haber claudicado, a la espera del Mundial y el calendario electoral. Como si el Gobierno se hubiese terminado un año antes y solo se dedicara a administrar los problemas sin poder resolverlos.
En este contexto no sorprendió el regreso de Cristina Kirchner a la insidia económica, después de dos meses en los que, tras la designación de Sergio Massa como ministro, le había dado absoluta prioridad a sus problemas judiciales, desde la causa de Vialidad y la investigación del magnicidio que no fue, hasta el impulso de la reforma a la Corte Suprema. El detonante fue la difusión del incremento de la indigencia en el primer semestre del año, que pasó del 8,2 al 8,8%, es decir, casi 7 % más. Eso fue lo que miró la vicepresidenta, mucho más que la merma acotada de la pobreza. Tiene lógica, los sectores más desfavorecidos conforman su núcleo electoral. El dato fue particularmente preocupante porque corresponde a un período en el que la inflación todavía no se había desbocado del todo y en el que hubo un crecimiento de la actividad económica 6,5% superior al primer semestre de 2021. La lectura inequívoca es que con más inflación y un claro enfriamiento en la actividad y el consumo, la segunda mitad del año va a dar números mucho peores. Algunos funcionarios lúcidos del Gobierno planteaban hace más de un año que iba a ser clave administrar la puja distributiva que se iba a disparar tras la pandemia, pero una cosa era el escenario con una inflación mensual del 3,5% y otra con el 7%.
La vicepresidenta ya estaba alerta desde una semana antes, cuando había sido advertida por un informe del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), que dirige Hernán Letcher, el economista que más escucha, después de Axel Kicillof. Allí se vinculaba la profundización del deterioro de los indigentes con el incremento de los precios de los alimentos. “Tres empresas líderes en rubros de alimentación reflejan en los balances de este año importantes tasas de rentabilidad bruta, pese a que los primeros meses de 2022 fueron de cierto amesetamiento del consumo, y en algunos rubros verificaron cierto nivel de recesión”, marca el estudio que apunta directamente contra Arcor, Molinos Río de la Plata y Ledesma. Allí estuvo la inspiración intelectual de los tuits del miércoles. “Para Cristina el aumento de precios de los productos básicos no es un mecanismo económico, es una política para desestabilizar al Gobierno, una conspiración”, ilustra un morador del Instituto Patria.
En el campamento de Massa relativizaron el señalamiento de Cristina, resaltaron que ambos hablaron antes y después de los mensajes y entienden que se trata de “un guiño para su propia tropa, que se mantiene en silencio ante el ajuste”. Sin embargo, dentro del Gobierno y en el mundo privado se leyó como el primer raspón en la carrocería del ministro. “Empezó a instalarse la idea de que a Sergio los números no le cierran”, sintetiza un hombre cercano al Presidente. En La Cámpora no pronostican una escalada crítica que reedite los mejores capítulos de la vieja serie “Cristina versus Martín”, pero sí resaltan que “aunque hay voluntad de acompañar, el sector más marginado tiene que estar adentro”, que “está bien recomponer reservas, pero hay una línea de compromiso social que no se puede pasar” y que “Cristina no se va a incinerar por Sergio; evaluará resultados”. Reapareció el pliego de condiciones.
El kirchnerismo no solo leyó los índices sociales, también interpretó que varios de los conflictos tienen como denominador común el envalentonamiento de la izquierda trotskista, en particular del Partido Obrero, que desafía fuertemente su base de sustentación. Nada más gráfico que los piquetes en el centro porteño, que pasaron de unas 3000 personas el año pasado a más de 30.000 en las últimas movilizaciones. Quizás por eso Máximo Kirchner mantiene una línea abierta a través de Pablo Moyano (lo llamó para calmarlo cuando amenazó partir la CGT), quien ofició de representante de Alejandro Crespo en el conflicto de los neumáticos. Juan Grabois, en tanto, es el nexo con Belliboni. El kirchnerismo profundo no deja de hacer el doble juego de ser parte del Gobierno y al mismo tiempo oxigenar su naturaleza opositora, para liberar la presión de sus propias bases.
Massa, astuto, ya ofrece una respuesta a estas presiones. Impulsa un bono a la indigencia cuyo formato, monto y universo recién empezará a discutirse mañana con la Anses. Solo se sabe que tiene para distribuir $75.000 millones y que no apelará a las bases de la AUH o el IFE, sino que buscará elaborar un registro nuevo. El mismo instinto de supervivencia llevó a Massa a postergar un mes más la suba de las tarifas, para evitar un impacto en octubre. Lo hizo con argumentos técnicos atribuidos a la segmentación imposible, aunque también pesó la lectura política de la oportunidad. Lo que aseguran en su entorno que no está dispuesto a hacer es endurecer los controles de precios o intervenir en la cadena de producción de las empresas, como pretende la vicepresidenta. Gabriel Rubinstein buscó hacer docencia sobre el tema, pero su lección no fue muy bien recibida en el alumnado camporista.
Cuando el lunes a la noche Alberto Fernández recibió a la cúpula de la CGT los gremialistas le pidieron mayor participación para moderar la tensión social, minimizando el dato de que en ese mismo acto estaban generando un cortocircuito fatal con Pablo Moyano. El Presidente cumplió: buscó calmar la interna al recibir al camionero dos días después y ofreció a Julio Vitobello de intermediario con Crespo para acercar posiciones. El propio Fernández habló con los empresarios del sector de neumáticos para conciliar. Su mejor versión por un rato volvió a ser la del operador tras bambalinas, como cuando era jefe de Gabinete. Pero eludió ejercer su poder presidencial al pasar por alto la violenta ocupación de camioneros a una planta logística de Avellaneda o al obviar las exaltaciones verbales de Moyano hijo que auguran más conflictividad. Los líderes gremiales entraron en una competencia por ver quién recompone mejor la pérdida salarial y ya superaron la cautela de no hablar de paritarias de tres dígitos, un tabú hasta hace pocas semanas.
En esa misma cena del lunes, Fernández sorprendió a los comensales con una confidencia: quiere que haya PASO el año próximo para poder competir por su reelección. A uno de sus íntimos le confesó esta semana: “Si el kirchnerismo no se da cuenta de que en 2023 habrán pasado 20 años desde que Néstor llegó al poder, y cómo se desgastaron en el camino, no entienden nada. Nosotros desde el peronismo, debemos enfrentarlos”. Otra función para el Gaumont.
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