Fuego y ruinas en el centro de una Buenos Aires irreconocible
Bancos, tiendas y restaurantes fueron destruidos por hordas de activistas
El helicóptero enfiló hacia el Río de la Plata. Si su principal tripulante echaba una nostálgica mirada atrás, habría descubierto en las ruinas del microcentro porteño, destruido en amplios sectores por activistas y jóvenes de clase media que exigían su renuncia, una última alegoría de su final.
Justo debajo, al pie de la explanada de la Casa de Gobierno, un centenar de opositores celebraba su partida con aplausos y gritos: "¡Un minuto de silencio por De la Rúa, que está muerto!"
Más allá, a lo largo de las calles del Centro, sus congéneres, agotados después de un día de batalla contra la Policía Federal, se hundían lentamente en la noche que caía sobre Buenos Aires.
La rabia contra Fernando de la Rúa y su gobierno mordió con fuerza el corazón de la ciudad, que lucía como un inédito teatro de guerra que no se vio aquí ni en la violenta década del 70. Pero, ¿y la otra violencia, la que ha seguido a su caída?
Una recorrida final mostraba los restos de la lucha. La Plaza de Mayo, dividida en dos entre la policía y los civiles, con vallas como frontera, estaba regada de cartuchos de balas de goma, piedras y basura.
Los policías seguían nerviosos. En la esquina de Diagonal Norte y Florida, tres hombres que desconocían la prohibición de caminar por allí tuvieron que correr de sus disparos, según contó uno de ellos a LA NACION.
Restos de la batalla
La geografía de la guerra se extendía hacia el Obelisco. Los pocos automóviles que aún circulaban debían esquivar tachos y pilas de basura incinerada, barricadas instantáneas que habían protegido malamente, horas antes, a los manifestantes que escapaban por Bartolomé Mitre o Diagonal Norte.
En la huida, los rebeldes habían roto los vidrios de los bancos, desbaratado las obras en construcción para convertir sus piedras en municiones y sembrado de obstáculos las calles.
Pero el eje era el Obelisco mismo. El humo de los incendios se alzaba contra el oscuro cielo encapotado y un centenar de policías armados hasta los dientes escudriñaba la avenida 9 de Julio hacia uno y otro lado en busca de enemigos.
Los peores cien metros eran los que iban, por la avenida Corrientes, de Carlos Pellegrini a Suipacha. En la primera esquina, un gran local de McDonald´s había sido quemado y molido a palos. A media cuadra, el Banco Francés lucía agujereado con furia.
Apenas unos metros hacia Suipacha ardía hasta lo más íntimo la clásica sastrería Cervantes, cuyas reminiscencias de otra época, de trajes oscuros y sobrias corbatas, no habrá despertado piedad alguna a la horda juvenil.
Los vecinos lloraban sobre la vereda, ahogados por el humo. Un amigo del dueño lucía desconsolado: "Le dije que no se metiera". Una travesti, a su lado, comentaba: "Yo vi salir antes a un hombre alto, flaco...".
Al otro lado, en medio de Cerrito, como un desafío al Obelisco, un Fiat Palio terminaba de consumirse en el fuego, bajo la mirada torva de un equipo completo de guardias de infantería.
Sobre Diagonal Norte, rumbo a la calle Libertad, cuatro camionetas yacían quemadas, queriendo parecerse a una extraña figura de arte conceptual.
Como Yakarta o Beirut
A dos cuadras, frente al Teatro Colón, sobre Cerrito, aguardaban expectantes los restos del ejército juvenil en retirada. Policías a caballo les disparaban gases lacrimógenos sin resultado, cuando hacía ya media hora que la Argentina había perdido a su presidente.
Ya entrada la noche, sólo en Puerto Madero se podía encontrar un lugar donde tomar una cerveza, en medio de mesas vacías y televisores que repetían una y otra vez las imágenes de la catástrofe con el título: "Se fue".
No era la Beirut de la guerra civil, no era la Caracas del "caracazo" ni Yakarta en plena rebelión contra Suharto; era, todavía, Buenos Aires. Para el tripulante del helicóptero, sin embargo, era igual de ajena.
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