En el umbral de una “tierra desconocida”
El molde en el que se organizó la vida pública en la última década parece estar resquebrajándose; las organizaciones políticas, las figuras dominantes, las inercias conocidas están frente al desafío de una agenda y una dinámica distintas
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La Biblioteca Pública de Nueva York está exhibiendo en estos días una colección de sus magníficos tesoros. Entre ellos, el célebre Hunt-Lenox Globe, que pasa por ser el único globo terráqueo existente en el que aparece la indicación “hic sunt dracones” (“aquí hay dragones”). Esa inscripción formaba parte de un tipo habitual de advertencia que consignaban los antiguos cartógrafos en las zonas de sus mapas a las que no había llegado explorador alguno. Eran áreas denominadas como “terra incognita”, es decir, “tierra desconocida”. Para representar lo que había en ellas solo se disponía de la imaginación, casi siempre dominada por el temor que inspira lo extraño. Algunas veces eran dragones; otras, grandes animales acuáticos. Las elecciones primarias ofrecieron muchos indicios de que la política ha ingresado en “terra incognita”. Las generales que se celebrarán el domingo prometen confirmarlo. El molde en el que se organizó la vida pública en la última década parece estar resquebrajándose. Las organizaciones políticas, las figuras dominantes, las inercias conocidas están frente al desafío de una agenda y una dinámica distintas. La economía agiganta los enigmas. Si se mira hacia adelante, no más que un par de meses, se justifica la leyenda “hic sunt dracones”.
La primera rareza, la más inmediata, tiene que ver con el comportamiento del Gobierno. La derrota del 12 de septiembre hacía pensar en que Alberto Fernández y el resto del elenco oficial intentarían leer la escena con detenimiento para tender puentes con el electorado. Sucedió lo contrario. Apareció, agravada, una llamativa incapacidad de conexión. Para decirlo con un término de moda: una inquietante falta de empatía, que por momentos se transforma en falta de respeto.
Solo un pésimo comunicador como Aníbal Fernández puede cometer el desatino de contestar con estadísticas internacionales a una movilización de vecinos indignados por un crimen como el del kiosquero Roberto Sabo en Ramos Mejía. Logró de ese modo disipar por un momento otra demostración de pérdida de tacto: la de Alberto Fernández diciendo a los cordobeses que, como no lo votan a él, se han separado del país. El líder del kirchnerismo en esa provincia, el senador Carlos Caserio, principal víctima de las afirmaciones del Presidente, denunció una tergiversación capciosa y quiso refutarla. Entonces emitió un tuit con el video en el que Fernández decía: “Se necesitan muchos cordobeses como ustedes para que Córdoba de una vez por todas se integre al país. Para que Córdoba de una vez y para siempre sea parte de la Argentina”. Ahora, gracias a Caserio, estaba todo claro: Fernández dijo a los cordobeses que, como no votan por él, se han separado del país. El único que no lo entendió fue Caserio.
Los chubutenses y rionegrinos deben sentirse tan incomprendidos por el oficialismo como los cordobeses. Pero por la razón contraria. Quisieron ser argentinos y no los dejaron. Ante la violencia de una organización separatista que se embandera con la reivindicación mapuche, los Fernández, Alberto y Aníbal, se declararon ajenos al problema. Excelente mensaje para dos provincias en las que el Gobierno estaría repitiendo la derrota. Sobre todo para Chubut, donde están en juego las bancas del Senado.
La estrategia general para revertir el fracaso de septiembre pasó de la falta de conexión al menosprecio. Desprovisto, como de costumbre, de cualquier freno inhibitorio, el exministro de Salud de la provincia de Buenos Aires y candidato a diputado por el Frente de Todos, Daniel Gollan, explicitó el programa: los votos se recuperarán a cambio de “platita”. A Gollan hay que agradecerle la sinceridad. Dijo en voz alta lo que cualquier demagogo populista piensa para sí: la adhesión es una mercancía que se compra. Sobre todo la de los más necesitados que, para esta concepción, carecen por completo de consciencia política. El domingo a la noche se sabrá si los que votaron en contra, o los que no fueron a votar, tenían, como cree Gollán, un precio. O si había que seducirlos de otro modo.
Si la estrategia mercantilista formulada por el exministro fracasara, siempre quedará la sospecha de que haya sido por la insuficiencia de recursos. Por ejemplo: Fernanda Raverta, la titular de la Anses, anunció que se duplicaría el salario familiar. Sin embargo, en la gran mayoría de los municipios bonaerenses esa promesa todavía no se cumplió porque los intendentes carecen de fondos para pagar el beneficio. Alguien no hizo bien la cuenta. La “platita” no alcanzó.
Con el mismo grado de disociación, Axel Kicillof creyó que compensaría el perjuicio causado entre los jóvenes por el cierre de las escuelas, prometiendo 6600 millones de pesos en subsidios para viajes de egresados de cuatro días y tres noches. Extravío pequeño burgués de un gobernador porteño.
Esta corriente de desatinos hace pasar como una distracción la ocurrencia de Juan Manzur, el jefe de Gabinete que debía mejorar el aspecto de la administración, de utilizar un avión sanitario de Tucumán para viajar con su esposa a Nueva York. Gira misteriosísima, para la que se anunciaron importantes reuniones en Washington sobre las que no hubo información alguna. O no se celebraron, o se trataba de encuentros con gente impresentable para el paladar del kirchnerismo más estricto.
El catalán Antoni Gutiérrez-Rubí puede ser muy preciso en la elaboración de sus “mapas de calor”, que identifican los barrios del Gran Buenos Aires a los que el kirchnerismo debe recurrir en búsqueda de sus antiguos votantes. El domingo que viene será interesante determinar el valor de esas iniciativas logísticas cuando la dirigencia perdió el tacto. Hay un anticipo, mejor que cualquier encuesta: Cristina Kirchner y Sergio Massa desaparecieron de la sala. Algo saben.
Este oficialismo al que se le cayó la señal hace juego, y acaso agrava, algunas notas sobresalientes del trance electoral. En septiembre se registró la abstención más alta de la historia democrática. El pesimismo social que consignan las encuestas tampoco reconoce antecedentes en las últimas décadas. Además, es prolongado. Pero hay una peculiaridad menos evidente en la expresión de los votantes. Si se limita la observación a la provincia de Buenos Aires, el Frente de Todos perdió entre las generales de 2019 y las últimas primarias 2.500.000 votos. Dicho de otro modo: en dos años de gestión el kirchnerismo sacrificó el 47% de los votos en su principal base electoral.
Esta caída presenta una curiosidad. Se trata de una pérdida de encanto que recorre buena parte de la Argentina. Llega a provincias en las que el peronismo se deteriora en las urnas, mientras los gobernadores siguen con índices de imagen positiva que haría suponer que son invencibles. Algo similar ocurre en el conurbano bonaerense. Los intendentes, que intensificaron su campaña después de la derrota, advierten con espanto que su popularidad se mantiene elevada y, a pesar de eso, pierden votos. Es un desacople muy interesante que indicaría el costo que tiene, aún para gestores exitosos, la identificación con el gobierno nacional. No habría que olvidar esta información a la hora de analizar el comportamiento futuro del PJ territorial si el domingo se repitiera la derrota.
Hay otro dato que se anexa a los anteriores para completar la encrucijada: Juntos por el Cambio, que en la provincia de Buenos Aires cambió de marca y se denomina Juntos, perdió en el mismo lapso 490.000 votos. Quiere decir que en el principal distrito del país las dos fuerzas que controlan el sistema tuvieron una fuga de 3 millones de electores. ¿Adónde fueron? Es otra pregunta importante para el domingo a la noche. Es verdad que muchos se abstuvieron. En algunos sondeos, bastante confiables por el acierto que tuvieron en las primarias, algo así como la tercera parte de los que no asistieron se inclinarían esta vez por Juntos. Aun si fuera así, esta reducción del consenso de las dos fuerzas principales coincide con la aparición de expresiones nuevas, como la derecha de Javier Milei y José Luis Espert. O la expansión de la izquierda radical: en la misma provincia de Buenos Aires el trotskismo creció un 24% respecto de las elecciones generales de dos años atrás. Una franja de la ciudadanía ha comenzado a caminar hacia los bordes del sistema. O hacia el antisistema. ¿Se trata solo de un percance o es un cambio en los contornos del mapa conocido? Juan Germano, de Isonomía, ha detectado que el universo de quienes no se sienten atraídos por Cristina Kirchner ni por Mauricio Macri, pero que tampoco simpatizan con Alberto Fernández u Horacio Rodríguez Larreta, pasó de representar el 6% de los encuestados al comienzo de la pandemia a formar un 22% en estos días.
Tomar consciencia de este paisaje es importante si se pretenden imaginar escenarios para las elecciones del domingo. Pero es mucho más decisivo si se aspira a conjeturar el funcionamiento general de la vida pública después de esos comicios. Las mutaciones que se están produciendo en la organización del poder, con lagunas inquietantes en las relaciones de representación, son el telón de fondo de los problemas que perturban cada vez más la vida material. Es en esa atmósfera de descontento que el Gobierno deberá pensar los ajustes imprescindibles para normalizar siquiera un poco la macroeconomía. Lo que es peor: es en esa atmósfera de descontento que haría sus ajustes el mercado si el oficialismo prefiere seguir procrastinando.
La perspectiva económica también se ve alterada por modificaciones en el contexto internacional. Una de ellas tiene que ver con la pérdida de poder de Kristalina Georgieva dentro del Fondo Monetario Internacional. Desde que recibió cuestionamientos, en especial del gobierno de Joe Biden, por su comportamiento en relación con China cuando se desempeñaba como gerente del Banco Mundial, su margen para encarar iniciativas “humanitarias” se redujo a cero. Georgieva está ahora bajo la tutoría de la Secretaría del Tesoro norteamericano, que ejerce David Lipton. Fue el delegado de los Estados Unidos en el Fondo que negoció el programa económico asociado al crédito de 57.000 millones de dólares que recibió la administración Macri.
Las propuestas de Martín Guzmán para envolver un eventual acuerdo con banderas progresistas fracasaron. No habrá reducción en el plazo para devolver el préstamo. No habrá un recorte en las sobretasas. La última excentricidad de Guzmán fue motivo de burla anteanoche en uno de los programas de mayor audiencia de la televisión de los Estados Unidos, el del conservador Tucker Carlson, que emite la cadena Fox. El título de la noticia era “Argentina: pagaremos la deuda con acciones climáticas”.
La escena regional también está variando y pone en aprietos a la diplomacia de Alberto Fernández. El Presidente tiene un inconveniente difícil de resolver: su declamada intención de acordar con el Fondo sufre el lastre de su política exterior. El alineamiento internacional del kirchnerismo juega en contra de un entendimiento con la Secretaría del Tesoro. Fernández intentó disimular esa contradicción con un manto de cinismo. Gustavo Beliz es el encargado de explicar en Washington que la prescindencia de la Argentina frente a las violaciones de los derechos humanos que cometen dictaduras populistas es un servicio que el país presta a los Estados Unidos. Algo así como: “A Ustedes les conviene tener a un amigo como nosotros del otro lado”.
El problema de esa estrategia infantil es que la tolerancia de Fernández hacia esas atrocidades es cada vez más incomprensible. En los últimos días se destacó mucho la complicidad con el régimen de Nicaragua. Daniel Ortega fue a elecciones con sus rivales en prisión y los partidos intervenidos. Quien se autopercibe como “abogado, profesor, hijo de un juez, que conoce el Estado de Derecho”, desiste de condenar esa aventura autoritaria con el argumento de que no quiere intervenir en la vida interna de un país independiente cuando se trata del sistema electoral. Debió abandonar otra coartada: ya no puede decir que en materia de Derechos Humanos sigue a la Alta Comisionada de la ONU, Michelle Bachelet, porque ella condenó a Ortega. Debe ser porque es médica, no abogada.
Hace ocho días se conoció una novedad todavía más incómoda. Por primera vez un gobierno latinoamericano será investigado por crímenes de lesa humanidad por la Corte Penal Internacional, que tiene sede en La Haya. Es la tiranía de Nicolás Maduro. El fiscal de ese tribunal, Karim Khan, determinó que había indicios suficientes para que la pesquisa informal que había iniciado su antecesora en el cargo se convierta en un expediente oficial. Maduro debió soportar que el anuncio se hiciera en Caracas, con él al lado. Solo atinó a decir que no coincide con el fiscal. El examen judicial de la situación venezolana fue impulsado por un grupo de países: Canadá, Chile, Paraguay, Perú y Colombia. En un principio, a instancias de Macri, en esta demanda por derechos humanos figuraba la Argentina. Pero al llegar al poder, Fernández la retiró.
Es un atisbo más de que el futuro puede enfrentar no uno sino dos inconvenientes. No solo habrá que transitar por “terra incognita”. Habrá que hacerlo con un guía que lleva los ojos vendados.
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