Elecciones 2023 | En defensa del voto popular
La democracia ha quedado reducida a su mínima expresión -apenas el voto periódico-, y se nos priva de canales institucionales para discernir, precisar y corregir políticas
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Como ejercicio de reflexión, empiezo a escribir este primer párrafo antes de conocer el resultado de las elecciones y con el fin de testear algunas intuiciones sobre los comicios nacionales. Si dentro de unas horas alguien nos informara que ha ganado el candidato libertario, algún escéptico podría reaccionar, con razón, diciendo: “¡Pero qué irresponsables los argentinos, escoger a un político tan alucinado e impredecible!”. Y, a la vez, creo que, si nuestro informante se corrigiera de repente, para decirnos que la gran sorpresa de las elecciones fue otra, esto es, la inesperada cantidad de votos obtenidos por el oficialismo, la respuesta del escéptico no variaría demasiado.
Otra vez, con cierta razón, nos podría decir: “¡Pero qué irresponsables los argentinos, respaldar así al representante de un gobierno que ha hecho todo mal, a un ministro que nos ha llevado a este desastre!” Y, asimismo, si la beneficiada hubiera sido la representante de la principal oposición, podría señalar: “¡Pero qué irresponsables los argentinos, volver a tropezar con la misma piedra, para apoyar al partido que los dejó endeudados y con la economía por el piso, en 2019!” Es decir, la ciudadanía no tiene salida. No hay escapatoria: cualquiera sea la manera en que votemos, el voto popular podrá ser descripto como insensato, y nosotros -los votantes- como irresponsables.
Anoticiado ahora de la victoria contundente del candidato oficialista, es posible encontrar buen apoyo en el ejercicio anterior, para responder algunas preguntas difíciles. En primer lugar: ¿puede afirmarse -como ya, en estas pocas horas, han afirmado tantos- algo así como “qué irresponsables los argentinos, esto demuestra que no les importa nada la corrupción” (o peor, “les encanta la corrupción”)? Entiendo que no, en absoluto.
Si alguien quisiera, seriamente, saber qué piensan los argentinos sobre la corrupción, debería preguntárnoslo, en lugar de inferir la respuesta que se le antoja, a partir de una pregunta que no se nos ha formulado. Precisamente, forma parte de la trampa que aquí intento objetar, la pretensión de derivar, a partir de una elección como la de ayer, respuestas sobre cuestiones relevantes, múltiples, por completo diversas y merecedoras de respuestas -tal vez- contradictorias: la corrupción, la dolarización, la dictadura, la gestión oficial, el riesgo de la hiperinflación, la motosierra, la Virgen María y la mar en coche. Lo más probable es que tengamos algunas respuestas afirmativas sobre algunos de esos temas, negativas sobre otras, y matizadas sobre algunos más.
Pero allí reside la trampa: la democracia, en el estado actual al que se la ha reducido, nos priva de canales institucionales para discernir, precisar, corregir. Confinada a su mínima expresión -el voto periódico- la democracia sirve para que distintas elites hablen y decidan a nuestro nombre, adjudicándonos respaldos y rechazos que no hemos dado.
Para decirlo brutalmente: en términos institucionales, seguimos en una edad cavernaria, en la que los votos nos sirven como meras piedras que arrojamos contra la pared con furia, cada cuatro años, mientras unos “pocos” -los ganadores del caso- interpretan a su gusto y conveniencia lo que hemos votado.
La democracia
Lo dicho cuestiona, a su vez, algunas de las afirmaciones más comunes sobre la democracia -del tipo “el pueblo nunca se equivoca” o “cada sociedad tiene el gobierno que se merece.” Para poder ser considerados más o menos responsables de nuestro destino, deberíamos poder decidir, nombrar -y remover también- a nuestros representantes, cuando queramos. O exigir las medidas y cambios de rumbo que deseemos, a ser adoptadas en el momento en que lo decidamos. Recién ahí podría decirse que “moldeamos el gobierno a nuestro gusto”.
Pero lo cierto es que, en la actualidad, una minoría en el poder puede actuar discrecionalmente y sin controles, para su exclusivo beneficio. Y lo sabe. Lo vimos en 2001: meses en la calle pidiendo “que se vayan todos,” y no se fue ninguno. Y lo pudimos ratificar ahora, durante cuatro de los años más terribles desde la recuperación democrática -pandemia, pobreza extrema, inflación desatada. Durante estos cuatro años horribilis, la principal actividad que mostró el Congreso fue la búsqueda de la impunidad de la vicepresidenta. Eso es alienación política: la completa expropiación de nuestro poder de decisión, por gente que puede reírse de nosotros mientras navega feliz, y dice estar actuando para beneficio nuestro.
Lo que nos resta, entonces, es pelear para que la democracia deje de ser aquello a lo que la han reducido -elegir a unos pocos, cada cuatro años, un domingo- y pase a ser aquello que puede ser y debiera ser: la posibilidad de conversar y disputar cada día, entre nosotros, de qué modo queremos seguir viviendo juntos.
El autor es abogado constitucionalista y sociólogo
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