El yugo de Cristina Kirchner lleva a Alberto Fernández al límite
El Presidente pudo calibrar este miércoles hasta qué niveles de opresión puede ajustar la vicepresidenta; el primer mandatario debió allanarse a una humillación tal vez más dolorosa que la imposibilidad de despedir a un subsecretario o de fijar la política fiscal y tarifaria de su administración
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Alberto Fernández pudo calibrar este miércoles hasta qué niveles de opresión puede ajustar el yugo de Cristina Kirchner. El Presidente debió allanarse a una humillación tal vez más dolorosa que la imposibilidad de despedir a un subsecretario o de fijar la política fiscal y tarifaria de su administración. En el acto que compartieron en Ensenada, tuvo que terminar de hacer suyo el discurso autoritario de su vicepresidenta en relación con la Justicia y con la prensa. Si quedaba algún matiz de diferenciación en esa fórmula, aun muy descolorido, ayer fue cancelado. Fernández cruzó la última barrera de una marcha regresiva. Fue obligado a tragarse el aceite de ricino frente al que había ofrecido resistencia, allá por 2008, cuando se apartó del entorno de su jefa. De esa manera inauguró una nueva etapa en la camaleónica peripecia de su personalidad.
Fernández adoptó el núcleo conceptual de todo proyecto cesarista. Solo existe una legalidad: la voluntad del que manda. Ese poder es inapelable porque se sostiene en el voto popular. Las conquistas que la civilización alcanzó a lo largo de más de tres siglos para garantizar los derechos de quienes disienten, la independencia judicial y la libertad de prensa, son, en realidad, dispositivos para garantizar privilegios de los sectores dominantes. Como sostuvo Jair Bolsonaro, “las minorías deberán arrodillarse delante de las mayorías”. El sufragio, para esta concepción, no es una regla de validez. Es un criterio de verdad. La señora de Kirchner se lo enrostró a los camaristas de Casación en su alegato por la causa del dólar futuro: qué autoridad tienen Ustedes para juzgarme a mí, cuando nadie los votó. El triunfo en las urnas fue, para ella, absolutorio. Con la misma lógica ha defendido que el programa de Axel Kicillof era el correcto porque la ciudadanía bonaerense, cuatro años después de que abandonara el Ministerio de Economía, lo consagró gobernador. Juan Manuel Mena, el segundo del Ministerio de Justicia y, por lo tanto, titular de esa cartera, repitió, como un eco, esa doctrina: si quiere fijar un límite al Gobierno, que la Corte Suprema de Justicia funde un partido político y gane una elección.
Vuelven las consignas en las que se sostenía la ensoñación del poder absoluto, del “vamos por todo”. Pero es un regreso defectuoso. Porque no es la expresión de un gran triunfo electoral, en el que Cristina Kirchner obtuvo 54% de los votos con una diferencia de 37 puntos respecto del segundo. Ahora es un salvavidas verbal frente a la adversidad. Esa es la razón por la cual, lo que antes era inquietante, en esta segunda versión se vuelve también patético.
Esa degradación queda al desnudo en el desopilante fraseo del Presidente. El riguroso Alfonso Prat-Gay se lo hizo notar con este tuit: “AF: ‘A los que no le gustan las medidas que recurran a la justicia’ (16 de abril). Fallo le da la razón a los que recurrieron a la justicia (4 de mayo). AF: “No se pueden usar las sentencias para favorecer a un candidato”.
¿Opinará lo mismo de las sentencias en las que la Justicia porteña bloquea decisiones de Larreta? Ayer el Presidente se apartó de las minucias con que lo distrae la gestión para agregar su firma a un reclamo para que el jefe de Gobierno no enajene las tierras de Costa Salguero. Es la ratificación de un fallo que consiguió la diputada Gabriela Cerruti. En cualquier momento Larreta alega un golpe, citando a la vicepresidenta.
Fernández, el “hijo de un juez, profesor de leyes durante 30 años, que sabe lo que es el Estado de Derecho”, despachó ayer esta frase inconcebible: “No va haber ni tapa de los diarios ni sentencia judicial que nos deje o nos lleve a hacer (sic) aquello que debemos hacer en favor de los argentinos”. Más allá del fallido, es una promesa inesperada. El Presidente está avisando que está dispuesto a ponerse fuera de la ley con tal de, según él interpreta, cuidar a quienes están bajo su gobierno.
La agresión a la Justicia, estimulada sobre todo por el fallo a favor de Telecom, del Grupo Clarín, expresa un patrón de conducta repetitivo. Para emerger del escándalo del vergonzoso vacunatorio de privilegio, el Presidente utilizó la apertura de sesiones del Congreso y lanzó, en malos términos, una reforma judicial. La consistencia de esa empresa era tan dudosa que a los dos días debió anunciar el despido de Marcela Losardo, su ministra de Justicia. Algo parecido sucede con los ataques a Horacio Rodríguez Larreta. Para sacar la cabeza afuera del levantamiento de la Policía Bonaerense, Fernández le recortó la coparticipación a la Ciudad. Del mismo modo que, ante el fracaso de la inmunización por la falta de vacunas, desafió a los porteños con restricciones inconsultas.
Es el recurso más a mano de todo populismo: abroquelar a los propios haciéndoles oler el sweater de un enemigo externo. En especial si se subestima la inteligencia de los propios. Desde que se conoció el fallo sobre la autonomía porteña, la hostilidad contra la Corte convive con una letanía interminable a favor de la unidad oficialista. Es indudable que uno de los vectores principales del programa kirchnerista es el conflicto con los tribunales. Esa es la razón por la que se recurre a él ante la urgencia de disimular una fractura.
El enojo con la Corte es llamativo. Su énfasis contrasta con un detalle: Alberto Fernández aceptó acordar nuevas restricciones a la circulación con Horacio Rodríguez Larreta, que había recurrido a la Justicia. Admitió el encuentro aun ante el fracaso de las gestiones de su jefe de asesores, Juan Manuel Olmos, para que Larreta retirara su demanda antes del encuentro. Es decir: el oficialismo se indignó más con los magistrados que con el jefe de Gobierno.
Para despejar esa contradicción hay que recordar que, entre la reunión con Larreta y la ira ante la Corte ocurrió la crisis más grave que enfrenta Alberto Fernández hasta ahora. Cristina Kirchner le impidió remover al subsecretario de Energía Eléctrica Federico Basualdo. Y le impuso, además, su propia política de tarifas, de la que deriva una severa alteración de la política fiscal. El ministro Martín Guzmán debió subordinarse uno de sus subalternos, Basualdo, y aceptar que el ajuste de la boleta de la luz no será del 35%, como pretendió al redactar el presupuesto, ni del 15%, como cedió después. Será solo del 9%, como le indicó en diciembre la vicepresidenta. Era lógico que ella no sería concesiva: desde que vió cómo el ministro se flexibilizó, con sucesivas mejoras, en la negociación del canje con los bonistas, advirtió que tenía todas las de ganar. Cristina Kirchner no sería menos exigente que un “buitre”.
La desautorización hacia Guzmán continuará hoy cuando la Comisión de Presupuesto del Senado trate un proyecto de Oscar Parrilli, es decir, de la señora de Kirchner, para que los Derechos Especiales de Giro que se reciban del Fondo Monetario Internacional para fortalecer las reservas, se destinen a paliar la recesión económica y no a pagar deuda externa, con el propio Fondo o con el Club de París, como planificó el ministro. Los senadores se apresuraron a preparar esa mochila que Guzmán, y el propio Presidente, deberán cargar la semana próxima, cuando salgan de gira por Europa para explicar su programa frente a los organismos de crédito.
La humillación a Guzmán es ostensible. Le podrían haber entregado la cabeza de Basualdo, a cambio de que admita un menor aumento de tarifas. O le podrían haber cedido el ajuste que él había programado, a cambio de que tolere la permanencia de Basualdo. No le concedieron ninguna de las dos opciones. La coronación simbólica de este sometimiento es que ayer, en Ensenada, estaba el subsecretario. No el ministro.
El aniquilamiento de Guzmán en su autoestima comenzó al sábado a la noche. Fue durante una reunión de La Cámpora en la que se acordó una fórmula para definir es destino del discípulo de Stiglitz: “Se va a ir no cuando él quiera, sino cuando lo decidamos nosotros”. Lo más importante de la frase es la noticia del comienzo: “Se va a ir”. El enunciado es la estilización de un viejo método. Hacia 2014, Julio De Vido llegó a un almuerzo con el llorado Oscar Lescano y, temblando todavía, le explicó: “Le dije a Cristina que quería renunciar y ella me contestó: ‘De acá te vas preso o muerto’”. Tiene razón el Presidente: volvieron mejores.
El esmerilado sobre Guzmán puede tener derivaciones externas. Desde la Santa Sede, por ejemplo, se realizaron consultas en Buenos Aires sobre el destino de uno de los dos protegidos de Jorge Bergoglio. El otro es Gustavo Beliz. Habrá algún indicio de esta predilección cuando el Presidente visite el Vaticano, la semana próxima. El ministro será parte de la comitiva, si todavía está en el cargo. Una suerte de la que carecen figuras más poderosas del oficialismo, como Sergio Massa. El jefe de los diputados hizo editar por la imprenta del Congreso una versión de la ultima encíclica papal, Fratelli Tutti. Un intento más por obtener la clemencia que no llega por aquel intento, frustrado, de defenestrar a Bergoglio del arzobispado porteño para entregar su cabeza a Néstor Kirchner.
Guzmán no es la última frontera del avance kirchnerista sobre el entorno de Fernández. Alicia Castro y Hebe de Bonafini, íntimas de la vicepresidenta, lanzaron misiles contra el nuevo ministro de Transporte, Alexis Guerrera, por no disponer la estatización de la Hidrovía. Massa, el jefe de Guerrera, se hace el distraído. Algo mucho más delicado: Santiago Cafiero también va adquiriendo un aspecto losardesco. Habrá que ver si con las genuflexiones de ayer el Presidente consigue evitar su reemplazo, que significaría la intervención definitiva de su gabinete. Tiene razón el intendente Alejandro Granados cuando comenta a sus amigos: “La situación es gravísima”. Granados sabe de qué habla. Es el jefe político del vocero Juan Pablo Biondi. Y almorzó el lunes con Fernández.
El entredicho con la Corte es una tormenta elegida para sacar de la luz pública otra tormenta, no deseada: la de las tarifas. Estas convulsiones solo se explican por un cuadro electoral peligrosísimo para el oficialismo. Todas las métricas, desde el deterioro del salario real a los indicadores del nivel de actividad, pasando por el Índice de Confianza en el Gobierno de la Universidad Di Tella, que ofrece una enigmática correlación con la suerte de los oficialismos en las urnas, son negativos para la administración. El desasosiego ante estos indicadores es el gran ordenador de las palabras y los hechos en el kirchnerismo. No es casual que el diputado Marcelo Casaretto haya presentado el primer proyecto oficial para postergar por un mes las primarias y las generales.
En el centro del cuadro está la pandemia, agravada por la falta de vacunas. Fernández exhuma la retórica de un año atrás, cuando flotaba en un celestial 80% de imagen positiva: “Soy el papá que cuida a todos”. Después de que no pudo desprenderse de Basualdo es legítimo durar de que no pueda contra el virus. Hay más razones para dudar. El álgebra del oficialismo presenta muchas perplejidades. Para empezar: el día en que repuso las restricciones a la movilidad, el Presidente mostró un gráfico en el que se advertía que la curva de contagios ya estaba descendiendo. La controversia entre la provincia y la Ciudad tiene que justificarse ante una evidencia: en ambos distritos los contagios van disminuyendo. La disminución de los contagios ofrece otra curiosidad: solo se limitaron los movimientos por la noche. Como si el Covid solo bolicheara.
Dentro de este marco conceptual, más o menos arbitrario, se libra una guerra empresarial por la producción de las vacunas. Es otro campo de batalla para la misma guerra interna. Cristina Kirchner respalda a la Sputnik, que pretende producir Richmond, el laboratorio de Marcelo Figueiras, el esposo de su amiga, la exsenadora María Laura Leguizamón. Figueiras se beneficia del veto que la vicepresidenta ejerce sobre Hugo Sigman, para quien tiene mil reproches, todos por ingratitud. Sigman, que no tiene para la política la astucia que manifiesta en los negocios, justificó esos resquemores al apoyar al tucumano Juan Manzur, quien todavía está pagando el haber proclamado la jubilación anticipada de la señora de Kirchner.
El enfrentamiento impulsó a Máximo Kirchner, Eduardo “Wado” De Pedro y Massa a encolumnarse detrás de Figueiras. El apoyo de Massa es ostensible: Mauricio Filiberti ya ofreció su contribución al fideicomiso que está armando Jorge Brito (h) para que el empresario construya la planta con la que fabricará la vacuna. Fratelli Tutti.
El emprendimiento de Figueiras generó algunos movimientos extraños en el mundo financiero. Antes de que se conociera su acuerdo con los rusos, algunos gestores, que se presentaron como emisarios del oficialismo, visitaron a un banco especializado en servicios y transacciones para que se desprendiera de acciones del laboratorio Richmond.
Como si le faltaran complicaciones en este campo, Alberto Fernández debe resolver el reemplazo del fallecido Superintendente de Salud, Eugenio Zanarini. Cuando Zanarini se infartó, en enero, desde el Instituto Patria promovieron el regreso de Liliana Korenfeld a esa dependencia. Aceptar a Korenfeld sería para el Presidente mucho menos doloroso que tolerar la permanencia de Basualdo. Solo tiene un inconveniente: anoche la CGT le hizo llegar el mensaje de que aspira a que el nuevo superintendente sea David Aruachán, el actual gerente, un hombre del “Centauro” Andrés Rodríguez. Con más de 43% de inflación en los últimos 12 meses, sería aconsejable aceptar la pretensión. Después de todo, el cargo en discusión no es decisivo. Fernández se rige por reglas misteriosas. En su planeta, quien no puede lo más, tampoco puede lo menos.
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