El viejo enigma de cuántos jueces debe tener la Corte Suprema
Cada diez años, a más tardar, los argentinos volvemos a discutir la cantidad de jueces que deben integrar nuestro máximo tribunal nacional. En la experiencia habida, esa cifra ha variado: 9, 7, 5 (como es ahora). El tema, por lo común, se reinstala por razones partidistas, aunque hay buenos motivos para mirarlo desde otro ángulo, el funcional.
De hecho, el enigma de cuántos magistrados deben ir a la Corte Suprema puede evaluarse desde distintos modelos de tribunal:
a.- La Corte celestial. Algunos aspiran a una Corte Suprema que, idealmente, repare todos los males del sistema judicial argentino: que active y llegado el caso investigue en causas penales, que modifique todos los fallos desacertados de cualquier fuero o instancia (nacionales y provinciales), que castigue a jueces morosos o poco expertos, que asegure justas reparaciones a todas las víctimas del país, etc. Para quienes así sueñan (en particular, algunos abogados que buscan una instancia más, o especialistas mitad snobs y mitad delirantes), el número de los jueces del máximo tribunal ni siquiera es pensado: la utopía de la Corte curalotodo es tan hipnótica, que no da tiempo para ocuparse de la minucia de cuántos magistrados deberían conformarla. De todos modos, serían -inevitablemente- muchos.
b.- La Corte de Casación. Esta propuesta es más técnica: consiste en que la Corte Suprema unifique la jurisprudencia que dictan los tribunales argentinos, en favor de una interpretación uniforme de los códigos y leyes vigentes. Aquí lo que se subraya son los valores de igualdad y seguridad. Si se suma a aquel trabajo la revocación de sentencias arbitrarias, la iniciativa exigiría la división de la Corte en varias salas, con el crecimiento natural de sus jueces. No menos de cinco seis cámaras, con tres miembros cada una, tal vez.
c.- La Corte Constitucional. Esta idea es restrictiva en lo numérico, aunque importante en cuanto el fondo del asunto. Estriba en diseñar un Tribunal Supremo, quizá al estilo norteamericano, con una competencia ceñida a los temas constitucionales de cierta importancia (gravedad institucional). En paralelo, no más de cien causas, o algo parecido, por año. Obviamente, bastarían muchos menos jueces que los indispensables para configurar la corte celestial o la de casación.
Una fórmula impuesta a machetazos sería el peor de los remedios para enfrentar los serios defectos que perjudican a la judicatura argentina
d.- La Corte ambigua. Es una corte con contornos imprecisos, en parte celestial, en parte de casación y en parte constitucional. De todo un poco, resumiendo. Es el modelo ideal para quienes desean quedar bien con todo el mundo. Desde luego, esta corte tuffi frutti exigiría, para el procesamiento sensato y funcional de la cantidad de los miles de expedientes que entrarían (y que ya entran) a los estrados del tribunal, entre doce y quince jueces, o tal vez más, igualmente operando en salas.
e.- La Corte comprometida. Aquí se quiere vincular al tribunal con la corriente política electoralmente victoriosa. No interesa mayormente, para sus programadores, cuánto trabajo debe racionalmente absorber, sino que sus magistrados estén sintonizados con el presidente y el partido triunfante. La correspondencia del caso puede asumir diferentes matices: en hipótesis extremas, jueces serviles, jueces cómplices, jueces adictos, jueces socios, jueces militantes. Para situaciones menos tensas, jueces correligionarios, jueces ideológicamente vecinos, jueces amigos, jueces compañeros. Y a lo mejor, como invitado de muestra, alguno neutral. Su número dependerá de las ecuaciones del momento: en algunos tramos bastará mantener la cantidad de los hoy existentes en la Corte; pero en otros se recomendará ampliarla, o también, llegado el caso, reducirla. Lo decisivo no es la cantidad, sino lograr el compromiso y el acompañamiento. Convertir a la Corte en un cortejo.
La Corte comprometida no es un anhelo nuevo: subyace, con distintas tonalidades, en muchas etapas de la historia argentina. Generalmente se disimula su postulación con otros argumentos justificatorios, pero no han faltado defensores explícitos, ilustres e ilustrados, y otros más bien activistas de barricada, nucleados generalmente bajo el eslogan de que un enérgico programa político transformador, o de emergencia, requiere un tribunal máximo que, sí o sí, lo respalde. Naturalmente, en la corte comprometida el grado de independencia e imparcialidad de sus jueces no es lo que más brilla, aunque puede haber meritorias excepciones.
El debate, por cierto significativo y grave, requiere serenidad, madurez y en particular, un elevado consenso en la solución que se arbitre. No es propio de períodos alterados por la convulsión social, una crisis económica profunda y una pandemia
f.- La Corte parlamentarizada. Algo cercana a la anterior, este subtipo de Corte (cuyo rótulo tomamos de la experiencia española), dibuja un tribunal conformado por lotes de jueces que reproduzcan, en lo posible, las ecuaciones de poder existentes en el ámbito legislativo. De tal modo, por ejemplo, si el partido "A" tiene la mitad de las bancas, debería contar también con la mitad de los jueces de la Corte, y así, más o menos proporcionalmente, con las otras fuerzas que tienen representación relevante. En este esquema, el máximo tribunal se convierte en una especie de tercera cámara del parlamento. Algunos elogian tal policromía, como muestra de la sociedad real y del pluralismo. Otros se preguntan si tiene sentido erigir una corte que opere como espejo del poder legislativo: ¿no basta, acaso, con este último?
En Argentina, no ha faltado quién sugiriese una receta parecida. En tal supuesto, el número de los jueces supremos dependerá de las principales fuerzas políticas que cohabitan en el Congreso, y de las cuotas de magistrados que se asignarían, por reparto, a cada una de ellas. Es previsible un incremento, para dar gusto a todos.
De hecho, es hora que los argentinos reflexionen con cuidado sobre qué tipo de Corte quieren más: la celestial, la casatoria, la constitucionalista, la ambigua, la comprometida o la parlamentarizada. Algunos ya lo han hecho recientemente, aunque con propuestas jacobinas que no empalman demasiado con las directrices de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el sentido de que los jueces deben ser, en primer término, genuinamente imparciales e independientes, no para adorno del sistema, ni como virtud angelical del poder judicial, sino como exigencia del derecho del pueblo a contar con un efectivo y real acceso a la justicia, al debido proceso y a la justicia pronta y cumplida (art. 8º, Pacto de San José de Costa Rica).
El debate, por cierto significativo y grave, requiere serenidad, madurez y en particular, un elevado consenso en la solución que se arbitre. No es propio de períodos alterados por la convulsión social, una crisis económica profunda y una pandemia que trastorna las variables de funcionalidad del Estado y de la sociedad. En ese contexto, una fórmula impuesta a machetazos sería el peor de los remedios para enfrentar los serios defectos que perjudican a la judicatura argentina.
El autor es profesor en la UBA y la UCA. Expresidente, y actualmente presidente honorario, de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional.
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