El trágico triunfo del corto plazo, la imprevisión y el desvarío
La sociedad ha quedado obligada a revisar noticias y redes sociales a riesgo de perderse alguna decisión que pueda cambiar radicalmente su agenda laboral, familiar y personal
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Si la Argentina se ha caracterizado por la inmediatez y la imprevisibilidad, el estallido de la segunda ola de la pandemia lo ha profundizado hasta la exasperación. El largo plazo no supera el estrecho lapso de unas horas.
El crecimiento trágico de contagios y de internaciones que estresa hasta la saturación el sistema sanitario porteño y del conurbano bonaerense, sumado a la disputa política entre oficialismo y oposición, canceló las previsiones. La sociedad ha quedado obligada a revisar portales de noticias y redes sociales a riesgo de perderse alguna decisión que pueda cambiar radicalmente su agenda laboral, familiar y personal de un minuto a otro.
Así, en las próximas horas es altamente probable que se modifique el esquema de restricciones (más o menos) vigentes en la nueva unidad político-geográfica del área metropolitana (AMBA). Antes de que venza el plazo fijado para el 1º de mayo, se fijarían nuevas medidas limitativas de actividades y de circulación.
El gobierno nacional evalúa anunciar nuevas normas entre el miércoles y el jueves próximos, mientras que el de la ciudad resolvió anoche reforzar los controles para que se cumplan las disposiciones vigentes en comercios y transporte. Además, evaluó otros escenarios ante la saturación de las unidades de terapia intensiva del sector privado y la presión que ejerce sobre el sistema el número de contagios. Por ahora siguen las clases presenciales. Solo por ahora.
Aun cuando las cifras mostrarían cierto amesetamiento y que anoche el ministro porteño, Fernán Quirós, le aportó a Horacio Rodríguez Larreta datos menos atemorizantes, es un hecho que el nivel de contagios es inquietante, si no dramático. Lo admiten en las administraciones nacional, bonaerense y porteña. Es una de las pocas coincidencias plenas que el gobierno cambiemita mantiene con los kirchneristas. Las posiciones, es cierto, ya no son estancas. Ni siquiera son unánimes dentro de cada espacio.
Además de las entrecortadas conversaciones que mantienen funcionarios de las áreas de Salud, Seguridad y Educación nacional y porteña, hay debate sobre la necesidad, la posibilidad y la conveniencia de restablecer un diálogo a mayor nivel. Se busca que las nuevas medidas tengan algún grado de consenso.
Nadie espera (y ellos no parecen desearlo) que el trío pandémico vuelva a escena igual, pero varios de un lado y otro bregan por algún tipo de reencuentro. El muro sin fisuras que hizo frente a la primera ola está atravesado por todo tipo de grietas. Alberto Fernández, Rodríguez Larreta y Axel Kicillof no son ni volverán a ser los mismos. Los separan muchas cosas. Propias y ajenas.
No es esa la única brecha. La distancia que separa a los ciudadanos comunes de la dirigencia política se da en varias dimensiones. No solo la de credibilidad o confianza. También, en vivencias cotidianas.
De un lado, se ve y se palpa en los principales despachos de los gobiernos un clima de preocupación extrema, que solo tiene matices diferenciales por talantes personales, conveniencias políticas y urgencias sanitarias disímiles. Nada más.
El contraste es notable con las imágenes de calles, rutas, parques, bares y clubes desbordados, a pesar de los números de terror de la pandemia, de la lentitud del programa de vacunación y de la cercanía con contagiados de la que ya nadie está exento. El miedo a la enfermedad está en disputa con el temor a otro encierro o al daño económico que otra cuarentena dura volvería a provocar. Reflejos de la memoria colectiva.
Las acusaciones entre funcionarios o dirigentes de una y otra administración solo alimentan a sus parcialidades más radicalizadas. El propio Fernández no se ha privado de fogonear esa pasión. Pero a ambos lados hay quienes advierten que el intercambio de disparos verbales empieza a desgastar el ánimo de los no fanatizados. El comportamiento de la sociedad parece demostrarlo.
Después de haber subido la apuesta como nunca, con la decisión de asegurar el dictado presencial de clases contra el decreto presidencial que ordenaba la suspensión, el jefe de gobierno porteño evitó responder a las últimas andanadas kirchneristas. Admite que la capacidad de escucha social para esas discusiones es demasiado baja. Tiende a nula.
La falta de reacción de Larreta no es un ejercicio de política zen ni un mínimo de sensibilidad ante el ánimo colectivo. También es autopreservación. La situación sanitaria no da margen para asumir más riesgos. “El primer muerto en una ambulancia durante un traslado de un hospital o clínica a otro será un palazo. Y no estamos exentos de que nos pase”, le advirtió al jefe de gobierno un funcionario de su estrecha confianza que suele hablarle con crudeza. Hay en su entorno un temor al exceso de confianza que podrían despertar los halagos de los propios y de padres que después de un año de encierro y clases virtuales quieren evitar que se repita esa traumática experiencia.
Por eso, la continuidad de la presencialidad es motivo de fuertes discusiones en el seno de la mesa chica porteña. La intransigencia de Larreta en la materia empieza a ser horadada. En lo que era un muro impermeable ya se ven filtraciones. Una nueva medida presidencial restrictiva o un probable fallo salomónico de la Corte no volverían a tener el mismo nivel de oposición.
En este contexto, cobra más vigencia que nunca la famosa frase de Álvaro Alsogaray. “Hay que pasar el invierno” es la expresión de deseo de todos, pero mucho más del gobierno nacional, que primero debe superar este otoño sanitaria y económicamente exasperante.
La apuesta a la llegada en mayo de una cantidad de vacunas que duplique lo recibido empieza a ser un objetivo de mínima. La carrera contra el tiempo entre contagios e inmunización convive con una creciente conflictividad social, la inflación y el impacto económico-fiscal que tendrían más restricciones.
Ni hablar si las pocas semanas de frío pronosticadas para el invierno se extendieran. El corte en las rutas neuquinas que paraliza la producción de gas es una bomba de tiempo activada. La falta de combustible para los hogares ya es más que una probabilidad. Tal vez Fernández deba hablar con algunos socios políticos para que tengan en cuenta los riesgos de la inacción o, peor aún, el estímulo a los manifestantes.
Pocos han reparado en que uno de los disparadores de la protesta y cierto acompañamiento social que ha logrado fue el inoportuno aumento de $70.000 que el vicegobernador neuquino dispuso para los legisladores provinciales. Alimento para la peligrosa brecha entre mandatarios y mandantes. No ha sido el único absurdo de estos días. La revelación de la existencia de otro “vacunatorio vip” en Tucumán repone la constatación de inequidades. Si no fuera trágico sería cómico que uno de los beneficiados se apellide Chanta. La hipérbole del grotesco.
Y que en medio de tanto drama la mayoría hipercristinista de una comisión bicameral legislativa haya afirmado en un dictamen que existió “un plan sistemático” para perseguir a kirchneristas es más que un exceso retórico. Otro desvarío ajeno a los problemas de una sociedad que presenció el enriquecimiento inexplicado de funcionarios y sus familias y vio mesas y bolsos voladores con millones de dólares.
Escenas de un país donde todo puede cambiar minuto a minuto. Y que no dejan de ser reales, aunque se pretenda hacerlas pasar por alucinaciones colectivas.
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