Mientras el oficialismo sigue dividido por el acuerdo con el Fondo, la suba descontrolada de precios y niveles récord de insatisfacción ponen en jaque su chance de retener la presidencia en 2023
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El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) sigue estando en el nudo de la política de la vida pública argentina. Y, en los pliegues de esta negociación, hay una gran cantidad de detalles estratégicos para mirar, que describen muy bien el estado de situación de la economía, pero también el de la política. Desde determinado ángulo, el programa pactado con el Fondo -y hay muchos indicios de esto- es también un capítulo de la inserción internacional de la Argentina y de las relaciones del país con el principal accionista de esta entidad, Estados Unidos.
En la tarde del lunes, se produjo un hecho importante en ese campo: un encuentro de Cristina Kirchner en el Senado con el embajador Marc Stanley, quien la visitó en su despacho. Si bien en la foto que circula sobre la reunión está la bandera argentina, pero no la del país norteamericano que, como indica el protocolo, tendría que verse, parece que la vicepresidenta sí la colocó en un rincón para cumplir con las formalidades.
En la foto se la ve contenta, y está contenta, en primer lugar, porque recompone un contacto que se había perdido desde 2011, cuando su entonces canciller, Héctor Timerman, fue hasta Ezeiza para confiscar material de seguridad y de comunicaciones que traía un avión americano para un curso de formación de la Policía Federal en Buenos Aires. En aquel momento, se rompieron las relaciones del kirchnerismo con Estados Unidos y -sobre todo- las de Cristina, que un tiempo antes había estado reunida con Barack Obama en una reunión del G20.
Para ella es importante que se recomponga este vínculo, porque cabe suponer que debía estar ya bastante cansada de tolerar la intermediación de Alberto Fernández en la relación con Estados Unidos o, peor todavía, de Sergio Massa. Que le cuentan lo que decían en Estados Unidos sobre la Argentina y sobre ella, y las exigencias que venían desde allá. Y también que Fernández o Massa expliquen a los funcionarios de Washington en qué anda Cristina. Hoy fue ella quien pudo conectar y por eso se la ve tan feliz.
Esto desmiente algo que es un poco leyenda: que los Kirchner fueron antiamericanos. Como todo peronista, admiran el centro del poder que ven en Washington como si fuera una nueva Roma.
Esta foto se presenta en un contexto en el cual se sigue discutiendo dentro del Gobierno, ya no el acuerdo con el Fondo, sino algo mucho más amplio, que es la política económica y la estructura del poder oficial. Acá hay dos problemas: uno lo tiene Cristina Kirchner y otro, Alberto Fernández. Pero hay, además, un problema que tiene la clase política respecto de la agenda económica que engloba a los dos y al resto de la diligencia.
Empecemos por Cristina y La Cámpora. Quieren recomponer relaciones con Alberto Fernández, pero hay un inconveniente en esa vocación por acordar: la concepción del poder y del Gobierno que tiene Cristina. Es una forma patrimonial de entender el poder; es decir: “el poder me pertenece a mí, porque los votos son míos”. Esto es lo que le dijo el otro día Andrés “el Cuervo” Larroque a Alberto Fernández, que tiene los votos que tenía cuando fue jefe de campaña de Florencio Randazzo, 4% o 5%. En ese mismo sentido, el ministro del Interior en España, en una reunión no reservada, pero pequeña, con un grupo político de Madrid, describió al Gabinete como “randazzismo sin Randazzo”. Es decir, Alberto Fernández es la expresión de un grupo minoritario y Cristina Kirchner expresa a la mayoría que llevó a este grupo político al poder y, por lo tanto, ella tiene un señorío sobre el Gobierno que Fernández debería reconocer.
Visto desde esta perspectiva, el acuerdo debe ser una rendición. ¿Qué quiere decir esto? Alberto Fernández debería entregar la cabeza de los tres ministros más ligados a él. El primero, Santiago Cafiero, que no sabemos cuán ligado está en este momento al Presidente, porque este fin de semana perdió en las internas peronistas de San Isidro y no recibió mucho apoyo de su jefe. El otro ministro es el encargado de la cartera de Producción, Matías Kulfas, que es un puente del Gobierno y del propio Alberto Fernández con sectores muy amplios del empresariado. Finalmente, y sobre todo, implicaría entregar la cabeza del ministro de Economía, Martín Guzmán. Es interesante detenerse en esto porque tiene que ver con las dificultades que tiene Cristina Kirchner para acordar con cualquier persona o entidad.
Lo mismo pasa con la negociación con el Fondo. Por supuesto, ella quería un acuerdo y lo puso a Fernández para cumplir con eso. Pero este no es el acuerdo que ella quería. A la vicepresidenta le hubiera gustado una rendición del FMI; es decir, que determine cosas por fuera de sus estatutos, que cambie los plazos y que admita no hacer cualquier tipo de ajuste. Pero eso no es un acuerdo con el Fondo. Es como pedir una tortilla de papas y quejarse porque tiene papas. La tortilla de papas es con papas y los acuerdos con el FMI son con ajustes.
Por debajo de este problema -que es la dificultad para acordar con esta entidad, con Alberto Fernández y con cualquiera-, aparece un discurso bastante confuso en el kirchnerismo respecto del Fondo y de los ajustes. Por ejemplo, el ministro del Interior, Wado de Pedro, dijo que, si la oposición no daba su voto para el acuerdo, estaba llevando al país a un nuevo 2001, declaración por la que recibió después reproches cargadísimos de Hebe de Bonafini. Entonces, si es como él dice, su propia agrupación, La Cámpora, que, encabezada por Máximo Kirchner, no votó el acuerdo, estaba llevando al país a un nuevo 2001.
Por otro lado, está la posición de la senadora Juliana Di Tullio, quien dijo que hubiera estado conforme con el acuerdo que “vendía” Guzmán el año pasado, pero que les mintió. ¿A qué se refieren cuando dicen que el ministro les “mintió”? Que les dijo que iba a haber otros plazos, que el FMI iba a bajar la tasa de interés, y, fundamentalmente, que no iba a haber ajustes en 2023 porque es un año electoral. Sin embargo, el verdadero acuerdo dista bastante de eso.
Dentro siempre del grupo que rodea a Cristina, hay una tercera posición, que es la más cómica de todas y, probablemente, también la más irritante. La senadora chaqueña María Inés Pilatti Vergara explicó que votó en contra porque sabía que la oposición votaría a favor, pero que si hubiera dependido de su voto, hubiera apoyado el acuerdo. Una especie de obra maestra, una Capilla Sixtina del cinismo.
Después está Andrés Larroque, quien dijo algo digno de ser recordado y que da cuenta de los enormes huecos de información que muchas veces tienen los dirigentes políticos. Se trata de un funcionario de la provincia de Buenos Aires importante porque es el ministro de Acción Social de Axel Kicillof y el vocero más agresivo y duro de La Cámpora. Es la otra cara de Wado de Pedro. Larroque dijo que, si hubiera negociado Kicillof, hubiera logrado un mejor acuerdo. Es increíble que Larroque, siendo ministro del gobernador, diga eso. ¿Por qué?
Primero, Guzmán acaba de ir a Francia y allí logró una prórroga de los vencimientos del acuerdo con el Club de París: un acuerdo carísimo que negoció Kicillof con penalidades altísimas. Le regalamos plata a este grupo de acreedores porque, por negociar a último momento, entregó todo.
Sumado a esto, la Argentina está por perder un juicio, por otro error de Kicillof, esta vez en relación con los acreedores de bonos atados al crecimiento variable, que él no quiso reconocer. Otro ejemplo de lo mal que negocia el gobernador tiene que ver con la estatización de YPF. En aquel momento, en 2012, un grupo de funcionarios le proponía comprar las acciones de YPF de Repsol, en vez de estatizarlas, y de paso salvar a los Eskenazi. Kicillof les dijo que no, que eso implicaba gastar plata mientras que su plan saldría gratis. Terminó pagando 5000 millones de dólares por la mitad de YPF y ahora estamos esperando a ver cómo sale un juicio de un fondo de inversión que compró el derecho de los Eskenazi, aunque dicen que ellos están también detrás de ese reclamo. Lo mínimo que tendría que pagar la Argentina, si pierde ese juicio, son 3500 millones de dólares frente a una especie de fondo buitre.
Podemos pasar todo esto por encima y volver a las palabras de Larroque, que dice que, si hubiera negociado Kicillof y no Guzmán, a la Argentina le hubiera ido mejor. Es llamativo que Larroque no conozca los números que se desprenden de comparar la negociación de la deuda privada de la provincia de Buenos Aires con la de la Nación.
Si se toma el valor presente neto del bono promedio, considerando una tasa del 10% de descuento, paga más Kicillof (81,3%) que Guzmán (54,4%). Lo mismo sucede con la tasa de interés del cupón promedio: Kicillof paga 5,6%, y Guzmán 3,07%. A su vez, Guzmán obtiene un mayor alivio financiero respecto al total de la deuda. El ministro de Economía consiguió un 87% para el primer periodo, de 2020 a 2024, y un 38% para el segundo, que se extiende de 2020 a 2030. En tanto, Kicillof logró un 75% para el primero y un 26% para el segundo. Si estas cifras, se trasladan a la negociación con el Fondo, por suerte negoció Guzmán. Estos serían los números que debería conocer Larroque.
En el mercado, están contentos con Kicillof como contraparte. Los crueles bonistas dicen que preferirían negociar con Kicillof antes que con Guzmán porque es más pragmático: paga y se saca el problema rápido de encima. Es cierto que Kicillof podría decir “yo tuve que resignar esos números porque Guzmán negoció mal y el clima general del país que dejó después me perjudicó”. También tendría razón.
Pero hay una especie de mito de que si se es populista, estatista, de izquierda, se defiende mejor el interés nacional. Cuando uno va a mirar los números, en general, ese tipo de mitos quedan desmentidos, son una leyenda urbana.
Hay otro episodio donde se ve la confusión del kirchnerismo que rodea a Cristina en relación con la deuda y tiene que ver con la radicalización de ese grupo. La semana pasada, tuvo lugar una reunión del trotskismo con un abanderado del desconocimiento de las deudas “ilegítimas” llamado Eric Toussaint, que se había encontrado con dirigentes de izquierda encabezados por Myriam Bregman. También se juntó con figuras importantes del kirchnerismo presididas por Oscar Parrilli y les explicó las ventajas de romper con el Fondo y no pagar. Ellos tomaron sus palabras como sagradas.
En La Izquierda Diario, que es el medio del trotskismo que dirige Fernando Rosso, un periodista y economista, Pablo Anino, le hace una entrevista a Toussaint y habla de la negociación de la deuda de Néstor Kirchner con los privados de 2005 y dice que, para él, “fue inapropiado ese canje de deuda”. Según Toussaint, a quien sigue Parrilli, Néstor se equivocó, no era tan buen negociador con los acreedores como nos quisieron hacer creer. Una especie de tiro por la culata para el kirchnerismo duro.
El planteo del ultrakirchnerismo en relación con el Fondo y la deuda hacen recordar aquella letra de Luca Prodan: “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. Del otro lado, Alberto Fernández está ofendido -por ahora, al menos, porque es alguien voluble- con razón. Piensa que le hicieron lo peor que le podían hacer. El proyecto más importante de su Gobierno, aquello por lo que lo pusieron en su cargo, llegar a un acuerdo con el Fondo, se lo votaron en contra. Ni siquiera se abstuvieron. Para él, de momento, esto no tiene perdón.
Dijo algo más en una reunión de la semana pasada. Explicando su enojo delante de 10 personas, fue agresivo y dijo “si querían otra cosa de este mandato, ¿para qué me fueron a buscar? Lo hubieran puesto a Parrilli”. Se ve que toma a Parrilli como una unidad de medida de la subordinación o el sometimiento. “Le mandé un mensaje a Máximo, -es interesante que cuente esto en público, porque es el Presidente de la Nación y es un poco humillante- y no me contestó. Le mandé a Mariano Cabral - probablemente, la persona más importante al lado de Cristina Kirchner, más cercano a un jefe de gabinete que a un secretario- y tampoco”. Alberto, se ve, no tiene el teléfono de Cristina sino el de Cabral. “Ya está, no me interesa más, voy a gobernar”, dijo. Por suerte. Porque la última vez que no le contestaron los llamados fue en el año 2008, durante un fin de semana en el que no lo atendieron ni Cristina ni Néstor y finalmente se terminó yendo. Claro, ese frío de no contestar los llamados era como una especie de despido, de exoneración.
Igual es necesario aclarar algo. Él dice “no me importan más, hago lo mío”, porque hay una versión, insistente, de que habría pedido un informe para saber cuántas personas han sido incorporadas en la Anses y el PAMI, áreas dominadas por La Cámpora, con sueldos de más de 300.000 pesos. Algo está preparando. ¿O será solamente para conocer, sufrir y no tomar decisiones?
Todo este problema de Alberto Fernández con Cristina Kirchner, el consejo que le da su núcleo más íntimo de que la olvide y se ponga a gobernar, toda la pelea con esa otra parte del poder que no sabemos hasta dónde va a llegar, oculta el verdadero problema del Presidente, que no es Cristina, es la inflación. Y, en todo caso, podríamos decir: Guzmán. O, si queremos salvarlo a Guzmán, tal vez sea más justo decir que el verdadero problema de Fernández es la decisión de no tener un ministro de Economía que lleve adelante una política sistémica, estructural. En esto se parece a Macri, que también renunció a tener un ministro de Economía que coordine todas las áreas necesarias para salir de 10 años de estancamiento. Muy curiosa esta continuidad entre Macri y Fernández en materia de método.
Este lunes una encuesta de opinión de la Universidad de San Andrés con mucha información sobre la situación de la Argentina, con un gráfico particularmente interesante que detalla qué nivel de satisfacción hay con la marcha general de las cosas. La gente que está muy satisfecha, que era 57% en abril de 2020 en plena pandemia, cuando Alberto Fernández tenía una imagen positiva que superaba el 80%, hoy está en 17%. Es un piso. Lo que reina en la Argentina es una enorme insatisfacción, por lo menos, respecto del Gobierno, porque pareciera haber síntomas de que ese fenómeno se extiende más allá de la administración de Fernández y empieza a haber una inquina desagradable, riesgosa e indeseable, con la clase política.
¿Por qué el verdadero problema de Fernández es la inflación? Porque él acuerda con el Fondo y ese acuerdo es impugnado por Cristina. Para que Fernández gane esa pulseada y legitime que el acuerdo y su política son correctos, debe derrotar a la inflación. La única forma de demostrarle a la vicepresidenta que él tenía razón es que la inflación baje y haya una recuperación del salario real que les permita ganar competitividad electoral hacia 2023, y aspirar, por lo menos, a ganar las elecciones, y revertir ese 17%.
Volviendo a la encuesta de la Universidad de San Andrés, cuando la gente es consultada respecto de cuál es el principal problema del país, la mitad contesta la inflación. Le sigue el 39% con la corrupción y el 38% con la inseguridad. Y un detalle: el cuarto problema son “los políticos”. Este es el mapa de molestias que tiene la gente hoy en la cabeza, con otra peculiaridad: si se examina quiénes son los más preocupados por la inflación y la corrupción, entre los primeros están los votantes del Frente de Todos y, entre los segundos, los de Juntos por el Cambio. Quiere decir que la inflación castiga políticamente mucho más al votante del Gobierno y es lógico, porque es un impuesto que castiga sobre todo a los pobres. El que menos se puede defender de la inflación es el que tiene menos recursos, y el lugar de Cristina en la política es ser la predilecta de esa franja en los grandes conurbanos.
Ahí está el problema. En los últimos 3 meses, si tomamos la inflación de enero, febrero y empezamos a pensar en la de marzo, el cálculo anualizado estaría dando que este año tendremos 78% de inflación. La inflación de marzo, que la vamos a conocer en abril, va a ser alta y la de abril también. Aquí se desató una dinámica que tiene que ver no solamente con factores objetivos que determinan el aumento de los precios sino con expectativas negativas que convergen con ese 83% de insatisfacción que estábamos viendo.
Este problema nos lleva al acuerdo con el Fondo, porque está basado en una hipótesis de que la inflación estará entre 38% y 48%, en el peor de los casos, 30 puntos menos de lo que está hoy. El Fondo plantea que no hay que subir los subsidios, hay que mantenerlos como están en términos reales. ¿Esto qué quiere decir? Que con un promedio de 43% de inflación, el Fondo defiende un aumento de tarifas segmentado, en promedio, del 80%, -200% para los más ricos, 40% para la clase media y 20% para los más vulnerables, que tendrán una tarifa social-. Pero si la inflación alcanza el 78%, el promedio de la suba será de 145%.
El Fondo pide también tener tasa de interés real positiva. ¿Eso qué quiere decir? Que lo que paga el Banco Central por las Leliqs debería ser superior a la inflación de 43%. El Banco está pagando 54%. Pero la inflación no es 43%, es 78%. Esto implica que deben subir la tasa de Leliqs de 54% a más de 78%. ¿Eso es recesivo? Sí, lo es. Entonces es mentira que firmamos un acuerdo para crecer. Es un acuerdo para frenar la inflación por vía de mecanismos de recesión, como supone subir de esa manera exorbitante la tasa de interés.
Estamos hablando de una inflación de 78% cuando todavía no llegó la factura de Ucrania, es decir, las consecuencias que tiene sobre los precios de los combustibles la crisis que se desata por la invasión rusa, que produce un colapso en todo el mundo de la energía, sobre todo el petróleo y el gas. Eso se combina con problemas locales. Salió una nota interesante en el diario Río Negro, un pronunciamiento de una cámara de expendedores y refinadores de combustibles que dice que no hay petróleo para refinar, por lo tanto falta gasoil. Ya hay racionamiento en las estaciones de servicio. En el Gobierno, se debate si no hay que impedir algunas importaciones de petróleo para que se pueda refinar a nivel local. Es una disputa entre YPF y, básicamente, Miguel Galuccio, que con su empresa, Vista, vive de exportar petróleo, y quiere hacerlo a precio internacional, o a un mejor valor del que conseguiría en el mercado interno para refinamiento.
Si la inflación es del 78% anualizada y hay que ir devaluando el peso en el mercado oficial para actualizarlo con la inflación, lo que se llama el “crawling peg”, en tres meses se llegaría a una devaluación de, aproximadamente, el 7%.
De lo que firmó Guzmán se desprende que el Fondo le impide al Gobierno intervenir en el mercado del contado con liquidación porque es necesario acumular reservas. ¿Por qué es necesario? Porque el Banco Central está sin reservas y el Fondo quiere cobrar. Si no se puede frenar la disparada del mercado del contado con liqui con reservas, interviniendo, ¿cómo se lo frena? Subiendo mucho la tasa de interés, o poniendo menos pesos en el mercado con una gran restricción del gasto público, básicamente suspendiendo la obra pública.
Todo esto no es una interpretación, está dicho en el acuerdo, no en el relato de Fernández y Guzmán. Además, -y no sabemos si Cristina está enterada, hubiera sido un lindo tema para que ella hable con el embajador de EE.UU.- hay un párrafo en el informe del staff del Fondo que le pide al Gobierno que le pague a una empresa que se llama Mobile Exploration 196 millones de dólares. Es Exxon. Es una vieja deuda, de 2003 o 2004. Exxon fue al CIADI, ganó el juicio y no les pagaron. Están en todo su derecho de pedirlo. Lo curioso es que hay mucha gente con derecho de pedir, muchos acreedores del Estado argentino, entre ellos, los jubilados. Pero en el documento del Fondo solo figura Exxon.
Todo esto no es lo más importante, lo que sí es relevante es el concepto que tiene el Fondo sobre este programa. Podemos leer solo dos párrafos: “Los directores señalaron que la elevada exposición a Argentina durante un período prolongado crea importantes riesgos financieros y de reputación para el Fondo. Como estos riesgos no se pueden mitigar por completo mediante el diseño del programa y la planificación de contingencia, los directores acordaron que se necesitarán juicios equilibrados al evaluar las compensaciones difíciles que pueden surgir durante el programa”. ¿Qué quiere decir esto? Que los directores del Fondo Monetario Internacional se están cubriendo de la evaluación futura de este programa. Lo están aprobando sabiendo que es malo, que sirve para poco.
Otro párrafo relevante: “Los directores recibieron con beneplácito el acuerdo de las autoridades de adelantar la primera revisión del programa y las instaron -esta es la palabra clave- a recalibrar las políticas, según sea necesario, para asegurar los objetivos fiscales y contener los efectos inflacionarios de segunda ronda del aumento de los precios de las materias primas”. Se recalibran las políticas, porque las variables se van a desajustar por Ucrania. No se recalibran las metas, que no se tocan. El déficit o el superávit que se acordó no se puede tocar, tendrán que recalibrar políticas, es decir, hacer mayores ajustes si lo de Ucrania perjudica y hay que pagar más cara la importación del gas, por ejemplo. Es un recaudo que toma el Fondo para endurecer su posición en discusiones porque seguramente, en dos meses, Guzmán le va a decir que no puede cumplir con lo prometido por la guerra en Ucrania. Tendrá que ajustarse más el cinturón.
En vista de esto, hoy aparece un proyecto en el Senado que propone un blanqueo. Aquellos que tengan plata negra o propiedades en negro en el exterior pueden blanquearse y pagar una penalidad del 20% por esa evasión. Esta iniciativa inaugura otra idea interesantísima por tratarse del kirchnerismo que, a raíz de toda la teoría lawfare, repudió siempre la idea del arrepentido o de la figura del informante colaborador de la Justicia.
A través de este proyecto, el Estado promete beneficiar a quien colabore con la AFIP y denuncie a alguien de quien sabe dónde tiene las propiedades; y no sabemos si también una cuenta afuera. Entonces, a quien vaya y le diga a la AFIP, “Juan Pérez tiene una casa no declarada en Punta del Este”, el Estado le daría el 30% de lo que recaude por ese bien que no estaba contabilizado por la AFIP porque no lo había descubierto. ¿Qué se debe presumir con esto? ¿No habrá contadores que se tienten con ese 30% y terminen denunciando a sus clientes? ¿No se llenará la city porteña de Víctor Manzanares, el contador arrepentido de los Kirchner? Casi que había que llamar a este proyecto Ley Manzanares. Apunta a que gente informada sobre la evasión quiera obtener un 30% de lo recaudado y entregar eventualmente a sus clientes, a sus amigos o confidentes. Es una ley que apela a lo peor del alma humana. O, simplemente, a la codicia.
Último punto del acuerdo con el Fondo, el más doloroso para Guzmán. Cuando el ministro negoció la deuda con el sector privado, pidió un dictamen no vinculante al FMI y los técnicos del organismo lo emitieron y dijeron que, para que la deuda sea sustentable, debía estar en determinados parámetros. Lo que dicen ahora los directores es un tiro entre ceja y ceja para el ministro, que hace de la negociación de la deuda privada su bandera. Dicen: “La deuda es sustentable pero no con alta probabilidad, porque se mantienen riesgos excepcionalmente altos”. En este contexto, le están dando un desembolso de 44.000 millones de dólares, o más, y este directorio está haciendo un acuerdo con la Argentina cuando uno de los criterios que se debería cumplir no está vigente. No deberían acordar si la deuda no es sustentable. ¿Qué quiere decir esto? El Fondo presume, al igual que el mercado (y por eso la Argentina tiene un índice de riesgo país de 1900 puntos), que el gobierno actual o el próximo tendrá que reestructurar de nuevo pronto. La renegociación de Guzmán -esa en la cual le gana a Kicillof- fue, entonces, un fracaso.
Con ese fracaso no podrían firmar el acuerdo, lo cual quiere decir que el Fondo está firmando en contra de sus propias reglamentaciones: lo mismo que Fernández le reclamaba a esta entidad en su acuerdo con Mauricio Macri. En consecuencia, podríamos decir que el Fondo ayudó a Macri para que no venga Cristina y ayuda a Fernández también por la misma razón. El gran argumento de Fernández, de Massa, de Gustavo Béliz, de Guzmán, de los que hablaban con el Fondo y con el gobierno de los Estados Unidos siempre fue: “Ayúdenos a nosotros que somos el ala buena, porque si no viene Cristina”. Este argumento probablemente se debilitó en la tarde de ayer con la reunión de Cristina y el embajador de los Estados Unidos.
El problema de Fernández, entonces, es la inflación, pero no es un problema solo suyo. Según muestra la encuesta de la Universidad de San Andrés que refleja la imagen de los principales políticos de la Argentina, hay solamente dos casos en que el diferencial entre la positiva y la negativa es positivo. Uno de ellos es Javier Milei, que tiene un saldo de imagen positiva de 3 puntos; y el otro es Facundo Manes, que tiene un nivel de conocimiento del 79%, lo cual significa que hay un 21% de la gente que no lo conoce todavía.
El resultado de esta encuesta es importante porque, a partir de los datos que arroja, se puede concluir que la sociedad solo tolera a los nuevos. ¿Qué novedad van a poder presentar todos los demás? ¿Qué erosión está haciendo en la credibilidad de la política un fenómeno como el que estamos viendo? El estancamiento se extiende por más de 10 años y, si la medimos anualizada, la inflación daría 78%. Este es el peor de los mundos y la primera preocupación del 50% de la sociedad.
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